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La muerte del temporero de Lorca destapa la situación de precariedad, explotación y racismo en los campos españoles

Vox insiste en criminalizar a los inmigrantes cuando son las víctimas del sistema

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análisis

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La muerte de un temporero nicaragüense que fue abandonado a su suerte a las puertas de un centro de salud de Lorca (Murcia) ha puesto en evidencia el inmenso drama que viven miles de trabajadores del campo. Si hay algo que debería quedar claro tras esta pandemia es que la agricultura es el primer sector económico que deberíamos preservar, ya que sin alimentos las tiendas y supermercados quedarían desabastecidos y el caos se apoderaría de la sociedad. Sin embargo, parece que no hemos aprendido nada y el campo sigue siendo territorio comanche, ciudad sin ley, un agujero negro en medio de la civilización donde los temporeros que recogen las cosechas son siervos y víctimas de un feudalismo posmoderno. Las plantaciones de Almería y Murcia ya poco se diferencian de aquellos campos de algodón norteamericanos donde los capataces supremacistas del sur explotaban a los negros de sol a sol. Marroquíes, subsaharianos, mauritanos, latinos y rumanos, entre otros, son nuestros vasallos y pecheros oprimidos, gente a la que pagamos una miseria por jornadas interminables en medio de un infierno sofocante que deshidrata, trastorna los sentidos y mata.          

A Eleazar Benjamín Blandón, la víctima del suceso brutal de Lorca, lo subieron a una furgoneta al ver que caía desplomado en una plantación de sandías. Luego lo dejaron en la puerta de un centro sanitario, como si se tratara de un fardo de arena o un montón de chatarra inservible, y se largaron para no tener que dar explicaciones. Blandón no pudo soportar los 44 grados de temperatura que se superaron ese día, ni tampoco el cansancio extenuante de tener que trabajar desde las cinco de la mañana, ni que nadie en la empresa se preocupara de llevarle un poco de agua para que él y sus compañeros pudieran refrescarse bajo un árbol. Por lo visto a los responsables de la plantación solo les importó cuando empezó a sentirse mal y entonces decidieron llamar a una ambulancia. Para cuando lo dejaron tirado a la entrada del hospital ya era demasiado tarde.

Blandón no es el primero de su familia que se deja la vida en el campo de batalla del despiadado y sangriento mercado laboral. El patriarca del clan tuvo que buscarse la vida en Texas y cayó en un andamio. Antes de que lo matara la avaricia del patrón, dejó un mensaje: “Se me derrite hasta la suela de los zapatos”. Ahora el hombre liquidado en Lorca se ha convertido en el paradigma de la estafa que sufren los inmigrantes que llegan a España desde todos los rincones del mundo en busca del sueño europeo, una promesa tan falsa como el American dream. A comienzos del siglo XX, lo primero que veían los migrantes que desembarcaban en los muelles de Nueva York –para someterse al cribado de enfermedades, al despiojado y control de delincuentes– era la figura imponente de la Estatua de la Libertad y unos rascacielos como montañas de acero. A partir de ahí lo que les aguardaba era la explotación y la discriminación en algún empleo mal pagado al servicio del rubio yanqui: botones de hotel, limpiabotas, taxistas, mayordomos, albañiles, estibadores, camareros… Las galeras y escalones más bajos del mercado laboral fueron ocupados por los que huían del hambre y la guerra en Europa. Toda esa odisea que sufrieron millones de pobres desgraciados en el primer tercio del pasado siglo lo explica de forma prodigiosa Elia Kazan en su maravillosa América, América, que cuenta la historia de Stavros, un joven griego obsesionado con escapar de la represión turca y llegar a los Estados Unidos, tierra de promisión que acaba convirtiéndose en un lugar de pesadilla.

Hoy los temporeros que recalan en España ni siquiera ven la silueta esperanzadora de Liberty flotando majestuosamente sobre el mar como símbolo de un futuro mejor, sino un océano agreste de secos olivos, la cuarteada y dura tierra del deprimido sur español, la plaga de cigarras que le vuelven loco a uno con sus cantos chirriantes y la sombra del cortijo señorial sobre la loma, la sede del poder terrateniente que este país no termina de superar. “Aquí a uno le humillan”, le dijo Blandón a un familiar poco antes de morir. “Me llaman burro, me gritan, me dicen que soy lento. Te tiran el polvo en la cara cuando estás agachado. No estoy acostumbrado a que me traten así”, según publicó El País en un repotaje que indaga en la biografía y desventuras del trabajador fallecido.

Nos hemos convertido en un país feo, supremacista y cruel que poco se diferencia ya de Trumpilandia. España siempre fue un lugar solidario y alegre, tierra de emigrantes que saben lo que es tener que dejar el hogar y la familia para lanzarse a la aventura de un destino desconocido. Cuando es la derecha la que gobierna, los inmigrantes son tratados como esclavos con amparo de la reforma laboral y cuando es la izquierda la que está en el poder todo son buenas palabras e intenciones mientras los especuladores siguen robando a los agricultores y los jornaleros caen fulminados por una insolación de 3,50 euros la hora, el jornal de miseria que les dan a todos estos infelices que vuelven a sus casas al caer la noche, hacinados en la camioneta del furgonetero, entre lágrimas y con llagas en las manos.

Al igual que George Floyd murió asfixiado por la rodilla de un policía nazi, Blandón ha muerto sofocado por el cacique hispano que antaño se ensañaba con sus paisanos andaluces, extremeños y murcianos y hoy vuelca su crueldad, su egoísmo y su ideología racista sobre los inocentes africanos que desembarcan en la Península para caer en la boca del lobo. Qué sabrá esta gente desdichada de la negra historia de España o del endémico problema del campo español. Ellos creen lo que ven en la tele de Malí, Libia o el Senegal, los partidos de la Champion, el lujo de los futbolistas, los negocios a todo tren del rey emérito, que ahora se va al exilio (más bien de vacaciones al Caribe). Nadie les ha contado que hay un señor con barba afilada de extrema derecha que no los quiere ver ni en pintura.

A Blandón no lo mata un golpe de calor de esos que machacan la piel de toro en este mes de agosto de brotes pandémicos e incendios, sino el golpe mortal del capitalismo bárbaro y genocida, la inhumanidad de los traficantes de personas, el poder del sistema corrupto que consiente la precariedad, la discriminación racial y la injusticia, ese mal universal que sufren por igual un niño de Bombay y un valeroso temporero de Almería que se juega dignamente la vida para mantener a su familia. Blandón es nuestro George Floyd, nuestro mártir inocente asesinado bajo otra rodilla mucho más sutil pero igual de siniestra y letal. Tendríamos que salir todos a la calle a protestar contra esta salvajada, puño en alto y sin parar de gritar “yo también soy Benjamín Blandón”. Pero por lo visto, hace demasiado calor.

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