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El semáforo de Vía Augusta

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análisis

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Nueve y cuarenta y cinco de la mañana. Entro en los pisos tutelados de Vía Augusta. Saludo a Marta. “Buenos Días”. Cojo el ascensor, pico el tercer piso y me acerco hasta la puerta donde vive Marcos.

Como de costumbre escucho el volumen de la música a toda castaña, y después de llamar unas 3 veces, y sin recibir ninguna respuesta, decido sentarme en una de las sillas de ruedas eléctricas que hay justo en frente de su puerta.

Hoy estoy un poco cansada por que no pude conseguir asiento en el tren de venida.
Enciendo el móvil y me encuentro un mensaje de él, que dice: “WC”. Le contesto: “Ok,jajajaja”.

Y así en cuestión de 4 o 5 minutos, le veo asomar la cara por la rendija de la puerta, sentado en su silla de ruedas, a ese ritmo tan suyo que a uno le hace pensar que todos vivimos demasiado rápido.

Nos miramos, nos reímos… Siempre nos saludamos primero con la mirada. Su dificultad para hablar nos hace mas fácil la comunicación no verbal.

Nos reímos del volumen de la música, de la anécdota del baño, de que todavía no se pudo lavar la cara…. y con un gesto con su cabeza me invita a pasar hacia el interior.
Me señala con el dedo el sofá, para que me siente como cada mañana y así informarme de cual va a ser el plan para hoy. Veo que hace el esfuerzo consciente de tragar, para mejorar así su pronunciación, y con una pasmosa organización me informa de todo lo que ha pensado: “Doblar la ropa. Bajar abajo andando hasta el banco de la esquina (donde deberá descansar). Mientras él me espera sentado, yo subiré a por su silla de ruedas para poder así cruzar la ancha avenida de la Vía Augusta y llegar de este modo hasta la farmacia. (Y seguidamente me dice todo lo que tenemos que comprar en ella).”.

A veces me cuesta un poco entenderle, pero en su mente nunca se le pierde ni un solo detalle. Lo tiene todo preparadísimo y al milímetro…

Sin embargo por mis adentros pienso… “Bien bien, vamos. Ya te cambiaré yo el plan por el camino, y haremos lo que yo te diga….”

Así es que después de doblar la ropa entre los dos, y a pesar de sus quejas por la dificultad que eso le conlleva (su daño cerebral le impide realizar algunas de las funciones básicas ejecutivas con soltura y normalidad), nos ponemos la chaqueta, el gorro y la mochila, y con su muleta en mano, que le ayuda a andar a pesar de tener su medio cuerpo izquierdo paralizado, nos dirigimos hacia la calle.

Siempre le cronometro los recorridos. Mi objetivo es mejorar sus marcas día a día….
Inicialmente tardábamos unos 35 minutos hasta el banco que hay justo delante del edificio, y esta vez lo hicimos en 16. (Recorrido que en circunstancias normales, y a una marcha acompasada, se hace en unos 3 o 4 minutos).

Antes de sentarse en el banco le digo a modo de reto.

– Marcos, te atreves a cruzar la Vía Augusta andando… ?

A ambos nos gustan las emociones fuertes y los retos imposibles, ya que sabemos que los 30 segundos que dura ese semáforo son rotundamente insuficientes para llegar hasta el otro lado. Pero en esos arrebatos de rebeldía me digo… “Que carai… que se esperen los coches y que se trabajen la paciencia y la empatía. Tu y yo vamos a cruzar esta calle andando”. Y contra todo pronóstico escucho un: “Vale”.

Mientras nos preparábamos para tal locura, el corazón me empezó a latir muy fuerte. Por un momento pensé si no estaríamos poniéndonos en peligro, o asumiendo un riesgo demasiado elevado, pero su determinación me animó a seguir adelante y mientras apoyaba su espalda en mi pecho para prepararse para la carrera, ambos respiramos hondo, guardamos unos segundos de tenso silencio, y nos mentalizamos para empezar en cuanto el color verde asomara por la “pantallita”.

Sabíamos que íbamos a necesitar por lo menos 3 rondas de verde- rojo, verde-rojo, verde-rojo, y que era una auténtica bestialidad lo que íbamos a intentar.

Pero a pesar de ello… Dijimos… “Adelante”.

En ese momento se pone el semáforo en verde y en un “Vamos”, veo como arranca su marcha, como nunca lo había visto antes.

En cuestión de unos 20 segundos, ya estábamos a la mitad de la avenida y no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Lo estábamos consiguiendo y no lograba entender el “como”.

Viendo que íbamos a llegar justitos, levanto la mano en dirección a los coches que esperaban a nuestra derecha, y con una sonrisa les pido con amabilidad que se esperen. El semáforo se pone en rojo, pero solamente nos faltaban 4 o 5 pasos para llegar al otro lado.

“Cinco, cuatro, tres, dos, uno….”, y objetivo conseguido….

En ese momento, explosioné de alegría…

No me podía creer la hazaña que acabábamos, mejor dicho, que acababa Marcos de conseguir. Y mas viniendo de alguien que tarda unos 5 minutos en recorrer esa misma distancia en circunstancias normales. Por un momento me pregunté: “¿Habrá funcionado mi teoría de que la emoción le activaría la adrenalina, y ésta el cerebro?”.

Pues por lo visto… así fue.

En ese instante… le miré fijamente le pegué un abrazo (que creo que le molestó un poco, por su altivo orgullo masculino ), y después de felicitarle, de felicitarme y de felicitarnos mutuamente, miré por el rabillo del ojo y vi a un hombre de avanzada edad observándonos. Pasmado, parado, patidifuso y con una sonrisa pegada en su rostro que no sabría muy bien como definir.

En un gesto de correspondida amabilidad, agaché un poco mi cabeza, y también le sonreí.

Ambos supimos que lo que acababa de suceder era algo “GROSO”. Algo que a uno le acelera el corazón, precisamente por la grandeza y la belleza, de las cosas mas sencillas.

Tuve la sensación de que ese hombre halló en nuestro gesto, la delicada victoria de los pequeños triunfos. Se percató de lo fácil que es convertir el dolor en alegría, con algo tan insignificante como cruzar el semáforo de una gran avenida . Y a través de su mirada, pude verme y vernos mejor. La complicidad de dos personas formando un equipo absolutamente sincronizado. Unos conductores, pacientes a pesar de las prisas, pendientes del esfuerzo y dispuestos a demorarse 5 minutos mas. Taxistas sonriendo, y animándonos con su mirada. Y finalmente unos transeuntes de avanzada edad, seguramente jubilados, con esa mirada tan despierta que solo la vejez otorga, celebrando con su sonrisa, algo tan hermoso.

Por un momento, me pareció percibir las infinitas cuerdas invisibles que nos unen a todos entre si. Y noté la harmonía que el ser humano es capaz de generar a través del esfuerzo, de la firme voluntad, de la solidaridad entre nosotros y de la empatía que tanta falta nos hace.

En ese momento pensé. Es tan fácil ser FELIZ.

El día que cruzamos andando la Vía Augusta, quedará grabado para siempre en nuestras memorias. En la de Marcos y Maria.

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