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Ucrania: posibles escenarios para el final de la guerra

Analistas y expertos militares especulan con las diferentes posiblidades que baraja el Kremlin, incluido el uso del arma nuclear

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Desde el principio de la guerra en Ucrania, tanto Putin como Zelenski han tratado de internacionalizar el conflicto. El líder ruso implicando directamente a otros países como Bielorrusia, tradicional aliado del régimen de Moscú, que desde el primer momento ha apoyado la ofensiva. El presidente ucraniano, por su parte, hace constantes llamamientos a la comunidad internacional para que intervenga, cierre el espacio aéreo y detenga el genocidio de su pueblo. De momento, Estados Unidos y la OTAN han dejado claro que no participarán directamente en la confrontación, pero esa es solo la versión oficial. En la práctica, Occidente ya está tomando parte activa en esta guerra mediante el envío de armas convencionales al teatro de operaciones. Oficialmente, Washington ha aprobado un paquete de ayudas por valor de 500 millones de dólares en armamento moderno, una cantidad que podría ser mucho mayor. Alemania, por su parte, ha enviado mil granadas antitanque y 500 misiles de defensa antiaérea Stinger mientras que la Francia de Macron también se ha implicado en la concesión de una remesa bélica de más de 300 millones de euros. España colabora con el Gobierno de Kiev con al menos cuatro aviones cargados de material militar ofensivo, a los que se suma una fragata y varios cazas destinados a la zona en el marco del operativo de la OTAN que de momento se limita a tareas de vigilancia, defensivas y de prevención. Con esta aportación, nadie duda ya de que nuestro país se ha metido en las harinas de la guerra. En mayor o menor medida, la mayoría de los países occidentales –no solo los europeos, también otros como Canadá–, se han volcado en la iniciativa para armar a Ucrania. Lógicamente, todos estos movimientos hostiles son seguidos muy de cerca y con recelo por el régimen de Moscú, que ya ha advertido de que este tipo de ayuda militar a la resistencia ucrania puede ser considerado un casus belli.

Mientras tanto, las durísimas sanciones económicas que ha emprendido la comunidad internacional para aislar al régimen de Putin han llevado a Rusia a la bancarrota. El bloqueo es toda una declaración de guerra, al menos una guerra económica (que a menudo, tal como enseña la historia, suele ser el preámbulo de una contienda armada). En pocos días la moneda nacional se desplomó hasta valores tercermundistas (un dólar cien rublos), los bienes de los oligarcas en Europa fueron confiscados y las reservas bancarias bloqueadas. La bolsa de Moscú tuvo que cerrar y la población vio cómo empresas multinacionales como Nestlé, Heineken, McDonald’s, Starbucks y la española Zara se marchaban del país en señal de protesta. El corralito se instauró en toda Rusia estableciendo que cada ciudadano no pueda sacar del cajero más que un máximo de dinero al día. Automáticamente la inflación se disparó y la agencia Fitch rebajó la calificación de la deuda soberana de “B” a “C”, es decir, a la altura del “bono basura” propio de un país paupérrimo que ya no puede hacer frente a sus compromisos con los acreedores externos. En apenas unos días, Occidente había arruinado la economía rusa, aunque es cierto que Putin sigue exportando gas a la Unión Europea y que estados como Alemania dependen casi exclusivamente de la energía que llega del otro lado de los Montes Urales. Esa es la gran hipocresía de esta guerra: mientras se castiga duramente al sátrapa de Moscú y a sus oligarcas petroleros, Bruselas sigue comprando combustible ruso a razón de 800 millones de euros diarios. Dinero para sufragar la cruel invasión.

En lo que llevamos de conflicto, las estrategias militares de ambos bloques antagónicos parecen bien definidas: Rusia va a seguir avanzando en cada frente ucraniano, arrasándolo todo a su paso y sin reparar en las consecuencias, mientras la OTAN seguirá con sus denodados esfuerzos por evitar cualquier chispa o incidente que encendería la mecha de la Tercera Guerra Mundial. El Kremlin baraja varios escenarios posibles en función de cómo evolucionen los acontecimientos. Si Ucrania cede y se rinde, Putin colocará un gobierno títere en Kiev y la tensión internacional se aliviará durante un tiempo, lo cual no significa que la crisis se haya superado totalmente. Una nueva Guerra Fría (en realidad caliente) ha llegado para quedarse y la amenaza de sucesivas invasiones rusas, incluso de conflicto nuclear –regional o a gran escala–, seguirá siendo real. En ese contexto convulso, Ucrania puede llegar a convertirse en la Siria europea, un territorio cada vez más devastado, empobrecido y condenado a convertirse en un estado fallido subyugado por Moscú. Solo en las zonas prorrusas o rusófonas como el Dombás o Crimea se alcanzará una ficción de vida normal, mientras que el resto del país será reducido a un inmenso gueto de ciudadanos sin derechos. Una nación ocupada como una gigantesca Franja de Gaza.

