Foto. ARMH

No pasarán. Ese fue el lema de la resistencia numantina de la República en Madrid cuando las fuerzas del general Franco asediaban una ciudad que, frente a la lógica militar, ponía el coraje y la pasión de quienes no querían ver morir el sueño de una democracia nacida al abrigo de los sueños de poetas, escritoras y políticos que deseaban construir una España diferente, de progreso y bienestar.

Una España trucada por la bota militar de una guerra civil cainita y bárbara de la que hoy aún las cunetas de España son testigos mudos de la muerte y del disparo, de los huesos carcomidos por un tiempo inexacto en donde la justicia parece haberse detenido en esa suerte gratuita de incoherencia que sitúa a nuestro país entro uno de los pocos en donde los muertas y las muertas del bando vencido siguen esperando a ser rescatados del anonimato de la tierra yerma.  Son muchos los Lorca  y las Julia Conesa que piden hoy no ser borrados de la historia  para ser ejemplo de lo que nunca más se debe volver a repetir.

Pero hoy, ochenta años después,  la memoria borrada parece ser la mejor receta que muchos quieren dar a las nuevas generaciones de una España en donde el recuerdo de la guerra civil, de la represión y el exilio parece desdibujado, olvidado como los muertos de las cunetas y enterrados en el rincón inhóspito de una democracia maniatada por los pactos de la transición democrática, acuerdos entonces necesarios pero hoy superados en algo tan fundamental como la memoria histórica, esa que debe acompañar necesariamente a los pueblos y a la educación de quienes conforman las sociedades, esa que debe servir a mayores y jóvenes como elementos configuradores de la voluntad colectiva de una sociedad que debe no olvidar jamás lo que pasó y cómo pasó.

Y es que hoy, ochenta años después, es tiempo de dar dignidad, de sembrar la justicia en los campos de un país que debe recordar y enseñar los lugares de la memoria colectiva de un pueblo y hacerlo además desde la normalidad y la aceptación de una historia real y común que configuró nuestro país. Debe ser este el acuerdo y el consenso al que deberían aspirar las fuerzas políticas y sociales para la construcción de una hoja de la ruta de la memoria, objetiva y sin revanchismos que parta de la aplicación de la Ley de Memoria Histórica y que además haga de la educación en los centros escolares motor del recuerdo enseñando lo que pasó, cómo pasó y por qué pasó.

En definitiva, los pueblos que no recuerdan su historia están condenados a repetirla. Sólo desde la dignidad y la justicia podremos asegurar que la sinrazón, el odio y el totalitarismo no venzan a la democracia y la tolerancia, y que el “no pasarán” sea eterno frente a la oscuridad de quienes claman hoy nuevos frentismos y odios entre diferentes.

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