A Vox le importa más bien poco que el planeta se esté yendo al garete. El único ecosistema que le interesa conservar al retrógrado mundo ultra es el que tiene que ver con la fábrica humeante, los bosques talados y esquilmados y los trabajadores vilmente explotados. En su delirio de retorno al pasado, el partido de Santiago Abascal añora la máquina de vapor de Watt, los hacinados telares de Lancashire y las inhumanas minas de carbón con muchos pobres niños ejerciendo el trabajo esclavo. La vuelta al capitalismo de la primera Revolución Industrial, el brutal modelo económico del siglo XVIII, o sea. La gente de Vox es nostálgica en todo, no solo en lo político, también en la económico, y cuando gobiernen algún día (Dios no lo quiera) volverán a abrir los yacimientos de oro de Las Médulas −como en tiempos de los romanos−, los viejos pantanos de Franco que se caen a trozos y las empresas de burrotaxi de la Costa del Sol, aquel reclamo turístico de los sesenta que tanto atraía a los guiris ávidos por entregarse al folclore ibérico y a lo typical spanish.

Esta misma semana, los líderes de Vox han rechazado la ley verde que prepara el Gobierno Sánchez para tratar de reducir el impacto del cambio climático, controlar la contaminación y garantizar una mayor sostenibilidad de nuestro obsoleto modelo productivo. Por lo visto a los posfranquistas amantes de la Dictadura tampoco les agrada que la Madre Tierra sea un lugar más sano y habitable. De hecho, para el portavoz ultra en la Comisión de Transición Ecológica y Reto Demográfico, Francisco José Contreras, la “supuesta emergencia climática es la nueva excusa para el intervencionismo clásico de la izquierda y para el dirigismo económico”, de modo que acusa al Gobierno de coalición de querer causar un “daño muy grave a la competitividad de la economía española”. En realidad, en este caso quien está hablando no es Vox, sino el gran capital, gran amo y señor, las élites y las poderosas multinacionales que deforestan la Amazonia y pretenden abrir pozos petrolíferos en el Ártico. Estos días, sin ir más lejos, se cancelaba la moratoria y se reanudaba la caza de ballenas, un holocausto con el que muy probablemente esté de acuerdo la extrema derecha española. El fascismo siempre ha sido ballenero y depredador. El fascismo es muerte, guerra y destrucción.

Cuesta trabajo asumir que en pleno siglo XXI, con los polos derritiéndose a marchas forzadas, con el nivel del mar engullendo islas enteras y con la camiseta de manga corta imponiéndose como prenda estrella de la Navidad, todavía haya cabezas que no se propongan poner remedio al cósmico problema del cambio climático y al enloquecido modelo productivo caníbal sobre el que ha girado el mundo en los últimos doscientos años. Lamentablemente, esas mentes existen y cada vez son más por extensión de la plaga negacionista. El mayor peligro para la raza humana en estos momentos no es que venga una glaciación de buenas a primeras que nos envíe a todos al mismísimo infierno, sino que las teorías negacionistas terminen calando y la estupidez se imponga a la verdad de la ciencia. Hoy por hoy, ser ecologista no debería ser visto como una opción, sino como una obligación. A los niños habría que enseñarles más ecologismo desde la tierna infancia hasta convertirlos en conservacionistas, que no conservadores. Lo verde (y no precisamente por el color marca de Vox) es el nuevo lenguaje universal y el país que no aborde esa revolución urgente no solo pagará las consecuencias de la desertización del territorio y la contaminación de los mares, ríos y bosques, sino que se quedará irremediablemente atrás entre los países más empobrecidos y atrasados del mundo. La pandemia ha llegado para decirnos que estamos ocasionando un grave daño al ecosistema y que si no ponemos solución ya, cuanto antes, el covid será, esta vez sí, una “gripecita” en comparación con los letales virus desconocidos que se están incubando en este mismo momento. Urge por tanto proteger los hábitats naturales, conservar las especies animales y vegetales, limpiar la biosfera y luchar contra la sequía con políticas que vayan más allá de las mentiras sobre el trasvase del Ebro, que no hace sino agravar el problema de sobreexplotación e impacto ambiental.

Doñana, la mayor laguna mediterránea y paraíso de la biodiversidad, se seca año tras año y mientras tanto los patriotas de Vox siguen en sus gamberradas parlamentarias y negando la evidencia científica, que nos advierte de que ya vamos tarde. De esta extrema derecha irracional, cavernaria y trumpista solo cabe esperar una nueva apuesta por las recetas económicas fracasadas de siempre: el turismo de sol y playa que se ha hundido con la pandemia porque era un gigante con pies de barro; el cemento hormigonado en primera línea de costa, tal como propone Aznar; y el aluvión de lluvia ácida o nube de dióxido de carbono en las grandes ciudades, esa boina de contaminación que provoca un éxtasis místico a Isabel Díaz Ayuso.

No. Ser ecologista en estos tiempos de apocalipsis no es una alternativa ni una opción política. Es una obligación ética y moral porque de cada uno de nosotros depende el futuro del planeta y de nuestros hijos. La raza humana necesita respirar un oxígeno limpio, beber un agua pura y comer alimentos saludables. Sin lo más básico para vivir no habrá economía posible, solo un negro futuro de pandemias. El ecologismo es la última causa por la que merece la pena luchar y morir. Cuando el gran Quino, que esta semana nos ha dejado tristemente, se preguntaba cuál es el gran mal del mundo se respondía a sí mismo: “Lo tengo clarísimo: la ambición de poder y de dinero. Es la madre de todas las desgracias que han sucedido y se sucederán”. Eso es precisamente la extrema derecha reaccionaria y violenta. Ambición de poder, ambición de dinero. El viejo capitalismo moribundo que nos ha llevado a esta distópica pesadilla de tener que vivir con una mascarilla siempre pegada a la boca.   

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