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Recapitulación (2 de 2)

Silvano Baztán Guindo
Silvano Baztán Guindohttp://silvanobaztan.com
Además de estar licenciado y doctorado en Medicina, tras diversas formaciones que me dieron una visión multidisciplinar del ser humano, actualmente dedico mi atención a lo que llamo (de forma resumida) Medicina Psicosomática.
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análisis

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En el primer capítulo de esta miniserie de dos me fijé en las opiniones fundadas del epidemiólogo John Ioannidis a comienzos del proceso pandémico, emitidas a contracorriente de las posturas oficiales.

En esta segunda y última parte voy a utilizar un texto que se publicó en línea desde la editorial de la Universidad de Cambridge el 12 de agosto de este año. Su título es muy pedagógico: “Lecciones de Salud Pública aprendidas de los sesgos de sobreestimación de la mortalidad por coronavirus.”

Pues sí, todos (yo el primero), a lo largo de estos años de escenario pandémico, hemos tenido la oportunidad de aprender un montón sobre biología-virología, epidemiología, bioestadística, vacunología, medicina interna… ¡Vamos, un máster acelerado, donde los haya!

También ha habido oportunidad de ver o leer cómo personas que no tienen ni idea de ninguna de estas disciplinas se han aventurado a afirmar “a pie juntillas” cosas que todo el mundo repetía porque “los que saben o los que mandan” lo decían sin parar.

Letalidad, mortalidad, prevalencia, incidencia han sido conceptos muy mentados… y, como vamos a ver a continuación, con utilizaciones no siempre adecuadas.

Un ejemplo: el 11 de marzo de 2020, hubo una comparecencia en el Congreso de los EE.UU. en la que se informó a los allí presentes que la mortalidad por Coronavirus era 10 veces superior a la mortalidad por la influenza estacional.

La fuente oficial que dio esos datos era nada más y nada menos que el Instituto Nacional de Alergias y enfermedades Infecciosas (NIAID), comandado entonces (y ahora mismo) por el ínclito Anthony Fauci.

El caso es que en aquel entonces, entre los CDC, el NIAID y la OMS armaron un pequeño follón de interferencias y confusiones entre varias definiciones estadísticas respecto a mortalidad.

Se mezclaron los siguientes conceptos:

  • la tasa de mortalidad, definida por los CDC como las muertes en un tiempo concreto respecto a una población definida. Suele ser cuantificada como X muertos por millón o por 100.000 o por 1.000 habitantes y año.
  • La tasa de letalidad (CFR), definida como la proporción de muertes entre los casos confirmados de una enfermedad concreta.
  • La tasa de letalidad por infección (IFR), definida como la proporción de muertes en relación con la prevalencia de infecciones dentro de una población. Este concepto se introdujo en las guías de los CDC en julio de 2020, posterior a esa presentación a la que me he referido en el Congreso norteamericano.

Al mezclar esos conceptos, se dio una información falsa de que la mortalidad provocada por el coronavirus era 10 veces mayor que la de la influenza estacional. En cambio, cuando se compararon los datos de conceptos similares entre las dos patologías, se vio lo siguiente:

  • Las cifras de mortalidad de la influenza estacional que los NIAID estaban manejando en el Congreso y que ya el 28 de febrero de 2020 publicaron en un editorial de la prestigiosa revista NEJM no eran CFR sino IFR.
  • El editorial del NEJM publicó incorrectamente que el 0’1% era la tasa aproximada de letalidad de la influencia estacional.
  • La OMS informó que ese 0’1% o menos era la tasa aproximada de letalidad por infección de influenza (IFR).

Así que se comparó en el Congreso norteamericano una tasa CFR ajustada de la mortalidad producida por coronavirus de un 1% con una IFR de 0’1% en la influenza estacional.

La consecuencia de este pequeño lío, que no debió suceder, es que ante semejante diferencia de x10 veces mortalidad, se tomaron unas medidas excesivamente radicales desde el poder político: confinamiento, mascarillas, distanciamiento social…

Este ejemplo que he mostrado suele ser identificado y catalogado como un “sesgo”, concepto epidemiológico que atribuye una serie de datos estadísticos a errores diversos. Existen infinidad de sesgos. En este caso se identifica un sesgo de muestreo, de determinación o de clasificación errónea.

Este tipo de sesgos llevan consigo grandes imprecisiones; o sea, como se dice en mi tierra, comparar “churras con merinas” tiene como consecuencia subestimaciones o sobreestimaciones a la hora de contemplar el riesgo de mortalidad en una enfermedad.

Si a este lío de cifras le unimos la imprecisión de las pruebas PCR como elementos falsamente diagnósticos de la Covid- 19… el lío aumenta por momentos.

Todavía sigo leyendo trabajos que se dicen de investigación en los que la PCR la colocan como el “gold standard” (la prueba de oro) del diagnóstico de Covid-19. Una prueba que con los umbrales utilizados daban falsos positivos “como churros”. Una prueba que tampoco podía diferenciar si los restos víricos encontrados estaban o no activos…

¡¡Apaga y vámonos!!

En este escenario apareció el Dr. Ioannidis con su escrito “Un fiasco en ciernes” intentando poner sentido común. ¡¡Ja, ja!! Las críticas fueron casi unánimes.

También aparecieron en escena el trío de la “Declaración de Great Barrington”. Otros tres científicos reconocidos, situados en universidades de prestigio internacional, que intentaron poner cordura en el sinsentido que se vivía desde las medidas de contención políticas que estaban destruyendo tejido social a marchas forzadas.

