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Lo que la monarquía esconde

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análisis

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Viendo al emérito en el funeral de Isabel II, esbozando sus sonrisas campechanas de alma de la fiesta entre los asistentes, uno no puede evitar un repentino escalofrío en la rabadilla seguido de un erizamiento del vello  pensando que de no haber sido por la opinión pública que finalmente se enteró, y lo hizo no porque quisiera saber e indagase al respecto, aquí no somos de eso, sino porque el muro de contención del Estado a pesar de su enorme capacidad de contención, y también el de los medios de comunicación, políticos y empresariales que tapaban y callaban lo que desde los poderes, más o menos en la sombra, del Estado les decían lo que debían tapar y callar, se resquebrajó incapaz de contener la enorme presión ejercida por la formidable acumulación de inmundicia, este infame personaje continuaría con su increíble, para los simple mortales, vida de siempre.

Seguramente a estas alturas de siglo ya se habría cansado de matar elefantes y hacerse fotos con sus despojos, al darse cuenta que cualquier presidente de banco, rey del ladrillo o emperador del tocino de veta los mataba igualmente. Para mantener su estatus, su preceptiva distancia con sus súbditos, tendría que ir un poco más allá y abatir animales en peligro de extinción como el leopardo de las nieves, la ballena azul, el gorila de montaña, el tigre de Sumatra, el oso polar, el oso panda y el oso Yogui, si ello fuese posible. Y si todavía los nuevos ricos, esos malditos advenedizos, le pisaban los talones, tendría que irse a cazar al Yeti, al Chupacabras, al Hombre Lobo, al monstruo del lago Ness y al monstruo del Pantano. Y ya puestos a abatir seres únicos, quizás no le quedaría más remedio que cazar al Spiderman gordo que se hace fotos con los turistas en la Plaza Mayor de Madrid. Y los cazaría uno a uno  aunque para ello tuviera que ir de un extremo a otro del globo a buscarlos, ¿y qué más da? ¿será por dinero? para después poder contarlo y alardear de ello en alguna comilona con sus amigotes. El Spiderman gordo sería el trofeo más asequible, primero porque su sobrepeso le impide correr, todo lo más un fatigoso trote cochinero. Y segundo porque para avistarlo le bastaría con coger el metro.

También seguiría con su interminable rueda de  visitas a sus amantes fijas y también a las nuevas incorporaciones a su agenda. Unas amantes  con cargo a los presupuestos generales, ¿y para qué están esos presupuestos?, debía pensar él, si no es para su particular uso y disfrute. Aunque en este tema hay un delicado asunto que a cualquiera que vaya de playboy le escocería un poco en su amor propio, en su orgullo de macho ibérico. El disgusto y la desazón vendrían cuando la “conquista” de turno, al término del acto, se levantara de la cama y buscara a algún asesor o secretario del “donjuán” para preguntarle ¿y ahora quién me paga a mí esto?. Estas dolorosas palabras harían mella en el orgullo de cualquier playboy, incluso de medio pelo. A ningún ligón que se precie de ello le haría ninguna gracia esta intempestiva reclamación monetaria, sería una dolorosa humillación difícil de soportar, sin embargo, para alguien con tan pocos o ningún escrúpulo como él, esto son solo minucias, gajes del oficio. Aquí de lo que se trata es de divertirse a tope en cada momento, disfrutando de todo lo que puede conseguir el dinero y el poder. Para qué están las arcas públicas, debió pensar nuestro monarca vividor, si no es para emplearlas en  gozar intensamente de una vida cuyo único fin es satisfacer hora a hora todos y cada uno de mis muchos y caros caprichos de todo tipo. Porque, como decía Woody Allen: “el dinero no da la felicidad, pero produce una sensación tan parecida que solo un auténtico especialista podría reconocer la diferencia”.

Lo que no haría, como es natural, había que estar loco para hacerlo, es gastar el dinero de sus cuentas opacas, de esos dos mil millones de euros que se cree que ha amasado a lo largo de su reinado en comisiones y “negocios” de todo tipo, y que tiene depositados en decenas de sociedades “offshore” es decir, situadas en el extranjero, más concretamente en paraísos fiscales. Sería estúpido tirar del dinero sisado, que está muy bien donde está, habiendo dinero público del que tirar, y nunca mejor dicho lo de tirar.

