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Sensibilidad, conciencia y compromiso

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análisis

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En La Villa de Don Fadrique, mi pueblo, una pequeña población de La Mancha toledana, aprovechando las obras de remodelación de la travesía, el equipo de gobierno formado por PSOE e IU, ha decidido talar 37 grandes árboles centenarios porque los muy díscolos, unos indisciplinados que  llevan un siglo haciendo lo que quieren,  “no cumplen” con las  medidas que figuran en el proyecto. Sí han leído ustedes bien, los árboles, los seres vivos más viejos del pueblo, que ya llevaban allí viviendo cuando los bisabuelos de los actuales gobernantes todavía iban en tacatá, no “encajan” en el proyecto. Cuando la razón, el sentido común e incluso la cordura nos dicen que no son las monumentales acacias las que deben “encajar” en el proyecto, sino que es el proyecto el que debe adecuarse a unos árboles majestuosos que llevan un siglo dando sombra y frescor al pueblo sin recibir otro “cuidado” que algunas podas por parte de operarios no siempre cuidadosos, todo hay que decirlo, con lo que tenían entre manos.

Hay que decir que estos  grandes árboles son una parte importante del patrimonio natural con el que cuenta el pueblo y, no obstante, a los poderes públicos no  les va a temblar el hacha, y van a acabar con ellos sin miramiento alguno porque así lo dice el sacrosanto proyecto firmado nada menos que por un ingeniero, ahí es nada. Esta salvajada, este atropello medioambiental, este sinsentido, esta barbaridad pone de manifiesto dos cosas muy graves. La primera es la nula sensibilidad, conciencia y consciencia por parte de los gobernantes hacia el medio ambiente y la necesidad de su conservación. Además del más absoluto desprecio por su parte hacia  el patrimonio natural del pueblo, un tesoro más valioso todavía por su escasez, que deberían cuidar, proteger y conservar intacto, como es su obligación, para legarlo a las generaciones venideras para que lo disfruten y a su vez lo protejan y conserven tal y como lo reciben. Talar esos gigantes  simplemente porque, según las mediciones del señor ingeniero de caminos, otro ecologista en acción, responsable del proyecto, estorban, es una atrocidad, un disparate, un grave atentado contra el medio ambiente, una tremenda irresponsabilidad, una agresión sin precedentes al patrimonio natural cuyo deber es conservarlo y no destruirlo.

La otra cosa, igualmente muy grave, tanto o más que la actuación de los poderes públicos y su politica de que el mejor árbol es el árbol talado, así aprenderá a estar en su sitio y a no echar las raíces tan someras, es la indiferencia, el desinterés, la, salvo honrosas excepciones, total despreocupación por parte de los vecinos y vecinas hacia este asunto, que consideran algo que no llega ni a insignificante, tan ajeno a sus vidas como Marte o Saturno. Porque, muchos lo creen así, todo lo que está al otro lado de las puertas de sus casas, ya sea animal, vegetal o mineral, es algo que poco o nada tiene que ver con ellos y ellas. Cuando deberían ser conscientes de que todo, las calles, hasta el más recóndito callejón del pueblo, y el mismo pueblo entero con su mobiliario urbano, sus árboles, por supuesto, y demás plantas, también son parte de su casa. Pensar que lo que existe fuera de sus casas no es de su incumbencia, no es su problema, y por lo tanto les trae absolutamente sin cuidado, es algo que podría calificarse como terrorífico. La necesidad de conservar el medio ambiente, y más con la que está cayendo, es algo que nunca se les ha pasado por la cabeza. Se ve que tienen otras cosas más serias e importantes en las que pensar que en estas frivolidades, estas  monsergas de perroflautas, que no tienen otra cosa que hacer que dar por saco con el tema del cambio climático. A pesar de que los medios de comunicación no paran de alertar sobre la emergencia climática que no está por llegar sino que ya está entre nosotros: “España a sufrido tres episodios de temperaturas extremas que han roto los registros por su dureza y extensión. Julio fue el mes más cálido desde 1961. La emergencia climática de la que llevan años alertando los científicos ha tomado forma de verano extremo, también por una falta de lluvias de efectos fatales” dice la portada del diario El País del día 27 de Agosto.  

