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La izquierda española se desangra en discusiones bizantinas sobre la Ley Trans mientras Vox crece

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análisis

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¿Pero a qué demonios está jugando la izquierda española mientras los camisas azules sacan pecho y avanzan henchidos de orgullo por la Diagonal de Barcelona? El pueblo, la gente, no está para concilios teóricos ni debates bizantinos, pero en los últimos días hemos asistido a algunos espectáculos lamentables en el Gobierno de coalición que están haciendo mucho daño a la causa progresista. La Ley Trans, por ejemplo, un invento de Irene Montero y sus cuatro amigas modernas de la facultad que no entienden ni ellas mismas, ha vuelto a enfrentar en una guerra sin cuartel al feminismo utópico del ala podemita con el socialismo real, posibilista, tradicional.

Ya son ganas de crear problemas donde no los hay, pero así es esta izquierda cainita que no va a parar hasta que unos y otros se hayan abierto en canal para desangrarse. Mientras el país se está yendo a la ruina, mientras los hosteleros se rebelan en todas partes porque no tienen qué comer y los tanatorios ya no dan abasto para enterrar a tanto muerto por el coronavirus, es fácilmente comprensible que la Ley Trans importe exactamente nada a la mayor parte de la población que vive aterrorizada por si mañana le coge el bicho en el Metro, en el autobús o en la oficina.

Entiéndase lo que se quiere decir, no es que no haga falta una normativa para regular los derechos de todas estas personas al borde de la marginación, pero en medio del infierno pandémico y la ira popular por la crisis lo mejor que se podía haber hecho con este proyecto de ley era guardarlo en un cajón hasta la llegada de tiempos mejores. Hay muchos problemas más acuciantes, como que el ingreso mínimo vital llegue a las capas más desfavorecidas de la sociedad, las ayudas y los ERTE, la pobreza energética y que aterricen ya las malditas vacunas, que a este paso nos van a inmunizar en el horizonte 2030, cuando todos estemos calvos y comiendo piedras.

Pero no, Irene Montero ya no podía esperar más en su duelo histórico contra Carmen Calvo, tenía que justificar su cuota de poder precisamente ahora y se ha empeñado en hacer de Juana de Arco del mundo trans en el peor momento. Por si fuera poco, técnicamente la ley es un engendro de conceptos que no hay por dónde cogerlo. Todo eso de la “autodeterminación del género” que suena a procés independentista de la sexualidad, lo de la hormonación como tratamiento y construir la “identidad trans” desde la infancia lo entienden cuatro psicólogos especializados de la Gestalt y pare usted de contar.

Lo mínimo que se puede pedir de una nueva ley es que el común de los mortales, el ciudadano corriente, el peatonal, la entienda, y si lo que pretendían era aclarar la situación legal y vital de todas estas personas que sufren el trauma de la disociación del género han conseguido exactamente el efecto contrario: que el gentío acabe con una torta mental perfecta para que después llegue Vox con su acracia libertaria anti-Estado y su discurso elemental de hombre/mujer, blanco/negro y peras y manzanas y pesque en el caladero de la confusión, la rabia y la indignación. Aquello de un vaso es un vaso y un plato es un plato de Rajoy, pero llevado al extremo, o sea pasado por el filtro del odio trumpista.

Con la guerra cruenta que se ha desatado entre las dos familias de la izquierda, entre feministas radicales y feministas moderadas, entre transexualistas avanzadas y conservadoras ortodoxas, no solo han logrado confundir al colectivo afectado sino al noventa y nueve por ciento restante de los españoles de izquierdas que ya no entiende un pijo de todo este enredo monumental. El mundo de la sexualidad contemporánea se ha vuelto cada vez más complejo y poliédrico. Entre heterosexuales, homosexuales, bisexuales, transexuales, pansexuales, transgénero, intersexuales, poliamorosos, cibersex, asexuales, castos y solitarios autosuficientes, lo último que necesita la sociedad es una guerra ideológica a cuenta del género que no entiende ni dios. La gente pide conceptos fáciles de digerir, no un gallinero de catedráticos teóricos de la transexualidad que se pasan el día disertando sobre el sexo de los ángeles trans ni un concilio de Nicea genital donde todos gritan mucho y nadie se entiende. Por no hablar de las disquisiciones metafísicas de Pablo Iglesias a cuenta de la calidad democrática del país, un tema del que ya hemos hecho columna.

El espectáculo que está dando la izquierda revanchista y fratricida es sencillamente desolador y lo peor de todo es que la ultraderecha se frota las manos cada vez que estalla una de estas reyertas de guardería a cuenta de un tema alejado de la realidad que indigna a las masas desarrapadas, esas que viven en los espartales de los grises suburbios y sufren los rigores de la pobreza y la fatiga pandémica. La clave del éxito de Santiago Abascal, que anda disparado en las encuestas de cara a las elecciones catalanas, es que está sabiendo conectar con el lumpenproletariat, toda esa legión de huérfanos y abandonados a su suerte por el Estado de bienestar a los que la ley trans se la trae al fresco, y no necesariamente porque sean homófobos o tránsfobos, sino porque lo primero es el plato de lentejas que no le da la izquierda.

Irene Montero ofrece mucha palabrería de género, mucho consultorio sentimental Elena Francis y mucha conferencia especializada para élites, expertos y entendidos del tema trans. Pero de pan para las masas poquito. Esa, y no otra, es la gran tragedia de la izquierda instalada contemporánea; ese es el gran mal no solo de las élites socialistas nacionales e internacionales: que se han olvidado de las armas sindicales, del materialismo histórico clásico, de leer a Marx (aquello de indagar en los orígenes reales de la injusticia social para tomar conciencia de clase) y se han metido de lleno en una serie de causas posmodernas como el veganismo hortofrutícola, el ciclismo urbanita, la moda naturista y el comercio solidario que lejos de resolver el día a día de la famélica legión y el cáncer del capitalismo salvaje y criminal se ha quedado en la novedad pasajera, pastiche y naif. Ellos sabrán lo que hacen, pero cuando vean al adusto Abascal sentado en la Moncloa, en tirantes, fumándose un puro y engrasando su Smith & Wesson, que no digan que no lo dijimos. Avisados quedan.

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