Y siguiendo con el supuesto de que el muro de contención de mierda hubiera aguantado la presión y siguiéramos sin saber nada de este rey tan campechano, el hombre seguiría amasando dinero con comisiones de todo tipo, tampoco existen certezas de que no siga, con sus negocios oscuros como la tela asfáltica cuyos beneficios se canalizaban y, seguramente todavía lo hacen, a través de un gran entramado de empresas fantasma, testaferros y sociedades interpuestas que enviarían las sumas de dinero producto de sus comisiones y demás chanchullos a cuentas opacas en paraísos fiscales. Unos llamados “paraísos fiscales” que deberían llamarse más propiamente “cuevas de Alí Babá” y que, en nombre de la dignidad humana, no deberían haber existido nunca.

Pero qué quieren, el poder económico, el poder del dinero, el único y verdadero poder sobre la tierra, puede hacer lo que le venga en gana sin temor ni cautela alguna. “El poder solo agobia a quien no lo  tiene” dice un personaje de la película “El Padrino”, y el emérito tenía ese poder, vaya si lo tenía, y todavía retiene ese poder en forma de una total impunidad, inmunidad e irresponsabilidad por sus actos. Algunos juristas dicen que en modo alguno debería  gozar de esa inmunidad quien ya no es jefe del Estado. Pero esto es España. Si se le nombró  “rey emérito” fue precisamente para eso, para que siguiera usando el mismo escudo protector que usó durante su reinado. Un escudo que le protegerá de por vida ante cualquier reclamación de la justicia por pasados, presentes y futuros delitos. Un privilegio del que no gozaron ni los reyes del medievo, que tenían que dar cuentas a  la nobleza de sus actos.

Cuando cedió el muro de silencio, de “omertá” que sería “le mot juste”, que dicen los franceses, y  se abrió una grieta en él, por ahí  pudimos asomarnos para ver quién era realmente este abominable sujeto. Un personaje que ahora, a ojos de su familia, aparece como un pariente incómodo, en medio de los invitados al apoteósico funeral de la reina inglesa, que no ha sido otra cosa que una gigantesca campaña de marketing para promocionar a una monarquía últimamente de capa caída por los escándalos que la acompañan. Porque la monarquía, por su naturaleza, es decir por el modo de vida de sus miembros con todo el tiempo libre del mundo y dinero e impunidad de sobra para dar rienda suelta a sus instintos, va unida, como el zumbido al moscardón, a todo tipo de desenfrenos, degeneraciones, escándalos, corrupciones y delitos. El emérito, al que evita su hijo como si de la peste se tratara, se quejó del trato que le dan en su país. Su hijo, y también el gobierno, le habían recomendado que no viajara a Londres a asistir al funeral de la reina. Pero el emérito, siguiendo su costumbre de hacer su santa voluntad, y contra todas las recomendaciones, asistió al entierro de la gran reina británica. Aunque, como dijo Fidel Castro: “nadie es tan grande que no quepa en una caja”.

“Yo no he matado a nadie”, se ha atrevido decir un emérito muy irritado con su hijo, el actual rey Felipe VI, el titular de los cuatro reyes que tenemos. Si para muchos un rey ya es demasiado, imagínense cuatro. Pero ya lo dice el dicho: “Si no quieres caldo…” Felipe VI había tomado medidas para evitar ser fotografiado con su padre pero, como suele pasar, sobre todo en las bodas, basta que digas que no quieres ver a fulano o a mengana, para que lo sienten en tu mesa, enfrente de ti. Parece que esa maldición es tan fuerte que está presente en todo tipo de eventos, y atraviesa todas las capas sociales.

