En 1919, Oliver Wendell Holmes Jr., juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos, escribió que [l]a protección más rigurosa de la libertad de expresión, no protegería a un hombre gritar falsamente fuego en un teatro provocando un pánico”.

La libertad de expresión es la libertad de emitir opiniones incómodas, la libertad de criticar la acción institucional o la libertad de difundir datos veraces que el Gobierno no quiere que se hagan públicos, pero no es la libertad de mentir y divulgar hechos que se saben falsos, aunque estén vinculados con una posición política o una crítica.

Hoy, en medio de una situación extrema, algunos de los bulos que se están circulando son el equivalente a gritar fuego en el proverbial teatro. Otros, no.

Así, cualquier persona puede pedir al Gobierno que dimita para que se constituya un gobierno de unidad nacional presidido por el Rey, gritar que la gestión del Covid-19 hace responsable a Sánchez de miles de muertos o, incluso, criticar en twitter el criterio profesional y los jerséis de Fernando Simón*.

Pero se han sembrado interesadamente dudas sobre si existe un derecho a publicar, sin unas mínimas comprobaciones de veracidad, que el Gobierno está bloqueando la importación de material sanitario, que los familiares de Pedro Sánchez tienen reservada una planta completa de un hospital público o que el Gobierno ha presentado una proposición de ley para despenalizar las injurias al rey y los ultrajes a España**.

Y es en este contexto en el que, el 19 de abril, el General de la Guardia Civil José Manuel Santiago hace en la rueda de prensa del Comité Técnico de Gestión las torpes declaraciones que todos conocemos.

A partir de ahí, parece que des de ciertos ámbitos de la derecha se ha teledirigido el debate para poner en duda lo que es una certeza jurídica: no existe un derecho fundamental, ni el de libertad de expresión ni ningún otro, que ampare la mentira y la difusión de bulos.

Las preguntas que debemos hacernos son otras.

Que una acción no esté amparada por un derecho, no significa que deban dedicarse recursos del Estado a perseguirla. ¿En qué condiciones es necesario perseguir la difusión de mentiras en las redes sociales? ¿Cuándo pueden causar un perjuicio a la salud pública y al gobierno en una situación extrema? ¿Dónde está el límite? Discutámoslo.

Si yo digo: “[l]as termitas son fruto de los primeros experimentos de obsolescencia programada biológica y, ahora mismo, hay un laboratorio sueco desarrollando una nueva especie que se alimenta únicamente del conglomerado de madera de muebles de Ikea.” ¿Hay que perseguirlo? Probablemente no.

¿Es contrario a algún derecho fundamental hacer un seguimiento o incluso perseguir legalmente a los emisores de ciertos mensajes en redes sociales? Si nos referimos a bulos, a mentiras o a falsedades, no.

¿Quién y en virtud de qué criterios está fijando qué se considera un bulo perseguible? Deberíamos saberlo.

* Todo mi apoyo al estilismo de Fernando Simón. A su trabajo también, pero reservándome el derecho a crítica posterior.

** Ejemplos de bulos extraídos de la web de maldita.es.

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