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El PP que denuncia el Ministerio de la Verdad de Sánchez proponía la misma medida hace solo 3 años

Pablo Casado insiste en que Pedro Sánchez pretende crear un organismo totalitario y orwelliano cuando destacados dirigentes de su partido como Dolores de Cospedal y Teodoro García Egea defendían medidas similares contra la desinformación mientras estaban en el poder

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análisis

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¿Cómo es que tenemos tanta información pero sabemos tan poco?, se pregunta Noam Chomsky, pensador y gran referente intelectual, al abordar el grave problema de la desinformación y las noticias falsas. El fenómeno, íntimamente ligado al auge de los negacionismos y los populismos ultranacionalistas, es probablemente el mayor desafío al que se enfrentan las democracias occidentales en el primer tercio de este siglo. El Gobierno español ha puesto en marcha una orden ministerial para combatir las conocidas como fake news, un plan que ya ha recibido el respaldo de Bruselas por justo y necesario. En la UE cunde la preocupación ante este grave problema y los dirigentes europeos recomiendan a los socios que tomen medidas y se protejan cuanto antes. Está en juego la democracia misma, tal como se ha podido comprobar en Estados Unidos, donde un farsante bien armado con un arsenal de bulos y mentiras difundidas a golpe de Twitter ha conseguido poner en jaque a todo el sistema.

Y pese a la trascendencia de lo que nos jugamos, el Partido Popular sigue haciendo política retórica y juegos florales al oponerse a cualquier intento de regular la jungla sin ley de las redes sociales, gran plataforma de propagación de la falacia negacionista que tanto daño está haciendo a las sociedades modernas. Es obvio que el Gobierno no ha sabido explicar su plan para luchar contra la desinformación. Eminentes juristas, analistas políticos de toda ideología y periodistas de prestigio han advertido ante el riesgo que supone regular una actividad directamente relacionada con el derecho fundamental a la libertad de expresión y de información. La orden ministerial es confusa, no determina qué es una fake news y qué no lo es y no aclara cómo va a intervenir el complejo gabinete de seguimiento, formado por integrantes de varios ministerios, ante una crisis de desinformación.

Por si fuera poco, el Ejecutivo ha dejado en manos de sus directores de comunicación y burócratas de turno las medidas a adoptar, alimentando la desconfianza de la oposición. Todo gobierno es por norma general un ente superior que acostumbra a mentir a sus ciudadanos y las quejas de que Pedro Sánchez quiere poner a los lobos a cuidar de las gallinas están plenamente justificadas. Lo lógico, por tanto, habría sido crear un organismo independiente ad hoc o adaptar alguno ya existente, como la Junta Electoral, donde el peso del análisis y de las medidas a ejecutar recayera directamente sobre un cuerpo de expertos en Derecho. Y no hubiera estado de más que Sánchez hubiese llevado la iniciativa al Parlamento, sede de la soberanía nacional, para lograr el mayor consenso posible en un asunto que exige la implicación de todas las fuerzas parlamentarias (evidentemente Vox nunca aceptará participar en esa unidad de acción porque ha llegado precisamente para esto, para dinamitar el sistema como sea y desde dentro, al más puro estilo trumpista, a fuerza de bulos y operaciones de propaganda en las redes sociales).

Que el Gobierno no ha sabido exponer con coherencia las razones últimas de la orden ministerial lo ha corroborado la propia ministra de Defensa, Margarita Robles, quien ha reconocido que al Consejo de Ministros le ha faltado una explicación previa garantizando que el derecho a la libertad de expresión e información, consagrado en la Constitución Española, seguirá intacto. “A ningún gobierno le corresponde velar por lo que dicen los medios de comunicación”, ha asegurado Robles, quien ha recordado que son los propios medios de comunicación los que deben vigilar si las noticias que publican son o no falsas.

Pero más allá de los errores gubernamentales y de la necesidad de legislar contra la desinformación, llama la atención que Pablo Casado se oponga a tomar medidas contra un suceso que su mismo partido ha calificado de grave amenaza para la seguridad nacional. En efecto, hace ahora tres años, la entonces ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal, proponía la creación de un grupo de trabajo en el Congreso de los Diputados para estudiar el fenómeno, una especie de observatorio en el que participarían juristas, políticos y periodistas. Cospedal aseguraba ya por entonces: “La gestión de la desinformación se extiende por el mundo como uno de los métodos más florecientes en las guerras asimétricas que entablan los enemigos y los adversarios directos de nuestra democracia. Esta gestión de la desinformación la hacen tanto enemigos externos a nuestras democracias como internos. Saben aprovecharse de la naturaleza abierta, tolerante, plural y permisiva que tienen”.

La ministra habló de la “guerra de la información” como un nuevo tipo de amenaza que no va dirigida a la conquista, a la destrucción de la soberanía o a la ocupación de los lugares geográficos estratégicos (el espacio aéreo, terrestre y marítimo), sino que va encaminada a “manipular las conciencias y las percepciones que tiene el propio titular de esa soberanía, en nuestro caso el pueblo español, a través de la información que se le envía”. Por lo tanto, para Cospedal la fake news es una guerra que no va dirigida a atacar las fronteras, pero sí la “conformación crítica de la voluntad de los ciudadanos”, que a fin de cuentas son quienes ponen y quitan a los gobiernos.

En parecidos términos se pronunció Teodoro García Egea, hoy secretario general del PP, quien llegó a asegurar que “cualquier demócrata debe plantar cara a las fake news”. Hoy, curiosamente y a buen seguro por orden de la dirección casadista, mantiene otra opinión muy diferente al asegurar que “el Gobierno de la mentira quiere perseguir las noticias falsas”. Y al igual que su jefe de Génova 13 habla del Ministerio de la Verdad, del control de las mentes de los ciudadanos por parte del poder de un Estado totalitario y del Gran Hermano, elementos todos ellos que los populares extraen de 1984, la magnífica novela que George Orwell escribió entre 1947 y 1948.

Una vez más, nos encontramos ante el doble lenguaje y la retórica trumpista, lo cual nos lleva a hacernos la pregunta del millón: ¿Quién practica aquí la neolengua orwelliana que no tiene otra finalidad que intoxicar a la población con burdos montajes y falsas ideas?

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