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Vladímir Putin: el laberinto mental de un dictador (II)

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análisis

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La psique de Vladímir Putin se ha convertido en uno de los factores decisivos en el devenir de la guerra de Ucrania. Se sabe que Putin empezó su carrera profesional en el KGB, el servicio secreto de la antigua Unión Soviética, en concreto como agente destinado en la antigua Alemania Oriental, donde los espías bolcheviques libraron una cruenta batalla contra los del bloque capitalista, en especial los integrantes de la CIA. Aquella experiencia como peón al servicio del espionaje patrio podría haber desarrollado en él una personalidad paranoica propia de alguien que se sabe amenazado día y noche. Vivir con la pistola bajo la almohada, revisar los bajos del coche cada mañana, sentirse obligado a no perder de vista los tejados ante posibles francotiradores y vigilar constantemente las espaldas cuando se camina por la calle termina por imprimir un carácter extraño, retraído, enfermizo. “Puede hacerse un ser paranoico que crea que quieren acabar con él, que lo quieren envenenar, y entonces es más peligroso”, advierte Urra, que considera “muy preocupante” el hecho de que Putin tenga acceso al mayor arsenal nuclear el mundo. “Este tipo de personajes nos cambia muchas veces la historia, por eso ha llegado ahí, por su frialdad y porque se le teme”, concluye el experto.

Tal personalidad huraña ha llevado a Vladímir Putin a desconfiar de todo y de todos. Ya no acude a ningún acto público sin su ejército privado de guardaespaldas, especialistas en artefactos explosivos y francotiradores que velan por su seguridad minuto a minuto en cada mitin, en cada acto político, en cada baño de masas. El presidente ruso es consciente de que mucha gente quiere verlo muerto –oligarcas descontentos, militares hartos de una guerra desastrosa, terroristas ucranianos, espías de la OTAN– y ya no vive tranquilo en su palacio de invierno. Hasta cuenta con un equipo de catadores profesionales, lacayos que prueban la comida antes que él por si alguien le ha echado veneno en el plato. Conductas propias de aquellos emperadores romanos degenerados que acababan convirtiéndose en sangrientos verdugos por miedo a una ración de setas contaminadas. Obviamente, Putin vive en un búnker secreto inexpugnable, un último refugio construido varios cientos de metros bajo tierra en la extensa llanura siberiana y dotado de todo tipo de lujos y provisiones para resistir durante años al invierno nuclear. Allí abajo, en un sofisticado centro de control repleto de pantallas, ordenadores y los últimos avances tecnológicos, imparte a sus generales las órdenes militares sobre la invasión de Ucrania.

Por si fuera poco, se sabe que Putin ha ido virando hacia posiciones políticas cada vez más extremistas y reaccionarias. Odia a los homosexuales, a las minorías y a las feministas de Femen, que en cada acto público aprovechan para montarle una performance en protesta contra la falta de libertades en Rusia. El zar del KGB no solo se ha convertido en un ultrarreligioso seguidor de la Iglesia ortodoxa que cumple fielmente los ritos y el calendario litúrgico, sino que se considera el guardián del cristianismo en Europa frente al avance de las ateas, libertinas y materialistas democracias europeas. Cuando la política y la religión se mezclan, aparece el mesianismo de un líder que cree haber sido elegido por Dios para llevar a cabo una misión eterna, trascendental, una cruzada militar, política, cultural y religiosa con el fin de salvar a su pueblo. Apoyado por el patriarca Cirilo I (otro fanático como él que odia al colectivo gay y que ha llegado a calificar la terrible guerra de Siria como “justa”) Putin se ha propuesto “desnazificar” Ucrania, limpiar el país de “drogadictos” y malos cristianos y reimplantar el orden ortodoxo roto por el occidentalizado y “maligno” Zelenski.

Es precisamente en su relación con el presidente ucraniano donde se percibe con mayor nitidez que Putin no está dispuesto a negociar nada con honestidad, al menos nada que no sea la rendición incondicional del enemigo. Típico de un megalómano caprichoso al que solo le interesa satisfacer su egotista ambición de poder. Todas las semanas se reúnen delegaciones de ambos países en conflicto, pero cada contacto termina, no ya sin un acuerdo de paz, sino sin un simple alto el fuego para que la población civil pueda salir de las ciudades sitiadas a través de los corredores humanitarios. Ucrania, con buena fe, se ha mostrado dispuesta a hacer importantes concesiones, como renunciar a entrar en la OTAN para darle garantías a Rusia de que no será atacada. Sin embargo, la delegación rusa juega al gato y al ratón aparentando que quiere la paz cuando en realidad se limita a representar un macabro teatrillo ante la comunidad internacional (seguramente con la intención de ganar tiempo y proseguir con su ofensiva militar). Así, mientras por la mañana los generales y diplomáticos moscovitas estrechan la mano de los ucranios y se muestran sensibles, por la tarde bombardean los convoyes de refugiados. Pura maldad elevada a su máxima expresión.

Al término de las reuniones maratonianas siempre frustrantes, el ministro de Exteriores ruso, Sergei Lavrov, suele ser el elegido como portavoz gubernamental para hablar en nombre de Putin (el máximo dirigente del Kremlin rara vez se prodiga ante los medios de comunicación). El lenguaje del número 2 y mano derecha del déspota suele estar plagado de cinismo, de eufemismos, de falsas coartadas que hacen presagiar lo peor. Perversas maniobras dialécticas al viejo estilo fascista que revelan que al autócrata no le interesa negociar nada, solo seguir adelante con una macabra guerra que puede internacionalizarse en cualquier momento. Lavrov ha llegado a decir cosas como que Rusia en ningún momento ha invadido Ucrania, que Putin y su Gobierno desean la paz y que cuando termine la operación militar Europa será un lugar “más seguro y con menos nazis”. Una vez más, el negacionismo más abyecto, el mundo al revés, la construcción de una realidad paralela, tal como hizo Hitler cuando invadió Polonia en 1939. La última amenaza para el planeta consiste en que Rusia hará uso de armas nucleares si ve amenazada su “existencia como país”, según Lavrov. Otro sarcasmo cuando es precisamente el líder ruso el que ha puesto de rodillas al mundo.

En los últimos días, satélites occidentales han captado un gran movimiento de aviones privados repletos de oligarcas y militares desplazándose desde Moscú hasta el este de Rusia en busca de refugios nucleares lo más lejos posible de un ataque de la OTAN. A estos aparatos se les conoce como los aviones del Juicio Final. Otra evidencia más de que lo imposible puede suceder en cualquier momento.

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