A veces la trama de una pelicula, libro u obra de teatro -de cualquier material narrativo, vamos-, cae en casualidades demasiado obvias y sus personajes aparecen envueltos en unas situaciones y anécdotas tan caprichosas que los espectadores resoplamos: «eso no hay quien se lo crea», etc. Pero algo pretenden dichas casualidades al menos: que el argumento avance a toda costa. Aunque en el supuesto guión de la vida real la cosa no suele estar tan clara: las casualidades apenas hacen avanzar nada, excepto nuestro estupor. Los hay que califican dichas casualidades de azar, otros de destino. Yo, de desatino en ciertas ocasiones, como habrán de comprobar más adelante. Los más sofisticados, de «imantación».

La primera vez que oí ese término fue gracias a Paco Clavel. Yo trabajaba en una librería del centro y, en un momento dado, no me pregunten, me dediqué a charlar con una compañera de la sección Narrativa acerca del creador del cutrelux. ¿Y quién apareció en ese mismo instante por la puerta?… El mismo que viste y calza. Quien antes jamás se había dejado caer por allí. No cabía duda: vestía y calzaba con su estilo habitual (imposible confundirle con ningún otro ser humano del planeta).

Entonces mi compañera exclamó entusiasmada: «¡Imantación!». Dícese de la acción de atraer hacía tí aquello en lo que has pensado, sea lo que sea. No es necesariamente una corazonada, sino un reclamo mental indirecto (el célebre RMI; que, por cierto, me acabo de inventar). Puede ser prácticamente cualquier cosa, y que responda al menor entramado cósmico. O guionístico, tal y como en el cine. Creo que a todos nos ha pasado alguna vez, aunque solo muy ocasionalmente supone un entrecruzamiento delicioso entre la realidad y la ficción. Me explico.

En una ocasión escuché a mi amiga Clara comentarme que había trabajado en la película «Remando al viento» de Gonzalo Suárez. Entre otras labores, tocaba a la puerta del camerino de Hugh Grant cada mañana. Le pregunté si también llamaba al camerino de Elisabeth Hurley -pronto serían pareja-, pero no hacía especial falta: Grant y Hurley compartían el camerino del primero a escondidas, y no precisamente para repasar sus diálogos. De ahí su constante retraso en el set de rodaje.

Bien, hasta aquí, y salvando ese pequeño chascarrillo, todo es muy normal. Dos semanas después, Clara me presenta a su prima en un bar. Hasta aquí, todo sigue pintando razonable. Dicha prima llega acompañada de su marido, de quien tan solo recuerdo que se apellida Shelley. Desciende por vía familiar del poeta homónimo, y no es broma. La cosa va adquiriendo tintes más interesantes. Yo aún no lo sabía, pero determinados elementos de la trama tendían a aproximarse entre sí con extrema cautela.

Apenas una semana más tarde son las tantas de la madrugada y no consigo conciliar el sueño. Resignado, pongo la televisión. ¿Saben cuando en las películas alguien hace tal cosa y en la pantalla aparece al instante aquello precisamente que desean ver, o que conviene que vean?… Nadie precisa nunca perder el tiempo haciendo zapping, etc. Por descontado, ponen «Remando al viento» esa noche. Y yo lo ignoro de antemano (ni siquiera la he visto aún todavía, llevo toda la vida oyendo hablar bien de ella, replantea el mito del monstruo de Frankenstein y todo eso). O más bien quiero decir que aprieto el mando de la tele y la película da comienzo justo entonces. Ni un segundo más ni un segundo menos. Tremendo timing. E insisto en que sin querer. Obviamente, me viene Clara a la cabeza: es como si pudiera imaginarla correteando por esos decorados que me dispuse a contemplar a continuación. Convocando incluso a los actores.

Tras aquella subyugante escena introductoria, un velero en el ártico y tal, oigo una voz femenina: «Extraños recuerdos, Shelley, Byron, Clara… Imaginación y vida se confunden como aguas de un mismo lago…». «Un momento», me digo, «¿dijo Clara?…» ¿Acaso convocan a mi Clara particular por su nombre? ¿Como si pudiera desenvolverse por su cuenta dentro de la misma película en que ella trabajó? («¿Le apetece una taza de té, señor Shelley?…», es otra de las primeras frases que resuena en mis oídos). ¿E igualmente al marido de su prima, a quien yo acababa de conocer en un bar y en cuyo antepasado se inspira el guión de Gonzalo Suárez? (basado en personas reales; que escribían ficción). Hoy sé que Clara Shelley fue la hijastra del poeta («Mira Clara, ahora Shelley le dice a Mary que…»). Pero pensé que un mismo guionista los entretejía a todos, ya en la realidad, ya en la ficción. Y pese a ver la película hasta el final, fascinado, imposible madrugar a la mañana siguiente. Vamos, ni por casualidad.

