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Vicente Rojo, militar católico y patriota leal a la República

El talento del comandante republicano se vio condicionado por un precario ejército, sin armas, con deficiente logística, sin apenas líneas de suministros, sin mandos capacitados y con una enorme injerencia política

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análisis

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Fue Vicente Rojo una figura clave para entender cómo la II República aguantó el envite del golpe militar de 1936 y cómo resistió casi tres años al doble poder militar y político que, a lo largo de los casi tres años de guerra, acumuló en su persona el general Franco. Sin embargo, el poder del ‘Generalísimo’ no pudo arañar ni la honestidad ni la capacidad organizativa y estratégica de quien, siendo considerado una personalidad atípica, e incluso contradictoria, en aquella República dominada por organizaciones de izquierdas, consiguió, a pesar de su inferioridad militar, frenar la poderosa maquinaria bélica del fascismo en España, sostenido por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini. Vicente Rojo, un militar conocedor de la guerra moderna de entonces, se ocupó de los aspectos organizativos del Ejército Popular en los diferentes frentes militares, diseñando los operativos, mientras que la responsabilidad política de la República, al contrario de lo que ocurría en el bando sublevado, quedó en manos fraccionadas que continuaron actuando en clave política, sin entender que aquella España republicana se reducía progresivamente ante el paulatino avance bélico de sus oponentes.

Cuando el teniente nervense Tomás de Prada Granados telefoneó desde Ceuta, el 17 de julio de 1936, al jefe del gobierno republicano, Santiago Casares Quiroga, ofreciéndose a detener a todos los cabecillas del golpe militar en la ciudad, éste le negó tal acción, por entender, que aquello era una Sanjurjada (el sobrenombre del golpe fracasado de 1932), por lo que sería mejor dejar correr acontecimientos, para a posteriori actuar sobre todos los mandos implicados. Error mayúsculo de Casares Quiroga que en esos momentos ya perdió la guerra, mientras que el teniente De Prada era asesinado, sin, como era su intención, contactar con Azaña, tras la inesperada respuesta del jefe del Gobierno. Ahí empezó la tragedia de la guerra civil española, cuando los responsables políticos de la República minusvaloraron el alcance del golpe militar y la capacidad bélica al servicio de los sublevados. De aquellas primeras horas del 17 de julio dependía el destino de la II República y los políticos en Madrid no supieron entenderlo.

El éxito parcial de la sublevación consiguió en muy pocos días partir en dos la península y, a pesar de la voluntariosa movilización miliciana, pronto se vio el dominio del ejército sublevado, más equipado, más organizado, más disciplinado, más entrenado y más experimentado, ya que la base la constituía el ejército de África, preparado para enfrentarse a las agresivas harcas rifeñas. Su planificado salto desde el Protectorado español del norte de Marruecos a la península determinó la consolidación del golpe que triunfó en Canarias, Galicia, en las capitales de Castilla La Vieja y en León, en Navarra, en Baleares, en Zaragoza, en Córdoba y, sobre todo, en Cádiz y Sevilla.

La consolidación del golpe en estas ciudades y el rápido avance para unir Andalucía con Extremadura y la zona sublevada castellano leonesa determinó en breve tiempo las dos partes diferenciadas donde se establecieron los primeros frentes de combate, con un rápido avance de los sublevados y un enorme esfuerzo de resistencia de los republicanos. Tal era el desorden inicial que la República apenas tuvo iniciativa y no vio otra opción, una vez que José Giral llegó al gobierno tras la dimisión de Casares Quiroga, que armar a apasionados milicianos de todos los grupúsculos políticos de izquierdas, sin ninguna experiencia de combate, aceptar la llegada de voluntarios internacionales y normalizar las pautas de organizaciones políticas izquierdistas para crear sus propias unidades militares, lo que puso de manifiesto la debilidad de un desconexo ejército frente a las disciplinadas unidades que llegaron desde África.