Por el contrario, si Putin pierde la guerra, la situación no será mucho más halagüeña para el mundo. Un perturbado acorralado, encerrado en su búnker secreto, sin poder salir de Rusia por miedo a ser procesado y constantemente sometido a la presión de un golpe de Estado a manos de militares descontentos, o de un atentado contra su persona, puede optar por una solución suicida, a la desesperada: atacar en todos los frentes dando origen a la Tercera Guerra Mundial. De ahí que el presidente ruso no se separe ni un solo día del maletín nuclear. Allá donde va siempre lleva consigo el temido artefacto que puede acabar con todo en apenas unos minutos. Tal hipótesis que hace solo un año era descabellada, absurda y tema para las películas de ciencia ficción hoy es más que posible.

Semanas atrás, en plena ofensiva contra Ucrania, la televisión pública rusa participaba en una siniestra y burda operación de propaganda política. En las imágenes difundidas a todo el mundo podía verse a un Putin confiado y orgulloso descendiendo de su avión privado. Al lado del dictador, un oficial del ejército se cuadrada con marcialidad mientras sostenía el temido maletín atómico que puede abrir las puertas del infierno. De esta manera, el Kremlin alardeaba de tener en su poder el arma destructora definitiva.

El maletín nuclear, bautizado como Cheget, se ha convertido en compañero inseparable de Putin. Si el líder ruso decidiera pulsar el botón blanco del interior, activaría de inmediato la orden de alerta a las fuerzas armadas y el ataque sería fulminante. En menos de veinte minutos habría culminado el lanzamiento de cientos de misiles cargados con cabezas nucleares. El Cheget fue diseñado a finales de la Guerra Fría. Hay otros tres maletines de este tipo, casi idénticos, en el mundo: dos están en poder de altos cargos del Kremlin y un tercero en manos de Estados Unidos.

Putin ha heredado un inmenso almacén que proviene íntegramente de los tiempos de la Unión Soviética. Actualmente, Rusia es el país con más ojivas nucleares. Se cree que posee unas 4.495 cabezas atómicas, de las cuales 2.585 serían estratégicas ofensivas y 1.910 tácticas. Es posible que en las bases secretas queden otras 1.760 armas atómicas ya retiradas y pendientes de desmantelamiento. Comparando arsenales, el régimen de Moscú obtiene una ligera ventaja estratégica respecto a Estados Unidos, que dispone de 3.800 ojivas (1.700 estratégicas y 100 tácticas). Además, contaría con otros 2.000 cohetes en reserva.

Ambas superpotencias acumulan el poder suficiente como para acabar con todo rastro de vida en la Tierra no solo una vez, sino miles de veces. Hasta hoy, se pensaba que la posibilidad de un conflicto nuclear era más remota aún que una erupción en cadena de varios supervolcanes, una tormenta solar extrema, la caída de un asteroide como el que acabó con los dinosaurios hace 75 millones de años, la explosión de una supernova cercana o una rebelión de las máquinas contra el ser humano. El modelo de la disuasión nuclear surgido con el nacimiento de los dos grandes bloques o superpotencias al término de la Segunda Guerra Mundial (Estados Unidos/Unión Soviética), funcionó durante décadas en base a un principio tan macabro como elemental: la “coexistencia pacífica”, es decir, ninguno de los dos enemigos irreconciliables apretaría jamás el botón porque ello significaría la aniquilación mutua y total. Nadie ganaría esa guerra. Y bajo la amenaza constante del fin del mundo, que todos los habitantes del planeta acabaron interiorizando y asimilando como parte del nuevo orden mundial, la humanidad siguió viviendo como si nada. Hubo momentos de alto riesgo, como la crisis de los misiles de Cuba de octubre de 1962, cuando una serie de fotografías aéreas obtenidas por aviones norteamericanos revelaron que los soviéticos se estaban dedicando a instalar en la isla rampas de lanzamiento cuyas ojivas podrían alcanzar Estados Unidos en pocos minutos. Fueron trece días agónicos que culminaron con el desastre de Bahía de Cochinos, unos momentos trascendentales para la historia en los que efectivamente el mundo vivió al borde de la Tercera Guerra Mundial. Sin embargo, aquella crisis fue episódica, pasajera, corta en el tiempo, mientras que la guerra en Ucrania promete estancarse, dando lugar a encontronazos mucho más peligrosos entre Washington y Moscú.

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