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Los multimillonarios están «robando» dinero a la democracia

Los países con democracias desarrolladas no pueden considerarse como demócratas mientras permiten de manera obscena que las grandes fortunas, empresas y bancos estén aplicando sistemas que aumentan la desigualdad con el beneplácito de los gobiernos de cualquier tipo político

José Antonio Gómez
José Antonio Gómez
Director de Diario16. Escritor y analista político. Autor de los ensayos políticos "Gobernar es repartir dolor", "Regeneración", "El líder que marchitó a la Rosa", "IRPH: Operación de Estado" y de las novelas "Josaphat" y "El futuro nos espera".
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análisis

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Hay una pregunta que la gente se puede hacer: ¿cómo saber si estás viviendo en una democracia? La respuesta puede ser muy complicada, sobre todo si las varas de medir simples a menudo pueden confundir más que aclarar.

En principio, se puede tomar la noción de que hay democracia en un país donde hay elecciones.  Se eligen a los gobernantes con papeletas de papel en vez de con balas. Suena bien. Sin embargo, los autoritarios han manipulado descaradamente las elecciones para cimentar su gobierno durante generaciones. 

El ejemplo más mortífero se halla en el plebiscito que Adolf Hitler organizó en 1934 para apuntalar el poder nazi. Los soldados de asalto en los colegios electorales garantizaron a Hitler una abrumadora victoria.

También se puede entender que la libertad de expresión es el indicador más indispensable de la presencia de la democracia. Si la gente puede subirse a una tribuna para decir lo que piensa, si puede publicar lo que tenga que decir, entonces se puede interpretar que existe una democracia. Pero esta simple formulación resulta ser menos que universalmente reveladora.

En base al pensamiento de Ashutosh Bhagwat, profesor de derecho de la Universidad de California, que ha estudiado la expresión política en sociedades autoritarias, la libertad de expresión puede actuar como una válvula de escape y permitir cierto grado de libertad de expresión puede aliviar las presiones para el cambio político.

Ese mismo discurso libre puede dar legitimidad a los gobiernos que, de otra manera, pisotean rutinariamente la voluntad del pueblo.

Entonces, ¿hay que abandonar la búsqueda de un único criterio simple que pueda ser usado para distinguir las democracias reales de las falsas? Según Clarissa Rile Hayward, catedrática de Ciencias Políticas de la Universidad de Washington, no necesariamente porque existe una conceptualización simple del filósofo alemán Jürgen Habermas.

Este pensador político ha argumentado de manera famosa que, en una democracia, ninguna fuerza excepto «la fuerza del mejor argumento» debería influir en los resultados.

Los líderes políticos en las verdaderas democracias, según Habermas, obtienen el apoyo popular al presentar el mejor argumento: avanzando plataformas, desarrollando propuestas políticas y articulando objetivos que se adecúen al de los votantes. 

Según este criterio, no existe nada parecido a una democracia en el mundo occidental, precisamente, el que presume de ser el garante de este sistema político. Lo que sí tienen todos estos países, sobre todo en Reino Unido, la Unión Europea y Estados Unidos, es un sistema político que permite a los multimillonarios usar la fuerza contundente de su poder económico superior para dar forma a los mensajes que reciben los ciudadanos e influir en la forma en que entienden y participan en la política.

Este poder económico superior se manifiesta en todo tipo de enfrentamientos políticos, desde los relativamente insignificantes hasta los inquietantemente profundos.

Hay que considerar, por ejemplo, la cuestión de quién debería pagar para proteger las mansiones frente al mar de los súper ricos, por ejemplo, que hay en Hamptons, un tramo costero de increíble opulencia a unos 160 kilómetros al este de Manhattan

Estos multimillonarios de esta zona privilegiada de Nueva York creen que los funcionarios locales y el Cuerpo de Ingenieros del Ejército tienen el deber patriótico de proteger su diversión veraniega. Siguiendo con la argumentación de Habermas, ¿pueden lograr que esta firme convicción articule objetivos que se adecúen al de los votantes? ¿Pueden presentar un mejor argumento que aquellos que creen que subsidiar a los multimillonarios juguetones podría no ser una inversión prudente de los limitados dólares de los impuestos públicos? Los ultrarricos no han tenido que molestarse.

Los ricos, en general, simplemente no han necesitado el apoyo de los votantes. En cambio, en el caso de Hamptons, llevaron a los funcionarios del gobierno a los tribunales y dejaron que sus caros abogados pasaran años litigando. 

Esa estrategia ha sido muy útil para los ricos. Como siempre ocurre en los países democráticos ganaron porque, tal y como ocurre en España con Banco Santander (en base a la denuncia de Andrea Orcel), ellos deciden los juicios que ganan y los que pierden. En el caso de Nueva York, lograron un acuerdo que hará que los dólares de los impuestos públicos renueven la playa con arena fresca hasta al menos el año 2027. Un triunfo aplastante para la fuerza contundente del poder económico superior.

Sin embargo, esto ocurre en todo el mundo. Los ricos de los países democráticos siempre están buscando el modo de no pagar los impuestos que les corresponden y utilizan su capacidad económica para crear grandes estructuras empresariales que terminan en paraísos fiscales. Eso es, en esencia, robar a la democracia que, precisamente, se sustenta sobre el Estado del Bienestar.  

Clarissa Rile Hayward atribuye el continuo éxito político de los multimillonarios al poder del dinero en las elecciones legislativas o presidenciales. En las campañas políticas de hoy, todo vale esencialmente. Los ricos, a través de un canal u otro, pueden mover sus millones a donde quieran.

Por tanto, la democracia ha fracasado, por su entreguismo a las élites financieras, económicas y empresariales. Eso sí, la plutocracia sí que ha tenido éxito.

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