Esa medida evitó que el golpe militar triunfase en toda España, pero derivó en una guerra civil. Lo peor en la zona republicana fue el descontrol del orden público ante una situación casi revolucionaria y la falta de liderazgo del Gobierno, lo que derivó en parcelaciones de poder, que debilitaron el aparato del Estado. Eso contribuyó a una improvisada resistencia que no evitó el avance de los militares sublevados que se lanzaron como una flecha sobre Madrid.

Ahí entra en juego la figura estratégica de Vicente Rojo Lluch, un valenciano al que la sublevación de 1936 lo pilla con 42 años como comandante de Estado Mayor, de servicio en el Ministerio de la Guerra, con una experiencia en Marruecos de poco más de dos años, pero con un gran bagaje teórico como profesor (especialmente táctica) y reorganizador de la enseñanza militar, como creador de trabajos, estudios y manuales en la Academia de Infantería de Toledo y posteriormente en la de Zaragoza, estuvo además en la Escuela Superior de Guerra y en el Estado Mayor Central, siempre al día de las últimas armas o como gran estudioso de las grandes operaciones militares de la I Guerra Mundial. Vicente Rojo se va a revelar como el militar capaz de organizar y preparar, no solo a las nuevas unidades del ejército, sino a las distintas operaciones que en casi tres años de guerra tratará de salvar a la II República, especialmente la defensa de Madrid.

Sus conocimientos y talento se vieron condicionados por la situación de un precario ejército, sin armas, con deficiente logística, sin apenas líneas de suministros, sin mandos capacitados y con una enorme injerencia política que va a condicionar el desarrollo de muchas de las operaciones emprendidas. Fue hasta tal punto que el general Matallana, jefe de Estado Mayor en la Región Central, le decía a Rojo, casi al final de la guerra, que “la actuación nuestra tiene que ser más diplomática que militar”, señalando directamente a jefes de unidades republicanas que “no se resignan a ceñirse a las instrucciones del mando superior, que modifican por cuestiones de amor propio y vanidad”. Haciendo caso de este comentario, lo que nos da a entender es que tras dos años y medio de guerra (septiembre 1938) la indisciplina en las filas republicanas era un enorme condicionante para enfrentarse al ejército de Franco. Aún más, para Matallana las injerencias políticas suponían un freno en el desarrollo de la contienda al decir que “en esta guerra nuestra, en que la disciplina y la sumisión al pensamiento rector de la guerra se encuentran bastante relajadas”.

Y aun así, la maquinaria bélica sublevada se vio frenada por las unidades republicanas, peor equipadas y peor preparadas, que resistían en pésimas condiciones la superioridad militar del enemigo. Existe coincidencia entre los estudiosos del momento del papel clave y fundamental desarrollado por Vicente Rojo, un militar atípico que empleó sus conocimientos al servicio de la II República, rechazando los cantos de sirena para que se uniera a la rebelión. En los primeros días de la guerra se incorporó a la línea de Somosierra, como segundo jefe de Estado Mayor, para detener los avances sobre la capital y ahí ya empezó a entenderse con los milicianos. El comisario comunista Castro Delgado se sorprendió al verlo en Lozoyuela, y bromeó con su apellido. “¿Rojo?”, y rápidamente le dejó claro que él era “católico, apostólico y romano”. Más aún, Castro se extrañó de que estuviera allí con milicianos comunistas y volvió a contestar con claridad: “Estoy a las órdenes del Gobierno legítimamente constituido, aunque no esté de acuerdo con él”. “Incomprensible”, señaló el comunista, pero Rojo insistió, “¿acaso la lealtad es incomprensible?”. Tanto impactó su contundencia de ideas, que Castro habló con un capitán del Quinto Regimiento, a quien pidió que cuidara, “porque lo necesitamos”, al comandante Rojo.

