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No es necesario esperar para empezar, ni triunfar para continuar

Guillem d'Orange

Joan Martí
Joan Martí
Licenciado en filosofía por la Universidad de Barcelona.
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análisis

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«Tal era el sueño: no una igualdad que permitiese dormir perezosamente, como duerme el embrión en el seno de la madre, sino la libertad de comprometerse en la vida en igualdad con todos los hombres, y de defender, de conservar esa igualdad, mediante el ejercicio del valor personal, de la honradez en el trabajo y de la mutua responsabilidad…” Comentaba Faulkner en relación a su país Estados Unidos. Tal era el sueño para este país en el inicio de la transición política hace cuarenta años. ¿Quizás si?

Para avanzar como grupo humano necesitamos compartir unos determinados conceptos, unos determinados acuerdos sobre como es el mundo que nos rodea.

El problema surge al constatar que hay todo un sistema de creencias que están arraigadas, gravadas en el cerebro emocional y que estas creencias gravadas en el cerebro emocional son aquellas que no permiten realmente estar de acuerdo y compartir una misma realidad del mundo. Por más estudios empíricos que se muestren no es posible modifica una creencia.

Estas creencias arraigadas que ahora parecen evidentes empezaron hace tiempo por determinados intereses que, los cuales, olvidamos su origen. Lo que viene dado, ya lleva incorporado un interés. Después nosotros podemos acrecentar este interés o cambiar su orientación, pero ya viene con lo puesto. Sí que es cierto que el terreno intelectual y el emocional no van separados sino que se influyen mutuamente y el hecho de desear una cosa favorece creerla.

Esto nos lleva a que debemos plantear la forma rigurosa de analizar el fenómeno de la injusticia. Porque no es evidente, que el plantea­miento platónico de que una vez definamos la justicia sabremos por deducción lo que es la injusticia. Porque si el intento de decir lo que es la justicia es necesaria­mente racional y abstracto, la experiencia de la injusticia es inmediata, directa y emocional.

¿Cómo? Defendiendo los derechos humanos en nombre de la ne­cesidad de reaccionar contra lo insoporta­ble. La necesidad de resistirse a la injusticia sin necesidad de defi­nir lo que es la justicia. No son las leyes ni las normas las que evitarán la injusticia, aun­que evidentemente son necesarias. Pero para desarrollar un análisis en profundi­dad de las raíces y de los rostros de la injusticia hay que hacer un análisis más complejo. Hay que abordar las institucio­nes y las actitudes y las conductas huma­nas, no solamente las leyes. Y no hay que olvidar que un país puede discriminar laboralmente, racialmente o sexualmente incluso si sus leyes son igualitarias. Hay una diferencia clara cuando tratamos la injusticia entre lo que es subjetivo (acti­tudes, sentimientos) y lo que es objetivo (normas, instituciones), pero ambos están entrelazados y no podemos tampoco separarlos.

Hay que insistir en la necesidad de contemplar las pasiones humanas y ver la democracia como un escenario para resolver los conflictos sin negarlos ni plantearse la eliminación del contrario. Y para ello es necesaria una ciudadanía movilizada (no entregada a lo privado) que aspira a algo más que a evitar la injusticia y es hacer un mundo mejor. Faulkner añade a lo que es su propósito real: simple y sencillamente decirnos que el hombre prevalece, más allá de la muerte, el dolor y la catástrofe, y que si con él prevalecen su estupidez, su odio y su rapiñas, también persisten los viejos y magníficos deseos del corazón.

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