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Los herederos de Franco se niegan a abandonar el pazo de Meirás mientras no se resuelva su recurso

La sentencia que los desaloja de la mansión gallega evita entrar en que la operación inmobiliaria consumada en 1941 fue un gran expolio a los españoles que la sufragaron para cedérsela al dictador, tal como aseguran los historiadores

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análisis

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La Justicia española ha sentenciado que el pazo de Meirás debe ser devuelto a Patrimonio Nacional bajo el argumento de que el inmueble fue donado a Franco en concepto de jefe del Estado, por lo que debe ser reintegrado a la nación. Sin embargo, la jueza ha evitado tocar el quid de la cuestión para no tener que entrar en el delicado trasfondo político, en el siempre espinoso asunto de la justicia y la reparación de la memoria histórica, en la verdad con mayúscula, a fin de cuentas. Está muy bien que los Franco sean expropiados y que la finca sea devuelta a su legítimo dueño, el Estado (ya era hora después de cuarenta años de democracia). Pero se echa en falta que la sentencia ponga las cosas en su sitio y diga qué fue lo que ocurrió realmente con aquella lujosa mansión. El Régimen franquista, en uno de sus habituales cínicos montajes, trató de vender la operación inmobiliaria como una donación altruista que los españoles hacían a su Excelentísima el Dictador en agradecimiento por haberlos liberado de la amenaza comunista durante la gloriosa cruzada nacional. Hoy ya se sabe que todo aquello no fue más que un gran expolio, una extorsión, un tocomocho, ya que el casoplón se pagó con el impuesto revolucionario fascista.

Lo del pazo de Meirás fue sencillamente un robo al pueblo que el régimen franquista encubrió bajo el macabro eufemismo de “adquisición por cuestación popular” a mayor gloria del tirano. Es decir, los prebostes del Gobierno franquista, constituidos en la llamada Junta Pro Pazo del Caudillo, pasaban la hucha entre los españolitos arruinados de posguerra y pobre de aquel que se atreviera a negarse a contribuir a la nueva residencia de su Ilustrísima porque le esperaba un bonito camastro en algún apartado campo de trabajo de los muchos que salpicaban la geografía nacional. “En realidad el pazo lo costearon los funcionarios −a los que se descontó de la nómina un día de paga−, los ayuntamientos coruñeses con el 5 por ciento del impuesto de contribución y otras aportaciones privadas de los vecinos de la zona. De hecho, 819 familias de Carral donaron alegremente 4.585 pesetas. A fin de cuentas, ¿quién era el desagradecido que podía negarse a ese pequeño sacrificio por su Generalísimo sin temor a terminar en el campo de trabajos forzados de Cuelgamuros?”, ironiza el escritor Mariano Sánchez Soler en su libro La Familia Franco S.A.

Meirás se transmitió al dictador con falsos donativos, expropiaciones forzosas y hasta un contrato simulado de 1941 por el que el general compró la casa por 85.000 pesetas, según explica Sánchez Soler. Durante años los nietísimos han disfrutado del producto de un gran saqueo, han tratado de vender la finca por 8 millones de euros y la Fundación Francisco Franco ha utilizado la casa para organizar visitas guiadas y hacer propaganda política entre los visitantes y curiosos, a los que intoxica con el reparto de panfletos sobre “el genocidio de los católicos españoles”. Ya era hora que la democracia ajustara cuentas y pusiera al descubierto el ultraje.

Entonces, si el tiempo y los historiadores ya han arrojado luz al escabroso asunto, devolviendo la verdad al lugar que le corresponde, ¿por qué la sentencia no lo recoge así, sin tapujos y sin subterfugios legales? ¿Por qué tiene que andarse la Justicia con rodeos para no llamar a las cosas por su nombre, para no poner en negro sobre blanco que lo de Meirás fue un atraco al pueblo en toda regla?

El pazo va a ser devuelto al Estado como no podía ser de otra manera, pero no porque durante décadas fuese propiedad del jefe del Estado y ahora tenga que quedarse en manos de Patrimonio Nacional, tal como ordena la ley, sino pura y sencillamente porque fue el producto de un gran expolio y una tremenda injusticia. Precisamente esa tibieza, ese miedo reverencial a la figura del dictador que todavía hoy persiste en el mundo de la judicatura es la que sigue dando aliento y oxígeno a los herederos de Franco, que ya han anunciado un recurso contra la sentencia dictada por el Juzgado de Primera Instancia número 1 de A Coruña. Ayer mismo el abogado de la familia, Luis Felipe Utrera, aseguraba que a su juicio los Franco no tienen por qué abandonar el inmueble mientras no recaiga una resolución judicial firme. O sea que se quedan de okupas, esa palabra que tanto le gusta a Santiago Abascal, el partido defensor de las esencias falangistas.

Parece que los herederos del dictador están dispuestos a atrincherarse en el pazo mientras puedan y ni una sentencia judicial, ni el peso de la historia, ni la verdad de los hechos que rodearon a este triste y truculento suceso (uno más en la cruenta historia del franquismo) van a convencerlos para que salgan por su propio pie y voluntad de una mansión de veraneo de la que han disfrutado a placer, durante décadas, sin tener derecho a ello. Pero más allá de alegatos y fundamentos jurídicos, si algo viene a demostrar la sentencia de la jueza gallega es la jeta y el morro (por decirlo coloquialmente) que le ha echado esta gente al asunto del pazo. La democracia española ha sido tan generosa y tolerante con el clan franquista, les ha consentido tantas cosas, que al final ha pasado por tonta y timada, cuando no como encubridora o cómplice, de aquellos latrocinios, pillajes y otras depredaciones que el Régimen practicó impunemente tanto en tiempos de dictadura como ya en libertad.

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