Cuando al poco regresó al Estado Mayor ya llevaba la idea de reorganizar el nuevo Ejército de la República, creando la Inspección General de Milicias para tener cierto control sobre los nuevos batallones de voluntarios. Largo Caballero, jefe del Gobierno, le encomienda negociar con los atrincherados en el Alcázar de Toledo, septiembre 1936, una misión comprometida, por desarrollarse en la sede de la Academia de la que fue profesor y frente a compañeros de armas, como el coronel Moscardó y los comandantes Blas Piñar y Emilio Alamán, con quien años antes había fundado la Colección Bibliográfica Militar. Le vendaron los ojos y ya frente a Moscardó pidió la rendición o que dejaran salir a ancianos, mujeres y niños. Por el contrario, los sitiados intentaron que Rojo se incorporarse a su causa. No lo hizo y personalmente al regresar explicó a Largo Caballero la situación al no aceptar los sitiados las peticiones. Un mes después ascendió a teniente coronel y se incorporó a la jefatura de Estado Mayor de José Miaja, sobre quien recaía la defensa de Madrid. Ahí notó la envidia y rechazo de algunos compañeros que consideraban que no le correspondía el nombramiento, “por jerarquía y antigüedad”. Se supo más tarde que fue el dirigente comunista sevillano Antonio Mije quien lo propuso, lo que aceptó disciplinariamente y con él se llevó a su amigo Manuel Matallana, que terminaría siendo acusado de ser un quintacolumnista.

Ya en su nuevo puesto comenzó a organizar la línea del frente para rechazar el ataque franquista, conocedor de que la ocupación de Madrid supondría la irremediable caída de la II República. El general José Miaja, con Rojo en su Estado Mayor, hizo fracasar aquella primera ofensiva, consolidándose el Cuerpo de Ejército de Madrid que ambos habían creado, donde los comunistas dominaban el reclutamiento de las tropas. Existía mucha rivalidad entre los diferentes jefes de las unidades militares, de tal forma que algunas operaciones ofensivas no pudieron desarrollarse porque el general Miaja entendía que sacar las tropas de Madrid suponía debilitar la defensa de la capital.

La tragedia de la guerra civil comenzó cuando los responsables políticos de la República minusvaloraron el alcance del golpe militar y la capacidad bélica al servicio de los sublevados

Las tropas republicanas frenan en la batalla del Jarama (febrero 1937) a las tropas sublevadas, que no consiguen sus objetivos. Pero Franco insiste y al poco se produce la batalla de Guadalajara (marzo 1937), nuevo intento para romper por el Este la conexión de Madrid con Valencia, para lo que se emplean tropas italianas, pero de nuevo los soldados republicanos logran no solo rechazar la ofensiva nacionalista, sino que el triunfo consiguió elevar la moral republicana y dio un gran respiro al acoso sobre Madrid. Lo curioso es que la derrota de los italianos no sirvió para cambiar el criterio del Comité de No Intervención que seguía negando la intervención de los fascistas italianos en la guerra española. De nuevo, el ministro comunista Vicente Uribe quiso cambiar el destino de Rojo, para reemplazar en el Estado Mayor Central a Martínez Cabrera, pero Rojo pidió seguir con Miaja, cosa que terminaría sucediendo, ascendiendo a coronel. En esos momentos reorganiza unidades y se crea el V Cuerpo de Ejército, dominado por los comunistas. Rojo empatiza con los comunistas cuando estos se niegan a secundar los planes de Largo Caballero para emprender una ofensiva por Extremadura y cortar en dos la zona franquista. Existen diferencias de criterio entre Rojo y Largo Caballero sobre dónde actuar en las ofensivas. La de Extremadura no se lleva a cabo y lo lamentarán. Largo Caballero terminaría cediendo el gobierno a Negrín, quien también se apoya en Rojo nombrándolo jefe del Estado Mayor Central, con un ejército en el que los comunistas ocupaban mayoritariamente los puestos directivos, confiando en la personalidad y el talento de Vicente Rojo, que había rechazado el carnet del Partido Comunista que se le ofreció. Ahí ocurre la ofensiva de Brunete, que hizo retroceder inicialmente a los sublevados, con una intensa guerra de desgaste y fuertes pérdidas, pero que estabilizaría el frente, aunque los franquistas reconquistarían Brunete. Mientras, los anarcosindicalistas y poumistas, de los que dependían el frente de Aragón, rechazan las acusaciones comunistas de inactividad, excusándose en la falta de armas y municiones, por lo que el Partido Comunista quiso organizar con sus unidades un ataque sobre Zaragoza, lo que no gustó a Rojo.

