Me dijo que el sexo estaba en la mente. Que podría llegar a tocar el cielo. Que solamente había que unir la mente con la piel y con el alma. Que no era difícil y que hasta yo podría hacerlo. Esto último se lo podría haber ahorrado -pensé-, pero me callé.

Me dijo que me amaba, que intentara quererlo mientras me besaba en los labios. Tan tierna y eróticamente que sinceramente creo –al cabo de los años-, que nadie me ha vuelto a besar así.

La música era de Pink Floyd. Una barrita de incienso llenaba la habitación de un olor que aún recuerdo. Pero a pesar de haberme desnudado, de haberme creído todo lo que decía -reconozco ahora- con una cierta ingenuidad, le solté a bocajarro: Me largo. No estoy preparada. Espérame que volveré. 

Salí de aquel cuarto, de aquella casa. Encontré al cabo de unos días mi primer empleo en una compañía de seguros de la ciudad. Un compañero de la octava planta, al año siguiente, comenzó a cortejarme. Era apuesto aunque insulso. No tardamos en comprometernos y después de un aburrido noviazgo, nos casamos. Pronto llegaron los hijos y mi despedida del trabajo en el que mi marido seguía ascendiendo. Los hijos crecieron y al cabo de veinticinco años de matrimonio y de una soledad acompañada, mi esposo me abandonó por una secretaria de la edad de nuestra hija menor. Cumplido los requisitos del divorcio, me trasladé a un pueblo de la costa, gracias a una herencia de un tío abuelo que nunca conocí. Mis hijos por aquel entonces ya habían volado, aunque me venían a ver a menudo con sus parejas discontinuas.

Un día cualquiera me acerqué en tren a la ciudad. Sin saber cómo, mis pasos se dirigieron a aquella casa donde un día había prometido volver. Traspasé el portal. Subí la escalera hasta el segundo piso. Llamé al timbre y después de un largo silencio, una voz gritó desde el fondo: Pasa, la puerta está abierta. Pasé y allí estaba él, leyendo un libro entre la penumbra de la tarde. Has tardado mucho, dijo. Toda una vida, contesté. No recuerdo nada más.

Dicen los médicos de la residencia donde me encuentro que tengo lapsus de memoria debida a excesos etílicos y al consumo de sustancias psicotrópicas. Yo no sé que responder. Me paso el día sentada en un sillón vagando entre la ensoñación y la vigilia.

Sí, el sexo está en mi mente, la amnesia no lo ha logrado borrar. Juego con él a ratos y disfruto como en mi vida, sin necesidad de nada ni de nadie.

Esa sonrisa beatífica que al parecer nunca me abandona, es la única constancia de mi gran vida interior.

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