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La razón de Estado o el estado de la razón

Alberto Vila
Alberto Vila
Analista político, experto en comunicación institucional y economista
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análisis

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“En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza.

En España se premia todo lo malo.”

Ramón María Del Valle-Inclán

El concepto se utiliza para referirse a las medidas excepcionales que puede ejercer un gobernante con el objeto de conservar o incrementar la solidez de un Estado, bajo el supuesto de que la supervivencia del mismo es un valor superior a otros derechos individuales o colectivos. En general, representa a las cloacas de los sistemas neodemocráticos.

El concepto de Razón de Estado, postulado por Maquiavelo, se refería a las medidas que debía tomar el gobernante para salvaguardar la salud pública estatal.  Según Maquiavelo el Estado está por encima de todo, por lo que el jefe de Estado estaría entonces legitimado para hacer todo lo que se pensase que debía hacerse. Cualquier cosa que lo llevase a plantear de manera eficiente la salvaguarda de la salud pública estatal. Así, el florentino justificaba las acciones del jefe del Estado, el rey, de acuerdo con el derecho divino sosteniendo que todo es por el bien del Estado y sus súbditos.

La salud pública del Estado se justificaba entonces, según Maquiavelo, en aquello que no ponía limitaciones al poder del jefe que ha sido designado por Dios para la salvación del mismo. Claro está que, dentro de este concepto, se guarecía también el llamado «crimen de estado». Opción esta última que nada tiene que ver con los beneficios derivados de la solidez democrática. Por el contrario, de él resultaban las ventajas de camarillas y grupos de interés. Poco que ver con la democracia y mucho con la corrupción de las dictaduras.

Tal confusión es la morada de los extremismos de derechas e izquierdas. En nuestra historia, los crímenes políticos siempre fueron crímenes de estado que ocultaron los propósitos más miserables de nuestra sociedad. La llamada cruzada franquista, en realidad, consolidó el régimen de reparto de favores, títulos, ventajas económicas y posibilidades académicas. Para lo cual requirió del efecto intimidatorio del crimen de estado como práctica. Había que exterminar a rojos, ateos, masones y disidentes. Todo bajo la bendición divina y las generosas recompensas a los leales.

La democracia, en cambio, se basa en el Estado de la Razón. En el bienestar social del conjunto ciudadano. En la noble idea del progreso. En la que la ciudadanía se perfecciona. Por tanto, cuando ello no ocurre. Cuando la corrupción no se resuelve. Entonces, allí, regresamos a la “razón de estado” y nos alejamos del “estado de la razón”.

La decisión de declarar emergencia a un conjunto de Comunidades Autónomas, alguna de las cuáles no ha hecho gala de la debida pulcritud en el uso de los recursos públicos, debería ponernos en una posición de alerta, primero, y, luego, de alarma. El uso de esos fondos, y la ruta del dinero hacia los ávidos contratistas, no debería tomarse a la ligera. La legislación acerca de los sobrecostes no ha sido modificada. El ministro Ábalos debería proponerlo.

En cualquier caso, la justicia en España no ha demostrado estar a la altura de su cometido en materia de corrupción. Las sucesivas gestiones de la Fiscalía General, tampoco. Los procesos se eternizan y lo robado no se recupera. Son hechos.

Deberíamos resistirnos a creer que la Razón de Estado se ha vuelto a imponer al Estado de la Razón.

Sería la confirmación de nuestra decadencia como país.

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