Los éxitos parciales no evitaron que Santander fuera ocupada por Franco y la operación comunista en Aragón terminase en fracaso. Rojo, mostrando su independencia de criterio, advirtió que la conducta militar comunista no fue la más acertada, si bien alabaría en sus escritos la conducta del anarquista Cipriano Mera al frente de una de las mejores unidades de choque, con “tropas aparentemente peor organizadas e instruidas, pero capaces de dar un rendimiento más útil”. Aún así, siguió confiando en las unidades comunistas a cargo de Juan Modesto y Enrique Lister, lo que da idea de su apuesta por jefes y unidades de muy distinto signo político al suyo. No le quedaba otra en aquellos difíciles momentos, en el que el norte de España había caído en manos de Franco. Aun así, nunca entendió la falta de mando unificado, Y no le gustó acciones como la del presidente vasco, José Antonio Aguirre, que decidió mandar en el ejército que se batía en Euskadi, o la Generalitat, cuando decidió que fuera la CNT la que estuviera en la vanguardia del frente de Aragón, lo que Rojo entendía que servía para debilitar la estrategia y los esfuerzos conjuntos para frenar a Franco.

Octubre de 1937, Vicente Rojo llega a general y planifica una ofensiva sobre Teruel para desviar la atención de los sublevados y evitar el acoso sobre Madrid, una de sus obsesiones, cosa que se consiguió tras ocupar la ciudad aragonesa. Por la acción a Rojo se le concedió la máxima distinción militar de la República, la Laureada de Madrid, equivalente a la Laureada de San Fernando en la zona nacional. El éxito duró poco, como era habitual, pues en el contraataque Franco logró recuperar Teruel. Se entró en una fase crítica de la guerra, ya que se abría el camino hacia el Mediterráneo y la posibilidad de romper en dos el territorio controlado hasta entonces por la República, lo que los nacionalistas sublevados consiguieron cuando el 15 de abril de 1938 llegaron a Vinaroz. Eso obligó a Rojo a diseñar una ofensiva en el Ebro con tropas comunistas. Una cabeza de puente en Gandesa y ataques en los flancos. Un nuevo éxito parcial republicano, pues obligó al ejercito franquista a concentrar tropas y utilizar intensamente la artillería y la aviación para detener la ofensiva diseñada por Rojo. De nuevo se impuso la aplastante superioridad militar de los sublevados y las tropas republicanas volvieron a sus posiciones defensivas iniciales, pero consiguió ganar tiempo para recibir nuevo material militar y reorganizar las tropas del Centro-Sur. A pesar de las críticas que recibió la batalla del Ebro, el comunista Lister consideró que había servido para mejorar la situación política y militar de la República, y lo cierto es que consiguió parar en aquel momento el avance de los sublevados hacia Valencia, pero la República ya apenas podía reponer ni tropas ni las fuertes pérdidas de material, y encima las órdenes que emanaban desde el Estado Mayor Central encontraban resistencias para ser cumplidas por las interferencias políticas, una constante en todo el conflicto.

Fue un momento crítico porque dentro de la República, al ir perdiendo terreno, las críticas a Rojo y a Negrín se acentuaron, hasta el punto de que los éxitos iniciales de la ofensiva en el Ebro, fue atribuida en Cataluña a José Asensio, mientras que los comunistas llamaban a este “el general de las derrotas”. Aun así se hablaba de que Asensio sustituiría a Rojo, lo que no se produjo. Al contrario, Rojo planificó nuevas operaciones en Andalucía y Extremadura, para lo que se iba a requerir el empleo de la flota republicana, pero la negativa de Miaja abortó las operaciones, lo que no sirvió para aliviar la lucha en el frente catalán. “La batalla de Cataluña -afirmaría- comenzamos a perderla al suspender la operación sobre Motril”, para lo que había diseñado una brigada de desembarco sobre la población granadina.