Si la bajada en la mortalidad tras las medidas tomadas fueran realmente consecuencia no de las medidas sino de la sobreestimación de las cifras iniciales de mortalidad, la creencia que nos introdujeron en nuestras mentes de que fueron las medidas de seguridad lo que trajo ese alivio en la mortalidad… sería, como se afirma en el artículo que estoy comentando, una “falacia post hoc”. O sea, puede haber coincidencia temporal entre los fenómenos pero no causalidad.

Al carecer de pruebas confiables a la hora de cuantificar casos reales, los modelos estadísticos que se organizaron fueron más unas “pedradas mentales” basadas en suposiciones especulativas y no en datos fiables, contrastados.

No quiero ni acordarme de las predicciones basadas en los cálculos del Imperial College del inefable Neil Ferguson.

Aquel personaje, también epidemiólogo, que metió miedo en vena a todo el mundo con sus predicciones apocalípticas, que fue mentor de las medidas draconianas impuestas en todo el mundo para evitar la masacre por el dichoso virus… y que se le pilló “in fraganti” escapándose del confinamiento para visitar a su pareja.

¡¡Sin palabras!!

Se han identificado un montón de efectos adversos producidos por las medidas restrictivas que tomaron los diversos gobiernos: ansiedad, ira, miedos diversos, estrés postraumático, pérdidas económicas, tendencias suicidas.

El 8 de junio de 2020 se publicó una estadística en la que se identificaba el miedo a contraer coronavirus en el 51% de los canadienses y el el 56% de los estadounidenses. Ya me habría gustado saber qué proporción de españolitos de a pie estaba carcomido por ese mismo miedo al bicho.

Los niveles exagerados de miedo fueron impulsados por la cobertura sensacionalista de los medios durante todo el proceso pandémico. A la par, no se evaluaron los costos que podían conllevar esas medidas tan irracionales que pretendían mitigar la transmisión del coronavirus.

El miedo a la infección impidió que las personas con enfermedades variopintas, a menudo con necesidad de controles periódicos y también en muchos casos enfermedades graves, acudieran a los hospitales y demás servicios de atención médica. Consecuencia directa: una falta considerable de atención médica a la población necesitada de ella.

En España, como en otros países, se cerró “a cal y canto” la atención primaria de forma presencial, abriendo posibilidades de contactar, cuando se podía, a través del teléfono. Todo un desastre organizativo que todavía no se ha cuantificado en vidas perdidas y sufrimiento humano.

Todo por el miedo al contagio. ¿Cuándo antes se ha visto que un médico tenga miedo de atender a personas? ¿A dónde hemos llegado?

Para quien quiera darse cuenta de lo ocurrido y sacar enseñanzas de ello (y esto va dirigido a quienes construyen las políticas de salud pública), debería estar claro que la ética de las campañas de salud pública no se debe basar en fomentar miedo en la población (como se ha hecho escandalosamente).

Como dice el artículo al que me estoy refiriendo a lo largo de este texto:

“La difusión de información de salud vital al público debe utilizar mensajes emocionalmente persuasivos pero sin explotar ni alentar reacciones exageradas basadas en el miedo.”

“Las personas deben tener derecho a la divulgación completa de toda la información pertinente a los impactos adversos de las medidas de mitigación durante una pandemia, incluida la información sobre cuestiones legales y constitucionales de derechos humanos, y se debe garantizar al público una voz en un proceso transparente a medida que las autoridades establecen la política de salud pública.”

Creo que queda muy claro el mensaje de lo que se debe hacer por parte de las instituciones públicas, que deben velar por el bienestar de la población… y lo que no podemos consentir como

población cuando las instituciones, por el motivo que fuere, alteran el rumbo de lo que deberían hacer.

Los cierres forzados aumentaron la violencia doméstica, cerraron negocios y escuelas, despidieron trabajadores, restringieron los viajes, afectaron los mercados de capital, amenazaron la seguridad de las familias de bajos ingresos y cargaron a los gobiernos con una deuda masiva.

Todo esto… ¿por el bienestar de quién? ¿de la población a la que sirven?

Continúa:

Si se permite que el miedo se intensifique rápidamente (como lo han hecho tan certeramente como siguiendo un manual), puede causar una respuesta hiperactiva que produce daños colaterales gravemente perniciosos para la sociedad.

Los planes de estudios educativos deben incluir métodos básicos de investigación para enseñar a las personas cómo ser mejores consumidores de información de salud pública.

Lo que estamos viendo ahora, en cambio, es que organizaciones aparentemente filantrópicas (léase Fundación Rockefeller, la Fundación Nacional de Ciencias, la Social Science Research Council y otras) están sembrando de millones proyectos como el Proyecto Mercurio, en este último noviembre de 2021, con el lema de “Juntos, podemos construir un entorno de información más saludable”.

Este Proyecto Mercurio está basado realmente en pura propaganda, destinada a empujar a los no inoculados a que se dejen inocular. El objetivo del proyecto es crear un cambio de comportamiento, y para ello se dirigen a escolares y grupos socioeconómicos específicos.

Nada de esto es conspiranoia, es la más absoluta de las realidades. ¿Cuál es el objetivo último? Ahí sí que podemos entrar en terreno conspiranoico, dado que no sabemos exactamente, con pelos y señales, cuál es… pero, visto lo visto y lo que van construyendo hacia adelante, no hace falta mucha imaginación para trazar un bosquejo aproximado del plan.

El artículo al que me he referido repetidamente en este texto acaba con un famoso aforismo del poeta filósofo George Santayana: “Aquéllos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”.

Esperemos no repetir los fallos.

¡¡Atención!! ¡¡Despertad!!… ¡¡Ya!! Salud para ti y los tuyos.

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