Los antisistema del sistema

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Estamos padeciendo una redefinición de la política cuyo ápice de desorden intelectual y admonitoria rendición con armas y bagajes ideológicos de la izquierda puede situarse en aquel centro radical de la tercera vía de Blair y que ha supuesto el coma inducido de la socialdemocracia. Centro radical, que es como decir moderantismo radical, es un artefacto conceptual tan forzado e ininteligible que solo podía llevar a la izquierda a una resignada excusa sin dignidad y a un alejamiento de su razón de ser política a cambio de formar parte activa del sistema que teóricamente debía combatir.

Se trata de anular el conflicto social e impedir la redistribución del poder por el sumario procedimiento de descatalogar las definiciones objetivas de los planteamientos ideológicos para suplantarlos por conceptualizaciones ambiguas: ni derecha ni izquierda, espacios inexistentes, no para cambiar el sistema, sino para reforzarlo redecorando el atrezo y dejando los entresijos intactos. La rotunda influencia de las oligarquías empresariales y financieras en el régimen de poder ha supuesto que el sistema actúe con un particularismo tan centrado en los intereses de esos poderes fácticos económicos y estamentales que las fuerzas políticas han devenido en apéndices del Estado en lugar de portavoces de la realidad social.

Los movimientos políticos emergentes nacidos por las carencias del sistema, su dualidad social y los déficits en la centralidad de la ciudadanía por el autoritarismo posdemocrático, una vez institucionalizados, se lanzan a un proceso de adaptación sistémica que deja sin ubicación el malestar de la calle del que nacieron. Se vuelven los antisistema del sistema que, como anuncia Marcuse, son fagocitados por ese “orden objetivo de las cosas” en el que la finalidad propia ya no consiste en cambiar el sistema sino mejorarlo en los elementos más superficiales que no afectan al régimen de poder que lo constituye.

La banalización política y el desmayo de las ideologías y los valores como fuentes morales de vertebración nacional, fruto del utilitarismo posdemocrático, intentan conseguir la eliminación de los elementos trascendentes del imaginario colectivo. Para Aranguren la falta de contenidos sustantivos produce desmoralización colectiva. Seguramente porque el individuo no sabe qué responder, porque carece de criterios, se siente desorientado. La respuesta depende de la convicción y fidelidad a unas ideas. Pero también depende del sentimiento. Cuando falta contenido, no hay convicciones, el sentimiento no tiene donde adherirse y falla también. Falta el estímulo para responder. Ortega, por su parte, afirma que la moral no es un añadido del ser humano, sino su mismo quehacer para construir la propia vida. Y añade: “un hombre desmoralizado es un hombre que no está en posesión de sí mismo.”

Una ciudadanía desmoralizada contempla impotente como los partidos políticos, tradicionales y emergentes, aspiran a ser, como afirmaba Gramsci, la parte privada del Estado más que el malestar que pretende transformar un sistema demasiado volcado a las hechuras de los poderes económicos y escasa afinidad con las mayorías sociales.

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