Cuando me enteré de este despropósito, de este desatino, de esta barbaridad, de esta locura de la tala de las 37 acacias centenarias, escribí unas apresuradas líneas que hice llegar a vecinos y vecinas, amigos, amigas y familiares, por si desconocían semejante noticia. Un amigo colgó el escrito en su página de Facebook para que lo leyera la mayor cantidad de paisanos y paisanas. Algunos vecinos y vecinas, muy pocos, reaccionaron con la misma, primero incredulidad, después indignación, y más tarde enojo y disgusto ante la sentencia de muerte a unos árboles que, como digo en el escrito: han sobrevivido a todo, a sequías extremas, a inundaciones, a veranos abrasadores, como éste que todavía colea, a inviernos polares, e incluso sobrevivieron a una guerra. Pero no van a sobrevivir a la implacable e invencible estupidez humana que aniquila, destruye y extermina sin miramiento alguno hasta lo que de ello dependen sus vidas. Ya habrán oído ustedes muchas veces el popular dicho de Einstein: “Hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y de lo primero no estoy seguro”. Y no dejan de surgir a diario dolorosas muestras y más muestras de esa infinita estupidez que nunca dejará de acompañarnos en nuestra andadura por el planeta, y solo acabará cuando muera el último representante de esta agresiva, dañina y profundamente estúpida especie. 

Lo peor de este triste, penoso y vergonzoso caso, es que de un pueblo como La Villa de Don Fadrique con más de tres mil quinientos habitantes, no fueron más de dos o tres decenas de personas las que se dieron por aludidas y reaccionaron con indignación ante el flagrante atentado medioambiental El resto de la población, prácticamente su totalidad, no mostraron signo de vida alguno. Con su silencio atronador manifestaban que, por ellos, ya podían talar todos los árboles del municipio o prenderles fuego que les daba absolutamente igual.

Uno pensaba que después de padecer en nuestras propias carnes las catastróficas consecuencias del cambio climático, de ver las orejas, y más que las orejas, al lobo, íbamos a adquirir a marchas forzadas la imprescindible conciencia de que hay que cuidar y proteger el medio ambiente por la cuenta que no trae a todos. Pero nada de esto ha ocurrido, y la reacción de la gente ha sido pasar de todo, encerrarse todavía más en sus casas, el virus también ha contribuido a ese enclaustramiento, y olvidar que pertenecemos a una comunidad. Si se pierde ese sentido de pertenencia a una comunidad, si dejamos de vernos por las calles y plazas, y de hablar, de intercambiar información y contrastar puntos de vista, en una palabra, de comunicarnos, quedamos a merced de cualquier ocurrencia de cualquier gobernante, como esta de las talas de árboles porque son viejos, están fuera de sitio y por lo tanto ya no tienen cabida en la nueva y esplendorosa travesía que va a quedar tan bonita y tan preciosa.

El virus nos ha acostumbrado a vivir encerrados y a cambiar de hábitos de vida. Ahora la gente solo sale lo imprescindible y la inmensa mayoría va en coche, casi nadie pasea, para no demorarse mucho en el camino y poder volver a casa lo antes posible. Pero además del virus, otro de los culpables de que la comunidad se haya ido al carajo es la televisión, ese “cíclope” que nos tiene secuestrados como Polifemo a Ulises y los suyos. Ese ente de un solo ojo ha sustituido a la antigua comunidad de vecinos y vecinas. Lo peor es que  ese secuestro ha derivado en una especie de síndrome de Estocolmo: la gente se ha acostumbrado a la televisión y ya no quiere otra cosa. La gente está poseída,  hipnotizada por ella, la necesita como el comer.

