viernes, 26abril, 2024
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La mayoría progresista en el Constitucional acaba con el golpe blando de los conservadores

El Gobierno se anota una victoria con la designación de Conde-Pumpido y Montalbán como presidente y vicepresidenta del Alto Tribunal

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análisis

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Los nombramientos de Cándido Conde-Pumpido como presidente del Tribunal Constitucional y de Inmaculada Montalbán como vicepresidenta (ambos del sector progresista) pueden interpretarse, sin ninguna duda, como una importante victoria del Gobierno Sánchez. Por primera vez el Alto Tribunal estará dirigido por dos magistrados de tendencia no conservadora, lo que no deja de ser una buena noticia para la democracia española. En una Justicia politizada como la que padecemos desde hace años en nuestro país era un auténtico contrasentido que, estando los poderes Legislativo y Ejecutivo en manos de la izquierda desde las últimas elecciones generales, el TC siguiera bajo control de las derechas con el único fin de torpedear todas y cada una de las leyes y reformas que van saliendo del Parlamento y que son sistemáticamente recurridas, por inconstitucionales, por el PP y Vox.

Con Conde-Pumpido y Montalbán en la presidencia y vicepresidencia del Constitucional se normaliza una situación atípica en un Estado de derecho. A muchos nos gustaría que los órganos superiores de la Administración de Justicia, como el TC, el Tribunal Supremo y el Consejo General del Poder Judicial, fuesen realmente independientes y no un mero espejo de los dos principales partidos que se alternan en la gobernanza de la democracia española. Lamentablemente, y tras más de cuarenta años de experiencia constitucional, ya nadie cree en esa utopía. Nunca hubo tal independencia judicial y ni siquiera el plan de Feijóo para que sean los jueces quienes elijan a sus más altos cargos y dirigentes puede tomarse en serio, ya que a estas alturas todo el mundo en este país sabe que la mayoría de los magistrados están adscritos a una de las dos asociaciones mayoritarias (conservadora o progresista, es decir, socialista o popular), de tal modo que jamás sería posible lograr ese edénico escenario con juzgadores puros, limpios de polvo y paja, o sea inmaculados de ideología política. Un juez es una persona, como todo hijo de vecino, y dicta sentencia no solo con arreglo a la ley y a su buen saber y entender, sino a su conciencia social, a su formación personal y a sus ideas políticas, filosóficas y religiosas (el que las tenga). Es absurdo pensar que un magistrado que se sienta delante de un recurso de inconstitucionalidad contra una ley como la del aborto o la eutanasia (ambas impugnadas por la derecha) redactará un fallo sin tener en cuenta sus convicciones más profundas y su forma de ver la vida. Por tanto, al igual que la pura objetividad es una utopía en el mundo del periodismo, la independencia también lo es en la judicatura. Cuestión distinta es la apariencia de independencia que debería respetarse siempre, ese decoro que, de cara a la opinión pública, deben guardar sus señorías que ocupan un cargo tan alto, respetable y prestigioso como es el de magistrado del Tribunal Constitucional. En los últimos días del pasado año, los más negros de nuestra joven democracia, asistimos a un espectáculo bochornoso durante el proceso de renovación de cargos del TC. Fue una reyerta entre togados. Dos bandos enfrentados a muerte como capuletos y montescos, dos facciones odiándose y navajeándose a plena luz del día, a ojos de todos, en prime time. El punto crítico, el Rubicón que jamás debió haberse atravesado, llegó cuando el sector conservador admitió las medidas cautelarísimas propuestas por el PP, Vox y Ciudadanos para que se suspendiera de facto la tramitación de la ley de reforma del Código Penal y del Poder Judicial impulsada por el Gobierno Sánchez. Nunca antes en democracia se había interferido de esa manera tan abrupta y drástica en una sesión parlamentaria de las Cortes Generales. Nunca antes se había estuprado de una forma tan cruenta al Parlamento, sede de la soberanía nacional y de la voluntad popular. Fue, sin duda, un golpe sucio a la separación de poderes, pricipio básico de toda democracia, según el manual del lawfare o guerra judicial que ha puesto de moda el trumpismo rampante entre los partidos de la derecha de todo el mundo.

Para colmo de males, las polémicas medidas cautelarísimas fueron adoptadas por magistrados conservadores con el mandato caducado que se negaron a causar baja voluntaria y a irse a sus casas. Lejos de presentar la dimisión, tal como estipula la ley, decidieron mantenerse fieles a su amado partido hasta el final, aumentando la vergüenza y el bochorno para el Tribunal Constitucional. Con esa abyecta maniobra –orquestada por los sectores más reaccionarios del ámbito judicial, político y mediático–, algo muy sensible se terminó de romper. Quizá la escasa fe que los españoles depositaban todavía en la politizada y maltrecha Administración de Justicia. Quizá la poca confianza que al pueblo le quedaba en sus instituciones. Solo el tiempo dirá el daño que se ha ocasionado a la democracia española. Lo único cierto es que el desastre fue total y el esperpento absoluto. Quedó claro que el sistema había tocado fondo como nunca y hasta el rey Felipe tuvo que ponerse serio e intervenir pidiendo orden en la sala e instando a Gobierno y oposición a que se pusieran de acuerdo de una vez por todas en la renovación de las magistraturas.

Hoy, tras la designación de Conde-Pumpido y Montalbán, sabemos que la izquierda ha logrado una victoria justa y merecida. Lo cual no quiere decir que el Gobierno vaya a tener el camino libre y allanado a partir de ahora para sacar adelante sus reformas legislativas. Los magistrados elegidos son ante todo profesionales, grandes juristas, y no cometerán el error de tramitar una ley a sabiendas de que vulnera la Constitución. Pero ya que la Justicia española tiene que estar necesariamente politizada porque así se decidió en 1978 cometiéndose un pecado original, al menos que sus órganos superiores reflejen las mayorías que salen de las urnas. Lo que no podía ser, bajo ningún concepto, era que un Parlamento dominado por las izquierdas tuviera que resignarse a ver cómo toda una serie de normas progresistas –ley de reforma laboral, ley del aborto, ley de eutanasia, ley de memoria democrática o ley educativa, entre otras– estaban destinadas a ser tumbadas gracias a la mayoría conservadora del PP. De todas las dictaduras, la de las togas es quizá la peor de todas. Ese peligro, de momento, se ha desvanecido en el Constitucional. Al menos durante los próximos tres años. Algo es algo. 

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