Los frentes del Ebro, cuyas defensas también había preparado Rojo para proteger Cataluña, van cayendo. Ahí se cruzan acusaciones entre mandos militares y políticos, ya que los anarquistas habían propuesto una línea Maginot sobre la Ciudad Condal, cosa rechazada, mientras que la falta de suministro bélico facilitará la caída de la capital catalana, el 26 de enero de 1939. De nuevo, Rojo tuvo que asumir todas las críticas por la caída de Barcelona. Franco se dirigía hacia la frontera francesa y Azaña se reúne con Negrín y Rojo en Peralada y éste expuso con rotundidad la gravedad del momento. “Cuando las guerras se pierden -dijo-, se busca la paz por el camino más digno”, pero Azaña le pidió que retirara tal afirmación.

El 9 de febrero de 1939 Rojo pasó a Francia por Le Perthus, con la intención de regresar y seguir organizando la resistencia, indignado por la reclusión en campos de concentración franceses de soldados republicanos que habían entrado dignamente en Francia, en orden y desfilando. No entendía cómo aquellos soldados que hicieron la guerra fueron abandonados por los responsables políticos de la República. El día 11 fue nombrado teniente general, pero renunció. Pudo haberse pasado al lado franquista, pues recibía continuos halagos y propuestas en este sentido, pero se mantuvo fiel, y cuando con Diego Martínez Barrio, sucesor de Azaña, preparaba el regreso a Madrid, el 5 de marzo de 1939, conoce el golpe del coronel Segismundo Casado y la huida de todo gobierno republicano a París. Azaña, Martínez Barrio y Negrín habían cruzado ese mismo día la frontera francesa. El ejército estaba más dividido que nunca y la II República se quedó sin defensas. Aun así, se puso a disposición del general Matallana, que había sido nombrado, tres días antes del golpe de Casado, jefe del Estado Mayor Central. Según el general comunista Antonio Cordón, Rojo le mostró su voluntad de volver a Madrid, “si dicho general y los demás jefes del Centro lo consideraban necesario, para negociar la paz”. Pero en España, el hecho de que Rojo permaneciera en Francia, hizo que los comunistas, que tanto lo apoyaron durante toda la contienda, lo tildaran en ese momento de “traidor”.

Dejaría en notas la evolución de aquel ejército que dirigió, según consta en el Archivo Histórico Militar: “1, revolucionario de horda. 2, miliciano, combatiente político. 3, miliciano encuadrado.  4, soldado, cuando es capaz de gritar Viva España. Y 5, soldado ejemplar, apto para todo sacrificio, defectuosamente armado, encuadrado y mandado”. En definitiva, un ejército sin compacta amalgama que lo hiciera útil frente al poder único del general Franco. Algunas unidades al entrar en combate gritaban ¡Viva la indisciplina!, aun pretendiendo ganar batallas y guerras solo con las creencias de sus ideales y el ánimo voluntarioso del arrojo. Ante esta situación, su nieto el periodista José Andrés Rojo, sostiene que “el ejército republicano no llegó a existir como tal, en ningún momento, con demasiadas divisiones internas y escasez de medios y armas”. “Nunca ocultó, a lo largo del conflicto, su condición de creyente -dice su nieto- y le exasperaba que la propaganda franquista se esforzara en borrar a todos los católicos que habían defendido a la República”.

Su primer exilio fue Francia, pero poco después, en agosto de 1939, llegó a Argentina, con el filósofo José Ortega y Gasset, a bordo del buque Alcántara, y terminó, en 1943, en Bolivia donde fue nombrado general y dio clases en la Escuela Superior de Guerra. Escribió artículos y libros sobre la guerra civil y su propia actuación, tratando de justificarse. Tras varios intentos consiguió volver ya enfermo a España, en 1958, gracias a las gestiones del general Agustín Muñoz Grandes, siendo procesado paradójicamente, como era habitual en los tribunales franquistas, por un delito de rebelión militar y condenado a treinta años de prisión, “por auxilio a la rebelión”, además de interdicción civil e inhabilitación absoluta, pero el indulto parcial por el primer cargo lo libró de ir a la cárcel, aunque hasta su fallecimiento en Madrid, en julio de 1966, se consideraría un muerto civil.

