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Las gambas se comen con los dedos

Jaume Prat Ortells
Jaume Prat Ortells
Arquitecto. Construyó hasta que la crisis le forzó a diversificarse. Actualmente escribe, edita, enseña, conferencia, colabora en proyectos, comisario exposiciones y fotografío en diversos medios nacionales e internacionales. Publica artículos de investigación y difusión de arquitectura en www.jaumeprat.com. Diseñó el Pabellón de Cataluña de la Bienal de Arquitectura de Venecia en 2016 asociado con la arquitecta Jelena Prokopjevic y el director de cine Isaki Lacuesta. Le gusta ocuparse de los límites de la arquitectura y su relación con las otras artes, con sus usuarios y con la ciudad.
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análisis

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Después de resistirse a ello durante décadas Barcelona empieza a tener algo parecido a un Downtown, aquella área de negocios que muchas ciudades americanas tienen como centro. Un Downtown doméstico, afortunadamente, donde edificios corporativos no tan grandes se mezclan con viviendas, algún rastro de fábrica y equipamientos culturales en un magma heterogéneo que no ha salido tanto de una planificación cuidadosa como de su ausencia, o de la superposición de planes que van en dirección contraria en un equilibrio inestable que cambia año a año, lo que crea estados de ánimo paralelos de fascinación por la velocidad de dicho cambio y desasosiego por la dificultad de forjar una identidad a corto plazo. Aunque está llegando poco a poco.

En este estado de las cosas el papel de los edificios, tanto para crear esta identidad como para hacer ciudad, es importante. La arquitectura de una pieza individual afecta al conjunto, y cuando sale bien puede emanar e influir al resto. La estrella del conjunto es la Torre Agbar, ahora vacía. Todos los edificios que forman su primera corona, DHUB aparte, son de una mediocridad insultante. Un poco más allá encontramos piezas extraordinarias como la sede de la editorial RBA, una de las últimas obras de MBM, digno testamento arquitectónico, o el edificio del que hoy me ocuparé, unas oficinas de alquiler para Colonial que ocupan el testero oeste de una manzana estándar del Ensanche definida por las calles Bolivia, Tánger y Ciutat de Granada, obra del estudio Batlle i Roig. Desarrollaré una reflexión sobre qué significa un edificio así para la ciudad a partir de los hechos más obvios.

El edificio alojará unos 2500 trabajadores, el equivalente a un pueblo mediano. Es un edificio hecho para generar economía a muchas escalas que van desde los sueldos que cobra el personal de mantenimiento hasta los impuestos de las empresas pasando por lo que éstas producen o gestionan. Es uno de tantos edificios que mantiene la ciudad en movimiento, el equivalente contemporáneo de una fábrica de buen tamaño en un momento en que la industria se ha desplazado a la periferia, si es que no es directamente una fábrica en un momento en que el teletrabajo ha permitido que el personal de la industria la pueda operar desde quilómetros lejos. Que haya 2500 personas significa tratar con no pocos problemas logísticos, principalmente de transporte de personas y mercancías y suministro energético. La propia forma del edificio, una pantalla exenta que ocupa más de cien metros de fachada, dos chaflanes y todo el frente de la calle Ciutat de Granada es relevante para la ciudad. Su enorme hardware tiene capacidad suficiente como para afectar todo su entorno próximo. Los componentes principales de un edificio así spon el transporte vertical (escaleras y ascensores), los servicios, las instalaciones y la fachada que lo relaciona con el entorno. Ah, y obviamente se tiene que aguantar. Empecemos por aquí.

(Fotos: Rafael Vargas)

El edificio no tiene elementos estructurales distinguidos. Se aguanta con todo el resto de componentes que acabo de mencionar. Los forjados se extienden de fachada a fachada, una pantalla perforada por una trama regular de enormes ventanas cuadradas de algo menos de tres por tres metros. El primer choque cuando entras en el edificio, pues, es no encontrarte dentro de un típico edificio de oficinas de vidrio, sino de un gran espacio con ventanas sin ningún elemento evidente de soporte a la vista. La orientación de la pantalla deja el frente a la calle en la peor orientación posible, suroeste, batido por este sol de tarde que tiende a requemarlo todo, bajo y desagradable. Es por eso que el edificio se protege a sí mismo disponiendo todo el resto de elementos que sirven a los espacios de oficina contra esta fachada en una pastilla que ocupe la mayor superficie de fachada posible. La fachada a la calle, pues, es una fachada secundaria. La fachada principal por donde se vive y se respira es la fachada noroeste, volcada al patio interior de manzana, donde ya se está construyendo un parque de buena medida. Tras esto se ve el resto del Poble Nou, Collserola y el mar. Como los pilares tienden a ser opacos, disponerlos en fachada reduce la superficie de vidrio, y con ella la radiación solar y la iluminación.

