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Mi bella vampira: Mordiscos camp

Alejandro Jiménez Cid
Alejandro Jiménez Cid
Músico y ensayista
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análisis

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Constantemente las modas reciclan, reevalúan y recuperan los despojos de la cultura pop. Hurgando en la chamarilería del imaginario donde se amontonan olvidados los iconos culturales de los últimos cincuenta años, el gusto por lo retro rescata las cosas más inesperadas. El vintage nos vuelve locos. Lo que ayer era basura producida en masa es hoy objeto de colección, cuando no de museo: productos ya caducados de la industria del entretenimiento que repentinamente despiertan el interés no solo de cazatendencias modernetes que buscan novedades en lo viejo, sino también de comisarios de exposiciones, agentes culturales de todo pelaje y, en definitiva, de las elites que definen las fronteras, tan aleatorias, de lo que es estética y culturalmente relevante. Un ejemplo de esto es la revalorización del cine de terror de bajo presupuesto de los años sesenta y setenta: las películas de la Hammer, el giallo de Mario Bava y Dario Argento, o los desvaríos vampíricos, rayanos en el porno blando, de Jean Rollin y Jesús Franco. Los intelectuales de la época, los que leían Cahiers du Cinéma y dormitaban en sus salas de arte y ensayo, despreciaban toda esta producción como epítome del mal gusto, distracciones malsanas para un público no cultivado, subproductos que ni siquiera merecían la etiqueta de serie B. Denostado entonces, hoy ha conquistado el estatus de cine de culto, y es respetado, estudiado y reivindicado por los árbitros del high brow. Y es que ya se preguntaba David Foster Wallace, en La broma infinita, “por qué tanto cine estéticamente ambicioso era tan aburrido y por qué tanto cine comercial y basura era tan divertido”.

De este género precisamente toma sus referentes Mi bella vampira, la novela gráfica de Katie Skelly, una autora en la cresta de la ola de las tendencias. Es una diva del cómic indie estadounidense, colabora en fanzines molones, exhibe en galerías, se deja caer por los eventos más underground. Y, para redondear su privilegiado desapego de la esfera comercial, no vive de dibujar comics: trabaja a jornada completa en una respetable institución cultural. Esta semiprofesionalidad como artista tiene sus pros y sus contras. Lo malo, la falta de oficio que inevitablemente se acusa en su obra. Lo bueno, la libertad para dibujar lo que le salga de los ovarios. Además de lo dicho, como resulta que Skelly es mujer y dibuja comics protagonizados por mujeres, se la cataloga como autora feminista, lo que de forma automática revaloriza su obra (independientemente de su calidad) e invalida cualquier crítica que le pueda dirigir un machirulo como yo (independientemente de su pertinencia). Sin embargo, a mí me parece que Mi bella vampira tiene de feminista lo que Zipi y Zape de teoría queer.

La protagonista del relato, Clover, es una vampira adolescente cuya (presunta) rebelión contra el heteropatriarcado consiste en fumar a escondidas, escaparse de casa, enrollarse con una chavala, meterse unas rayas… y, por supuesto, chuparle la sangre a todo bicho viviente. Ese es tal cual el planteamiento de Mi bella vampira, sin más complicaciones ni subtextos ni dobles lecturas. De hecho, lo que resulta más refrescante del cómic de Katie Skelly es que recupera la sencillez caracterológica del vampiro pop setentero: una simple criatura de la noche, intensamente sexualizada y cargada de glamour, que asesina por instinto. Así eran los vampiros antes de que llegaran los ochenta, que reinterpretaron el topos del vampirismo como imagen de la transmisión del SIDA, por sus asociaciones con la sangre, la nocturnidad y la promiscuidad; así eran los vampiros antes de que Anne Rice los convirtiera en iconos homoeróticos, Joss Whedon en tribu urbana o Stephenie Meyer en ídolos adolescentes, antes de que Coppola hiciera de Drácula un mártir del amor; y antes también de aquellos chupasangres gamberros e irreverentes de Juan Padrón que se perseguían por las calles de La Habana (sin duda mis favoritos). Mi bella vampira es una regresión a la inocencia perdida de los vampiros exploitation, los que no eran metáfora de nada ni sufrían por conflictos internos, sino que se limitaban a apelar a nuestros terrores más básicos comportándose como depredadores: seres de naturaleza lasciva y sed desordenada de sangre. Fiel a este modelo, el personaje de la lolita letal que protagoniza este cómic es tan plano como la paleta de colores primarios que lo anima. Es “una criatura de instinto, que sigue ciegamente sus impulsos”, como decía Simone de Beauvoir de Brigitte Bardot.

Con su apuesta estética la autora nos remite a dos referencias. Una es cinematográfica, el cromatismo chillón y exacerbado de Suspiria de Dario Argento. La otra son los comics publicados por Éric Losfeld en Le Terrain Vague, cuna del erotismo pop en la Francia de los sesenta; su catálogo acogió a la Barbarella de Jean-Claude Forest y a las heroínas sicodélicas de Guy Peellaert, Jodelle y Pravda. ¿Mujeres liberadas o pin-ups objetualizadas? La vampira ye-yé de Katie Skelly se apropia (sin actualizarlo) de este modelo camp de feminidad, y lo hace con un estilo esquemático, desgarbado, casi infantil, que arropa la acción en una atmósfera naif e insustancial. En fin, Mi bella vampira no aporta nada. Haréis mejor revisitando sus fuentes: el giallo clásico, la Barbarella de Forest, la Valentina de Crepax, Vampyros Lesbos de Jesús Franco y otros tantos productos de su época que nacieron con vocación de serie B y que hoy nos maravillan más que entonces, con la pátina del tiempo como valor añadido.

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