Y aquel hombre que se autodefinió como “católico, patriota y militar” dejó una reflexión, rescatada por su nieto, sobre los hechos tan dramáticos de aquel momento de la historia de España, señalando que “frente a tanta mentira, tenían ante la historia el deber de llevar a ella cuanto sabemos de los hechos buenos y malos de que hayamos sido testigos y autores”. Y en su Ideario que dejó escrito tras la guerra civil para su libro Momento español exponía su pensamiento: “Una soberanía, la del pueblo. Una patria, digna indestructible. Un ideal, justicia-libertad-progreso. Una conducta, verdad-razón-fe. Una moral, popular-cristiana-cívica”. Sus primeros cinco de los veintidós puntos de su pensamiento, para que la sociedad española dejase atrás el horror de aquella guerra fratricida. Pero, aparte de su notable condicionante católico presente en su Ideario, insistía: “Un poder, el del Estado. Una Justicia, popular de igualdad ante la ley. Un gobierno, republicano. Un orden, progresista-renovador-activo-revolucionario”.

La tricolor y Rojo

No hay dudas de la lealtad del general Vicente Rojo a la II República, lo que no quita que fuera crítico con algunas decisiones del elemento político, especialmente la elección de una nueva bandera, dejando claro, en un texto conservado en el Archivo Histórico Nacional, escrito nada más terminar la guerra, y puesto en valor por el conocido jurista Javier Nart, que “el cambio de la bandera hecho por la República constituyó un grave error, ya que el pueblo no anhelaba incorporar a la bandera de España el color morado de Castilla”. En opinión de Vicente Rojo, la enseña tricolor “no nació del pueblo, sino arbitrariamente de una minoría sectaria, con la intención de hacer prevalecer las ideas de la República por encima de las ideas de Nación y Patria”.

La elección de la tricolor, roja-amarilla-morada, como símbolo del nuevo régimen no es un hecho menor en los acontecimientos de abril de 1931, ya que la tricolor solo la usaban algunos partidos republicanos, por lo que, en las alborozadas manifestaciones del 14 de abril en toda España, apenas se enarbolaron unas pocas, tanto por no estar arraigada, “era desconocida para la inmensa mayoría de españoles”, como por la falta de existencias, dándose el caso de que algunos la improvisaron cosiendo una tela morada sobre la franja inferior roja de la bicolor. Es más, la bandera tricolor no se oficializó hasta el 27 de abril de 1931, impuesta por un Decreto del gobierno provisional, ya con la República en rodaje. Lógico que el cambio no fuera unánimemente aceptado y la medida encontrase resistencia, al romper con la enseña nacional tradicional. Rojo advierte en su escrito, una vez caída la II República, que “la cuestión de la bandera es uno de los motivos que estúpidamente divide a los españoles y que tiene su origen en la conducta mezquinamente partidaria de nuestros políticos”, reprochando el cambio “al no responder a una aspiración nacional, ni siquiera popular” y porque “se reemplazaba una bandera nacional por una bandera partidaria y con ello se dividía España”. En su opinión, no solo no era necesaria, sino que el cambio “solo podía producir complicaciones, como así ha sucedido”.

Explica Vicente Rojo en su alegato, que parece que escribió durante su breve exilio en Francia y que, incomprensiblemente, no publicó en la revista Pensamiento Español, la revista que creó durante sus años en Buenos Aires, que “la bandera (rojigualda) que teníamos los españoles no era monárquica, sino nacional, ya que la bandera de los Borbones fue blanca, mientras que la bandera real lo constituía un guion morado. La bandera bicolor (roja-amarilla-roja) fue creada por las Cortes en plena efusión del liberalismo, constitucionalismo y democracia. Se tomaron colores españoles que venía utilizando la Marina de Guerra, de guiones reales de los Reyes Católicos (rojo) y de Carlos I (amarillo), además de ser los colores de Aragón, Cataluña y Valencia”. “El pueblo -sostiene Rojo, como conocedor directo de aquel momento- no anhelaba incorporar a la bandera el color morado de Castilla. No podía anhelarlo porque la masa del pueblo español ignoraba que el morado fuese el color de Castilla”.