Pero no es esto lo que vemos cuando paseamos por el Poble Nou, sino una fachada de apariencia ultramoderna formada por una especie de bandas formadas por listones horizontales que envuelve completamente el edificio en todas sus orientaciones, una especie de artilugio que forra indistintamente cualquier elemento volcado al exterior: las oficinas, los baños, los rellanos, los ascensores y todas las partes macizas.

(Fotos: Rafael Vargas)

Para los que no seáis arquitectos: uno de los dos o tres libros de arquitectura más importantes de todo el siglo XX fue escrito en los sesenta por el muy influente arquitecto Robert Venturi. Su título: Complejidad y contradicción en la arquitectura. El libro es importante básicamente por dos cosas: primero, obviar cualquier distinción entre las arquitecturas clásica y moderna, demostrando fehacientemente (y creedme: había quien tenía muchas dudas al respecto. Hay quien las sigue teniendo) que la arquitectura es una pasando por encima de épocas y tendencias y estilos y modas y países y climas y culturas. Segundo, reivindica el papel urbano de esta arquitectura a partir de la expresión de los edificios mediante una especie de juego de equilibrios entre los múltiples papeles que les toca jugar que hacen que difícilmente un elemento pueda servir para una sola cosa, como decía el (pero como no construían los mejores ejemplos del) Movimiento Moderno. Un buen edificio se expresa, entonces, mediante los dos factores que enuncia el título: la complejidad de un proyecto forzado a afirmar una cosa y la contraria y la contradicción inherente a esta situación. Venturi (y esta interpretación que sigue ya es mía) demuestra que un edificio, como un ser humano, es una persona. La palabra persona proviene del griego clásico y define la máscara que se ponían los actores de una tragedia para mostrar su estado de ánimo. No se les veía la cara ni se sentían sus emociones subyacientes al hecho de actuar. Se veía el estado de ánimo que mostraba la persona. Un equivalente moderno que nos permite hacernos una idea precisa de esto es el fascinante Bunraku, el teatro de marionetas japonés con los titiriteros a la vista que, confieso, constituye mi manifestación teatral preferida. Investigad. Es decir: nos relacionamos con el exterior mediante máscaras. Siempre. Desde la esfera pública a la privada, somos incapaces de mostrarnos sin un filtro. Los edificios, igual.

Este edificio de oficinas es profundamente venturiano: un edificio de ventanas, elemento puntual, discontinuo y cuadrado, se expresa mediante bandas continuas de elementos delgaditos. Si le fas la vuelta la percepción relativa que tenemos de él cambia fuertemente: puede ser cuadrado, imponente, solemne, o esvelto como una torre, más transparente o más opaco, más integrado con el entorno (la fachada noroeste tiene unas bandas que lo harán parecer parte del parque) o más ausente. Etcétera. Y más: las bandas que lo envuelven son cerámicas, tubos cerámicos de colores montados en seco. El mismo material con que está construido y se expresa el resto del Ensanche, que lo integra un poco más con la memoria de la ciudad. Porque de eso se trata: de que esta pieza haga ciudad. Y sí: el edificio me encanta. Lo encuentro elegante, sofisticado, cosmopolita y a la vez pedestre, imperfecto. Uno de los lugares donde es más divertido comer son aquellos restaurantes de pescado y marisco que exhiben el género fresco, lo escoges y te lo sirven preparado. Es el lugar donde más fácilmente te das cuenta de lo que constituye la verdadera elegancia. Ir acompañado puede hacer que casi no te puedas aguantar la risa ante las dudas de los comensales a la hora de pedir, de confeccionar un menú más o menos equilibrado en el contraste de gustos… y de comérselo. De saber cuando se han de dejar o no los cubiertos de lado, de saber que una corvina o un rodaballo frescos bien cocinados a la brasa (enteros, por favor) son más sabrosos que una langosta, de saber que pedir un filete y/o una Coca-Cola o hacerle la nota de cata a un camarero que sólo quiere saber si el vino que te sirve está picado o no constituye motivo de retirada de palabra. Este edificio es el equivalente arquitectónico de una persona que sabe que las gambas se han de comer, siempre, con los dedos.

(Fotos: Rafael Vargas)

 

(Gracias a Joan Roig y a Albert Gil Margalef, socios de Batlle i Roig, por haberme mostrado el edificio.)

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