Esta frase de “yo no he matado a nadie” ha suscitado muchos comentarios en las redes sociales, que han recordado que el emérito sí mató, al parecer accidentalmente, a su hermano Alfonso de un disparo.  Aunque respecto a esto,  el ex militar, escritor y ensayista Amadeo Martínez Inglés dice en uno sus libros que el emérito sí mató a su hermano, porque no es creíble la versión del monarca cuando dijo que “se le escapó un tiro”. Sostiene Martínez Ingles que  “un caballero cadete de la Academia Militar de Zaragoza con más de seis meses de instrucción militar intensiva, y otros seis meses de instrucción premilitar, conoce muy bien el funcionamiento de cualquier arma portátil, y todos los protocolos de actuación que marcan los reglamentos militares para el uso, limpieza, desarmado, armado y preparación para el disparo y, por tanto, es difícil que se le escape un tiro”.  Además dice que “una pistola tiene tres tipos de seguro, lo cual hace todavía más difícil creer que fue un accidente”. 

Además, sigue diciendo el ex coronel, “el calibre 22 no es capaz de atravesar la bóveda craneal, y que la única manera de matarlo habría sido introduciendo el cañón del arma por la nariz. Y en efecto, la bala, curiosamente buscó una anómala trayectoria de abajo a arriba para penetrar por las fosas nasales y poder alojarse así, sin ningún impedimento, en su cerebro, causándole la muerte instantánea”. Se trató, según el coronel “ de un homicidio involuntario o de un asesinato”. Nunca se sabrá qué pasó porque el único testigo de aquello no lo va a decir. Si dijo aquello de “explicaciones.. ¿de qué?” a la pregunta de una periodista en Sanxenxo de si iba a dar explicaciones sobre su comportamiento digamos “poco ejemplar” de los últimos años, menos va a darlas sobre la muerte de su hermano. 

El excoronel Martínez Inglés, que  fue profesor de Historia Militar y Estrategia en la Escuela de Estado Mayor, y testigo directo de los entresijos del Ejército durante el periodo de la transición como jefe de Movilización del Estado Mayor y jefe de la Brigada de Infantería de Zaragoza. También sostuvo en otro de sus libros, el titulado “ 23 F. El golpe que nunca existió”, que el golpe del 23 F. “se trató de una operación político – militar – borbónica, dirigida por el rey Juan Carlos, quien estaba enterado de que un grupo de militares ultraderechistas preparaban un movimiento para derrocarlo” y añade el ex coronel que “La Corona española ha rentabilizado durante todos estos años aquel evento, y el rey se ha convertido en un mito democrático. Y eso es mentira pues fue el rey Juan Carlos quien autorizó al general Armada a montar el 23 F ”. 

Todo este misterio podía aclararse de una vez por todas si se desclasificaran todos los documentos que permanecen clasificados como “secretos”. El gobierno no parece tener intención alguna de que se desclasifiquen, cuando sería la única manera de descargar de sospechas al emérito, si es verdad que no ordenó el golpe, y así redimirlo y rehabilitarlo al menos en parte, que falta le hace, habida cuenta de su popularidad, que está por los suelos o más abajo. ¿Por qué no se hace?. ¿O es verdad la versión de Martínez Inglés y no conviene que se sepa?. Todo lo referente al emérito, o es un secreto, o pasa a convertirse en un escándalo cuando deja de serlo.

Hace unos días, la productora HBO Max España estrenó una serie titulada “Salvar al Rey” donde a lo largo de tres episodios, se desarrolla, según la versión oficial “una fascinante historia de espías, conspiraciones y pactos de silencio que cuenta con más de 50 testimonios en primera persona, entre los que se encuentran periodistas, políticos, ex agentes secretos y alguna ex amante desconocida hasta hoy” .  Dice la periodista Mariola Cubells en el “Huffpost” que los tres episodios “son brutales, son dinamita” y “ el documental, pormenorizado y sangrante, te pone de un pésimo humor a poco que tengas un mínimo de decencia personal, te escandaliza” (…) “se oyen por primera vez los audios famosísimos de Bárbara Rey con Juan Carlos I” (…) “Salen otras amantes con nombre y apellidos, sale gente de los bajos fondos del Estado, ex agentes del CESID contando cosas alucinantes”  (…)  “Cuando lo ves todo junto, pasito a pasito, te espantas bastante y sientes un grito interior que dice ¡Viva La República!”. Que viva.   

Si pueden, y no tienen un estómago delicado, vean el documental, y no olviden colocar un buen ambientador en la habitación, y tampoco olviden ponerse una pinza en la nariz porque el olor a podredumbre, a corrupción, a indecencia, traspasa el cristal del televisor.

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