También señala que ya en la I República hubo un intento de cambiar la bandera y nombra a Emilio Castelar, último presidente de la I República, que quiso fundir los colores de tres facultades de la Universidad de Barcelona, pero nunca se oficializó ni se popularizó, con lo que la bicolor permaneció como bandera oficial en la breve existencia de aquella primera República. Los dos primeros presidentes, Pi y Margall y Estanislao Figueras, catalanes, y el tercero, el almeriense Nicolás Salmerón, uno de los fundadores y presidente de Solidaridad Catalana, a pesar de su carácter republicano, no vieron necesidad de cambiar la bandera. Es más, Salmerón, muerto en Francia, fue enterrado con la enseña bicolor. Y en esto dice Rojo, “los primeros republicanos fueron más sensatos que los segundos, al no imponer el cambio […] ni inconmovible, ni imperdurable, ni eterna es la bandera tricolor porque no ha nacido del pueblo sino de una minoría sectaria. No crearon, pues, un símbolo nacional que ya estaba creado con ese carácter, sino una lucha partidaria, haciendo prevalecer a las ideas de Nación y Patria las de la República […] Hoy los españoles están divididos en torno a dos banderas, tal es el fruto de aquel error”.

Solo subrayar, para los desconocedores de la historia, que Carlos III estableció, en 1785, el 28 de mayo, la bandera bicolor en la Marina de Guerra, para evitar confusiones en las batallas frente a las banderas de otras marinas. El motivo era que Felipe V, el primer monarca Borbón en España, impuso una bandera blanca que en el centro llevaba su escudo de armas. Este color blanco era el que suscitaba confusiones en los combates navales, ya que no solo era el color de la marina inglesa, sino que todos los reinos de la casa Borbón (Francia, Parma, Nápoles, Toscana y Sicilia) tenían el mismo fondo blanco. Ese era, en realidad, el color de la monarquía borbónica. Carlos III, conocedor del problema, encargó una bandera nueva que se distinguiera en el mar y se organizó un concurso, con doce bocetos, de los que se escogió el actual diseño, siendo desde el principio que la franja central amarilla fuera el doble de ancha que las franjas rojas superior e inferior.

A partir de ahí, la bandera fue adoptada inmediatamente por los Correos Marítimos y en las fortalezas de la costa, en las Juntas de Sanidad de los puertos españoles y por la Real Compañía de Filipinas, con lo que cuando llega la guerra de la Independencia frente a la invasión francesa (1808-1814) la bandera ya era muy popular y estaba aceptada, por lo que rápidamente se normalizó al extenderse a guarniciones y batallones militares. De hecho, cuando se constituye la Milicia Nacional, en 1812, ésta adopta la bandera bicolor. Y es un Real Decreto, del 13 de octubre de 1843, firmado por la reina Isabel II, la que adopta la bicolor como única bandera para todos los ejércitos españoles, constituyéndose oficialmente desde entonces como la bandera de España. De esta forma, la bandera naval se convierte en `nacional´, frente a las antiguas banderas reales. Es lo que Vicente Rojo defendía, pues la bandera bicolor era muy popular, conviviendo con distintos regímenes durante los siglos XIX y XX hasta la llegada de la II República española, que impone la bandera que utilizaban partidariamente algunos grupos políticos republicanos. Y encima el color carmesí o púrpura, identificativos de pendones y emblemas del antiguo Reino de León y Castilla, se los confunden con el morado adoptado por los republicanos.

En definitiva, Rojo cree que España tenía un símbolo nacional en la bandera bicolor que nunca debió cambiarse por símbolos partidistas, como no lo cambiaron, posteriormente, Italia o Grecia, cuando decidieron cambiar de monarquía a república y mantuvieron sus banderas nacionales.

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