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Sánchez y Azaña: vidas paralelas frente el problema catalán

El líder socialista se enfrenta al mismo problema irresoluble que el presidente de la Segunda República, que pasó del optimismo al desencanto

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análisis

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Azaña pasó de ser el mayor impulsor de la autonomía de Cataluña a caer en una visión pesimista y desencantada del problema catalán. Está por ver cuál será la evolución que sigue Pedro Sánchez cuando esté metido en harinas en este conflicto secular. El presidente del Gobierno se acaba de adentrar en un laberinto intrincado y desconocido. Cómo y cuándo saldrá es algo que nadie puede saber a día de hoy.

Muchos son los historiadores que estos días trazan un paralelismo entre Manuel Azaña y el actual jefe del Ejecutivo de coalición. En marzo de 1930, un año antes de proclamarse la Segunda República, el estadista de Alcalá de Henares visitó Barcelona para participar en una comida entre políticos catalanes y del resto de España. Allí expuso sus ideas sobre lo que consideraba debía ser Cataluña. Declaró que su admiración por aquellas tierras le venía de lejos, ya que le cautivaban el “civismo fervoroso” y “la cohesión nacional” de su sociedad, y elogió la voluntad firme de los catalanes de alcanzar “la plenitud de la vida colectiva”. Incluso llegó a admitir que poco a poco iba tomando conciencia de lo que significaba el sentimiento nacionalista, al que incluso sentía “como propio” después de haber interiorizado su “emoción”. Lógicamente, en aquel momento era bisoño y virgen en asuntos independentistas, por decirlo de alguna manera directa, y no podía imaginar lo que se le venía encima.

Muchas de las frases y sentencias de aquel Azaña optimista con la posibilidad de lograr el ansiado encaje de Cataluña en el Estado español sobrevolaron el Teatro del Liceu en el histórico discurso que pronunció Sánchez el pasado lunes. Ideas como respeto a los lazos culturales, espirituales, históricos y económicos; “unión libre entre iguales”; respeto a la lengua catalana; diálogo y entendimiento; y hermosas palabras de amor y amistad se encuentran, de forma casi calcadas, en las intervenciones de uno y otro personaje, aunque hayan transcurrido más de noventa años. Solo hay una gran diferencia entre ambos iconos. Azaña dejó abierta la posibilidad de que los catalanes pudieran salir de España algún día, mientras que Pedro Sánchez jamás se ha atrevido a cruzar ese Rubicón.

“Si en algún momento dominara en Cataluña otra voluntad y resolviera remar sola en su navío, sería justo permitirlo y nuestro deber consistiría en dejaros en paz, y si esto sucediera os desearíamos buena suerte hasta que cicatrizara la herida”, prometió Azaña ante su entregado auditorio catalanista. Nada que ver con el Azaña posterior que tomó conciencia, con desesperación, de cómo el problema al que se enfrentaba era prácticamente irresoluble y solo le quedaba “conllevarlo”, como decía Ortega y Gasset. Casi al final de su mandato, el presidente de la República llegó a echar en cara a los nacionalistas sus excesos y alegrías a la hora de saltarse el ordenamiento jurídico republicano en vigor. “Asaltaron la frontera, las aduanas, el Banco de España, Montjuic, los cuarteles, el parque, la Telefónica, la Campsa, el puerto, las minas de potasa, crearon la consejería de Defensa, se pusieron a dirigir su guerra que fue un modo de impedirla, quisieron conquistar Aragón, decretaron la insensata expedición a Baleares para construir la gran Cataluña de Prat de la Riba…”

Azaña, Sánchez y la rebelión

En un arrebato de impotencia, Azaña incluso llegó a acusar a Companys de haber caído “en franca rebelión e insubordinación, y si no ha tomado las armas para hacer la guerra al Estado será o porque no las tiene o por falta de decisión o por ambas cosas, pero no por falta de ganas”. Sustitúyanse las instituciones pisoteadas de entonces por la hoja de ruta del procés, la transgresión del reglamento del Parlament, de la Constitución y del Estatut y el desvío de caudales públicos para la causa de la República Catalana de Puigdemont y constataremos que, pese a que creíamos que nuestra actual democracia había zanjado la cuestión gracias al Estado de las Autonomías, poco o nada hemos avanzado desde aquellos convulsos años 30 del pasado siglo.

Pedro Sánchez está empezando a caminar ahora por la misma senda tortuosa que ya transitó Azaña en su día. Los indultos a Junqueras y los suyos no son más que la puerta de entrada a una nueva fase del conflicto (una nueva pantalla, como dicen ahora los modernos). Todo son buenas palabras, promesas de esperanza, mano tendida. Hasta el Financial Times ha avalado el plan Sánchez, un contraprocés, como “un intento encomiable de abrir un camino a la reconciliación y a la coexistencia dentro de Cataluña y entre esa región del noreste y el resto de España”. El influyente medio califica los indultos de “movimiento audaz” por parte del jefe del Ejecutivo español, pero recuerda que la medida de gracia cuenta con el rechazo de la oposición de derechas, de la judicatura y hasta de algunos barones del partido socialista. Del Ejército no dicen nada los editorialistas del Financial, pero por razones obvias se sobreentiende que también está en contra.

Las mismas fuerzas oscuras a las que se enfrentó don Manuel en tiempos de la Segunda República están aquí otra vez para garantizar que la historia vuelve a repetirse, es decir, para asegurarse de que todo seguirá estando atado y bien atado en Cataluña por los siglos de los siglos. El discurso en el Liceu de Sánchez es un nuevo intento por reconciliar a dos cónyuges que hace tiempo viven separados de hecho. La desconexión de los catalanes con el resto de España no solo es institucional (a fecha de hoy coexisten dos administraciones paralelas y enfrentadas en un absurdo disparate que impide cualquier tipo de avance social) sino también emocional y sentimental, quizá la peor de todas las fracturas.

Hoy, cuatro años después del 1-O, la brecha continúa agrandándose, ya que con sus mesas petitorias contra los indultos y su discurso del enfrentamiento Pablo Casado se ha convertido en una máquina de fabricar independentistas todavía más eficaz de lo que lo fue en su día Mariano Rajoy. Sin duda, el Gobierno ha tomado la mejor decisión al ser magnánimo con los encarcelados por sedición. Si queda alguna posibilidad de salvar ese fracasado matrimonio entre España y Cataluña, aunque sea remota, pasa necesariamente por recuperar el espíritu de concordia y convivencia mediante el perdón.

Pero no debemos engañarnos. El independentismo va a seguir trabajando por la independencia y no parará hasta conseguirla. La mesa de negociación se antoja un sudoku imposible (Sánchez no puede aceptar un referéndum de autodeterminación porque estaría prevaricando mientras que los soberanistas no tragarán con más estado autonómico agotado) de modo que queda poco margen para la esperanza. No obstante, Sánchez ha hecho lo que tenía que hacer. Y pasará a la historia como un auténtico estadista que se arriesga a perderlo todo por una buena causa y porque, qué demonios, merece la pena intentarlo. A Sánchez se le empieza a poner cara de Azaña. Confiemos en que no termine como él, solo y exiliado en el Hotel du Midi.

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