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Letizia, una indómita en palacio

El documental 'Los Borbones: una familia real', producido por Atresmedia, sigue aireando los trapos sucios de la monarquía española

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análisis

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El documental Los Borbones: una familia real, producido por Atresmedia, sigue aireando las interioridades de la monarquía española. Uno a uno, todos los miembros de la dinastía borbónica están pasando por el escáner del periodismo, una tarea que la prensa española debió haber acometido hace ya mucho tiempo y que no se hizo por la inviolabilidad del rey consagrada en la Constitución y por el manto de silencio con el que la sociedad española cubrió el reinado juancarlista. La investigación de los muchachos de Ferreras, por tanto, llega tarde, pero es lo que hay.

En el último episodio de la serie, la radiografiada ha sido la reina Letizia Ortiz, quizá el más interesante y poliédrico de todos los personajes del clan. Sobre Doña Letizia, que como decimos destaca por una personalidad fresca y racial en medio de una saga de aburridos y grises borbones, han escrito mucho y bien Pilar Urbano y Carmen Enríquez, dos de las más expertas “letiziólogas”. En el documental se cuenta que la reina Sofía supo que su hijo Felipe se había enamorado de la periodista “por las ganas que tenía, cada día, de levantarse de la mesa y ponerse a ver el telediario” para admirar a aquella “buena y elegante presentadora”. El flechazo fue inminente, por una vez la monarquía rompía con su costumbre milenaria de matrimonios concertados por interés político, y fue así, gracias a la magia de la televisión, como España pasó de la tradición de los Reyes Católicos a los Reyes Catódicos. Otro cuento de galanes príncipes y princesas encantadas estaba listo y cocinado para ser servido a los españoles.

Sin embargo, algo se torció. Tal como suele ocurrir en la vida real con cualquier pareja, el manido final “fueron felices y comieron perdices” no llegó a consumarse en su plenitud. Desde el primer momento, Letizia tuvo problemas de integración con el resto de la familia, no solo por incompatibilidad de caracteres y formas distintas de entender la vida (una republicana divorciada en un mundo monárquico era como tratar de mezclar el agua con el aceite), sino porque la recién llegada fue recibida con cierta hostilidad. La reina progre no era del agrado de Juan Carlos I, que no aprobaba ni su pasado, ni su feminismo declarado, ni su vestuario. En su círculo íntimo, rodeado de su camarilla de amigos aristócratas, el artífice de la Transición, tan campechano él, bromeaba con el origen plebeyo de Letizia, e incluso llegó a soltar algún que otro chiste machista sobre las “estrechas caderas” de su nuera, a la que trató como una simple incubadora. “Como padre y como rey te ordeno que dejes a esa chica”, espetó el emérito, en cierta ocasión, a su heredero. Machirulismo de sangre azul en estado puro. En medio de ese infierno, Letizia ni siquiera llegó a contar con el apoyo y la complicidad de Sofía. El hecho de ser mujer no es suficiente para unir a dos reinas, las razones de Estado están por encima de cualquier consideración.

Sea como fuere, un muro de patriarcado clasista se levantó entre Doña Letizia y Zarzuela. Y en esa especie de guerra de guerrillas entre suegros y suegras, entre cuñados y cuñadas, la joven monarca tuvo que forjarse su propio manual de resistencia, como en su día hizo Pedro Sánchez, con quien por lo que se ve en las galas y recepciones oficiales parece tener mucha más química personal y política que con cualquiera de los borbones. También la prensa, la rosa y la seria, la monárquica y la izquierdista, la ha machacado sin compasión. Unos porque no cumplía con el prototipo de sumisa y encorsetada Sissi Emperatriz, otros porque la consideraban una traidora pasada al bando monárquico. Jaime Peñafiel, con su despiadado susurro “Letisiaaa”, gafa en mano a modo de látigo, se convirtió desde el primer instante en su Torquemada particular dispuesto a no pasarle ni una. Los popes de los rotativos borbónicos no le perdonaron ser la nieta de un taxista ni su orgullo plebeyo. Solo por eso, la reina roja merece el beneficio de la duda; solo por haber sufrido tal discriminación merece ser tratada como un capítulo aparte dentro de la variopinta galería de personajes decadentes que pueblan la realeza española.

Letizia es una republicana claramente fuera de su ambiente, desubicada, descontextualizada como si una de esas mujeres vanguardistas de la obra de Picasso se colara sin querer en Las Meninas de Velázquez. No está es su mundo ni en su época. Pero ha sabido adaptarse al medio y a la fauna y ha tenido la valentía de levantar un círculo protector alrededor de sus hijas, Leonor y Sofía, para educarlas como ciudadanas de su tiempo, o sea más cerca de Kurosawa que de la nobleza de rancio abolengo, más próximas a la modernidad que a la decrépita y carcamal aristocracia de palacio emponzoñada de comisiones, dinero negro, lujos y paraísos fiscales. Desde fuera, y sin poner la mano por nadie, esa parece ser la lucha de la reina Letizia: impedir que el vicio borbónico, la hemofilia de la codicia, termine por contaminar lo poco que queda de la estirpe.

El esfuerzo de Letizia por hacer bien su trabajo, como cuando ejercía de reportera en un lejano conflicto armado, debe medirse en su justa medida incluso por quienes no somos monárquicos. Ha convencido a Felipe VI para que ponga un cordón sanitario contra corruptelas y cortesanos indeseables; ha intentado dignificar la institución; y ha hecho lo posible por dar mayor transparencia a la monarquía (una misión casi imposible tras cuarenta años de democracia). Se ha comportado como una reina funcionaria, pero al fin y al cabo profesional. No es poco para alguien que ha cambiado su libertad por la jaula de oro de palacio, las trincheras de Irak por las trincheras de Zarzuela, que son todavía más peligrosas y letales.

“La nueva reina nos tiene que gustar a todos”, dijo en su día el idealista Sabino Fernández Campos. No ha sido posible. Una parte del pueblo la sigue viendo como una trepa fría, estirada y distante, la sargentona que quiere hacer política dejando el papel secundario y simbólico a Felipe. Sin embargo, lo cierto es que está cumpliendo con dignidad el rol que le fue encomendado. Mucho mejor, sin duda, que cualquier otro Borbón que no ha hecho sino ensuciar el escudo heráldico. Mucho mejor de lo que lo hubiesen hecho aquellas rubias pijísimas, las Gwyneth Paltrow, Gigi Howard o Eva Sannum que en su día sonaron como futuras consortes del príncipe. Hoy queda poco de La Jolines, aquella muchacha asturiana brava, auténtica y comprometida que hizo realidad su sueño de ser periodista. Ahora la quieren convertir en un inerte maniquí para un anuncio de Pertegaz cuando seguramente tiene más talento y competencia que todos los Borbones juntos. El amor la llevó a un trono que quema hasta abrasar. Ay, el amor.

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