Sigo preguntándome por qué Clara -bueno, mi amiga- no me advirtió de ese pequeño detalle personal. Ah, los escritores (de guiones). Si bien otras imantaciones son todavía más laboriosas: exigen una buena fermentación. Son como el buen vino: duermen en barrica. Una noche -yo tendría veintipocos años-, entro con unos amigos a un bar de la calle Segovia, en cuya puerta se anuncia la actuación de la cantautora Inma Serrano (aún sin conocerla, y despertándonos el mayor respeto, tan solo deseamos una última copa; es tarde y han cerrado el resto de garitos). Y así nos resignamos a esa sala oscura, apenas sin público, en donde Inma Serrano, inasequible al desaliento, sonriéndonos, buscándonos con la mirada, ataca varios de sus temas a la guitarra. Sí, es encantadora, pero una hora más tarde nos llega la cuenta a la mesa y es literalmente astronómica. Ya en la calle, mi amigo Jaime comenta tan socarrón como arruinado: «Es que estas Inmas Serranos nos salen muy caras«.

Elipsis: tengo unos treinta años, paseo cerca de la plaza del Zócalo de México D.F. y advierto que en la puerta de la Casa de España anuncian la actuación de Inma Serrano, a quien vuelvo a recordar remotamente y con una sonrisa «porque estas Inmas Serranos, etc». Sigo caminando y me olvido de ello, creyendo por supuesto que para siempre. Y así hubiera sido de no ser por la Elipsis número dos: rozo los cuarenta años, camino por la plaza de la Castellana y puedo jurar por todas las Claras, todos los Shelleys, todos los Lord Byrons y Polidoris y Paco Claveles del mundo entero que realmente no puedo explicar o justificar el por qué me viene a la cabeza, ese preciso día, aquella frase de Jaime en la que no había vuelto a pensar, salvo en las mencionadas veces anteriores. Como estoy algo cansado, decido coger el autobús y recorrer así dos simples paradas. Esperando bajo la marquesina, riéndome para mí solo -«nos salen muy caras…»-, me subo al primer bus que viene y en fin, ¿quién me espera sin saberlo, sentada al fondo del vehículo, destacando con su abrigo rojo y contemplando distraída el paisaje a través de la ventanilla?…

Lo han adivinado. El tiempo ha pasado por ámbos, no hay duda, pero es ella. La misma que viste y calza con su cuerpo Serrano. Obedeciendo a un impulso irrefrenable, me aproximo a su persona como un torpedo de flotación y casualmente de nuevo -pero quién puede sorprenderse ya, en especial a estas alturas de tan inconsciente relación-, existe un asiento libre pegado al suyo. Ni corto ni perezoso me presento, le cuento de carrerilla toda esta historia, omito lo de que nos salía algo cara, es verdad, pero simplemente no puedo dejar de narrarle esos flashbacks, ya desde nuestro encuentro en la calle Segovia, pasando por México hasta ese mismo instante, vida e imaginación confundidas como en un mismo lago.

Inma abre los ojos como platos y me contempla estupefacta. Acierta a cogerme la mano, que aprieta con fuerza, y al fin me pregunta: «Pero… ¿tú quién eres?…». «¿Y qué importa?«, le digo. «Solo quería saludarte…«. Y es verdad. Entonces me incorporo y pulso el timbre, como si lo anterior no hubiera tenido especial importancia, pelillos a la mar. En una urgente necesidad de que la vida prosiguiera cuanto antes su curso más normal posible. Y la pobre, como si se dirigiera a un heraldo fugaz, y enviado de no sabe dónde -quién sabe si del propio guión de una película que, en realidad, en la realidad, nadie creería, me ruega muy seria: «Pero dame un beso…«. Se lo doy en la mejilla y me deslizo por la puerta. La saludo con la mano desde la calle y ella responde atónita con la suya. Contemplo cómo se va alejando y me digo que, por hoy, ya he tenido suficientes películas. Suficiente vida. A veces no son tan fáciles de diferenciar. Según la lógica cinematográfica más comercial, yo ya debería estar casado con Inma (a quien aprovecho para desear, desde aquí, lo mejor en su carrera artística y personal). ¿Es que no parecemos predestinados?…

PD – Si todo lo anterior es cierto, si convocándolas con el pensamiento se aproximan cosas, me convendría concentrarme cuanto antes para que el presente artículo se haga con el premio Mariano de Cavia al mejor editado en Internet este año y… Eh, no, no: creo que ni siquiera en una película me creería tal casualidad. Qué digo, tal inverosimiltud.

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