En Diario de un seductor, el filósofo danés Soren Kierkegaard (1813-1855) establecía tres estadios a través de los cuales el hombre podría desarrollarse en su plenitud: el estético, el ético y el religioso. Argumentaba que el primero se desarrollaba en plena inmadurez intelectual y que el segundo sólo podía vivirse acorde a una tabla de principios, valores y compromisos vitales de estricta obediencia y seguimiento. El estadio religioso, por su parte, abarcaba todo aquello que lo racional no alcanzaba a comprender y que situaba al hombre y a Dios en planos paralelos de la realidad. Claro que para un furibundo anticristiano como Kierkegaard, que vivió en consonancia con el quehacer estético y con el remordimiento ético, el aporte espiritual era lo de menos, aunque aconsejaba a sus allegados que no perdieran la fe en la fe, aunque ésta se manifestara sólo en lo estético, en decir, bajo las apariencias del qué dirán, y no en lo ético, sujeto a una vida plena de sentido y responsabilidades. Kierkegaard murió joven, con apenas cuarenta y dos años, preso de una fiebre productora de escritos, ensayos y pensamientos que mermarían su quebradiza salud, tras una vida de condena y lujuria, una moral y otra física.

Diario de un seductor cuenta la historia de un Don Juan moderno que se dedica a corromper mujeres con el único objetivo del goce sensual y el placer por el placer. Cordelia, una de sus víctimas, se aflige diariamente ante ese pérfido truhán arrebatacorazones. A través de la seducción, una forma sutil de persuadir donde la mentira se instala como primer elemento de comunicación, el seductor engaña a cientos de mujeres, víctimas de su carpe diem particular. Cordelia no tiene más remedio que entregar su alma y reconocer que el paso de tamaño falsificador de sentimientos por su vida le ha supuesto contemplar ésta desde la tortura espiritual que supone entregar sus llaves a alguien tan alejado de la moral cristiana. Juan, por su parte, sigue ganando adeptas para su causa. Seduce y seduce con el único afán de incrementar la clientela persuadida. Sin reparos éticos, ni ataduras espirituales. Sólo el goce estético, el estadio de la inmadurez.

La obra fue escrita por el autor danés en homenaje a esa novela decimonónica de amores y desengaños y consciente de la oscura realidad social de su época. Casi dos siglos después, se ha instalado en España otro seductor nato, otro encantador de serpientes que utiliza su peculiar retórica para acabar enamorando primero y engañando después, que dice a su interlocutor lo que quiere oír para luego traicionarlo, que nunca asume responsabilidades pues rehúye tamaña carga moral y que sólo vive y disfruta por el goce estético consustancial a su ego político, que le confiere un poder mediático a todas luces ilógico. Este D. Juan del siglo XXI en España habita en tertulias y plataformas televisivas, a las que llegó aclamado y elegido por cierta plebe seducida por su reverencial oratoria. Un hombre sin escrúpulos para el que “donde dije digo, digo Diego” y “el todo vale” se convierten en axiomas de vida permanente. Sin ataduras religiosas, morales ni éticas más allá de su amor por personajes célebres de la historia (Bruto, Fouché, Lampedusa), reduce toda su actividad al mero goce estético, haciendo de la fachada la parte decente de una casa ruinosa.

Ese hombre, ataviado por decenas de máscaras aviesas y ropaje coloquial, sigue el patrón de aquel D. Juan que a todas engañaba, especialmente a Cordelia, vestida de España, que hoy llora bajo sus faldas las mentiras del peligroso seductor. El mago que hace del envoltorio sin contenido su cambalache engañabobos. Dorado por fuera, sin nada por dentro, la dulce melodía que vende este seductor suelto en campaña electoral anestesia a la ciudadanía, encantada de oler el perfume barato fabricado con esencia de ideas. Quien acabe presa de su inagotable encanto, perderá toda libertad e independencia. Él se erige en dueño de nuestro futuro, arquitecto de nuestro camino, presidente de una comunidad fantasma que vota siempre después de aspirar los efluvios de la elocuencia seductora, nunca antes. Pertenece a una élite de peligrosos farsantes. Los que erigen una sociedad sin perspectivas, sin responsabilidades ni principios, sin compromisos e ideas, cómplices de una dictadura, la estética, que rehúye todo componente ético o religioso. De ahí que él, como político, como seductor nato, como amante del trágala y como introductor del relativismo moral que hoy impera entre las mentes de los jóvenes españoles como virus inoculado a golpe de semántica peligrosa, constituya un peligro para la nación y para toda sociedad que se precie. Forma parte de una especie en peligro de extinción pero lo suficientemente preparada como para construir los cimientos de la degeneración social. Hoy muchos le siguen, contaminados por el perfume del cambio a los cielos que embelesa a todo aquel que cree que no tiene nada que perder ni importa las consecuencias de su elección.

Porque ese es el objetivo del seductor: engañar a sus víctimas, acumular cadáveres de insensatos que quedan atrapados por su colosal manipulación. Cuentan que Napoleón admiraba a Maquiavelo de tal forma que superó con creces al autor del El príncipe. Imitó de aquel las tentaciones totalitarias emanadas de una triunfante revolución. Ambos compartían la misma visión de Estado, donde empuñar el látigo del poder se justificaba como escondite de su rostro liberticida. “El éxito justificaba todas las causas”, decía el gran general corso. Como Kierkegaard años después, priorizaba el estadio estético sobre toda vida ética y espiritual. Con su retórica, envenenó de imperialismo media Europa, esclava de conciencias revolucionarias. Hoy, vivimos en el año 2016, y ya hace tiempo que este seductor político patrimonializó el hartazgo manifestado en una plaza para vestirse de corso redentor y tomar otro palacio. Desde entonces, habita en su taller de superchería con el único fin de perpetuar su estatus laboral: el de falsificador de conciencias. Mientras, España llora como Cordelia su desgracia por el hombre que le arrebató su alma a golpe de seducción.

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