Si pudiéramos hacer el experimento de dejar a la gente una semana sin recibir la señal de la televisión, veríamos cómo reaccionaban saliendo a la calle y exigiendo, por las buenas o por las malas, la vuelta de la señal televisiva. Convocarían manifestaciones, concentraciones y demás actos de protesta,  harían todo el ruido posible, rodearían el ayuntamiento, abuchearían a los responsables políticos. Todo lo que no han hecho ahora para salvar a los árboles de la travesía que ya tienen los días contados.

Pero seríamos injustos con la televisión si no reconociéramos su gran labor divulgadora a lo largo de muchas generaciones de españoles y españolas. No podemos olvidar la vida y obra del gran Félix Rodríguez de la Fuente y sus maravillosos y muy aleccionadores documentales que forman parte, y de una manera imborrable, de nuestra memoria y conciencia medioambiental. Aunque por lo que se ve, esa inmensa obra de divulgación, de una calidad excepcional, ha caído en saco roto. O qué decir del gran Comandante Jacques Cousteau y su extraordinaria serie de documentales sobre los mares y océanos, un mundo absolutamente prodigioso que, siendo manchegos, nos cogía un poco a trasmano, y yo creo que por eso mismo lo disfrutábamos más. Gracias a este oceanógrafo francés defensor de los mares y océanos, este señor enjuto con su eterno gorrito rojo, pudimos asomarnos a un mundo lleno de maravillas, y también de amenazas a su supervivencia, que tampoco olvidaremos nunca. O David  Attenborough, el gran divulgador naturalista británico autor de una serie de documentales de una enorme calidad y valor para concienciar de la necesidad de proteger y conservar el medio ambiente. Uno de sus últimos mensajes fue así de contundente: “El futuro de la vida en la Tierra depende de nuestra capacidad para tomar medidas. Muchas personas están haciendo lo que pueden, pero el verdadero éxito solo puede venir si hay un cambio en nuestras sociedades, en nuestra economía y en nuestra política. He sido afortunado en mi vida por ver los mayores espectáculos naturales que el mundo ofrece. Sin duda, tenemos la responsabilidad de dejar para las generaciones futuras un planeta que sea saludable, habitable para todas las especies”.

Pero, por desgracia, parece que todos esos magníficos programas y series de divulgación y concienciación de la necesidad de cuidar el medio ambiente los hemos cagado enteros. No hemos sido capaces de retener casi nada de sus sabias enseñanzas, sus recomendaciones, sus mensajes y advertencias de las muy graves consecuencias que podían acarrearnos nuestra insensata querencia por ir contra las sencillas reglas del sentido común, 

Ni el mismísimo Rodríguez de la Fuente, ni Costeau, ni Attenborough, por mencionar a los más conocidos, aunque no son los únicos, han sido capaces de transmitirnos, y mira que eran buenos comunicadores, pero igual es que somos inmunes a cualquier enseñanza, a cualquier consejo y recomendación, a cualquier intento de inculcarnos la necesidad de  amar a la naturaleza, defenderla y protegerla. A estas alturas de siglo y con la emergencia climática ya entre nosotros, parece imposible que todavía no nos haya entrado en la mollera que formamos parte de la naturaleza, que el mal que se le hace nos lo hacemos a nosotros mismos, que  vamos a correr la misma suerte que ella, porque nosotros no tenemos a la naturaleza, es la naturaleza la que nos tiene a nosotros, vivimos de ella y por ella.

Más de una vez, algunos y algunas nos hemos preguntado qué podemos hacer nosotros, simples e insignificantes peatones de la Historia, humildes hormigas, ante esta devastadora amenaza para la especie humana. Pronto nos convencemos de que nada podemos hacer para cambiar el curso de esta desastrosa deriva. O quizás sí podamos hacer algo, aunque sea meramente simbólico, como es salvar a esas 37 acacias centenarias.  Al menos tendríamos la pequeña satisfacción de que, en la medida que hemos podido, hemos contribuido a la defensa del medio ambiente. A la defensa de nosotros mismos.

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