La larga noche socialdemócrata comenzó en 1979, cuando una desconocida británica para la mayor parte de los europeos, Margaret Thatcher, ganó unas elecciones con sobrada mayoría a los laboristas conducidos por James Calaghan, aquel hombre que un tanto soberbio fue abordado por los periodistas que le reclamaban una respuesta ante la difícil situación económica y contestó ufano: «¿Qué crisis?». Fueron once años largos de thatcherismo que implicaron duros ajustes económicos, cierre de minas, desmontaje del Estado de bienestar, neoliberalismo salvaje, el final del poder sindical y altos costes sociales para los más desfavorecidos. ¿Y qué más da si lo que importan son los resultados económicos sin importar los seres humanos?

Pero Thatcher, aparte de contar con un notable olfato político, sabía que los británicos estaban demandando otro modelo, que el cambio era necesario y que el Estado de Bienestar nacido sobre las cenizas de la Segunda Guerra Mundial hacía años que estaba en crisis. Fueron los años en que el tándem Reagan-Thatcher gobernaba el mundo a sus anchas sin importarles nada y haciendo  y deshaciendo en sus economías domésticas sin tener en cuenta a los movimientos sociales y, ni mucho menos, a los sindicatos. Estas políticas económicas, con duros recortes sociales y menos impuestos, fueron exitosas en un principio, pero acabaron provocando una merma en la sanidad, los transportes públicos y, en general, en todas aquellas áreas que son patrimonio de los Estados. Y, sobre todo, en la desigualdad social y económica. Los más ricos tenían más dinero tras esas políticas ultraconservadoras y los más pobres, menos, claro. Carajo, qué laberinto.

DE LA TERCERA VÍA AL AGOTAMIENTO DEL MODELO

Luego llegaron los años noventa y la socialdemocracia, tras haber pasado la prueba de fuego de la oposición y la estigmatización neoliberal, ya no sería la misma. Se abría la famosa tercera vía que encarnaban Clinton y Blair, pero también en cierta medida Mitterrand, en Francia, y González, en España. Este movimiento, que encarnaba una suerte de socialdemocracia más pragmática y atenta al mercado, era claramente anticomunista, liberal en sus formas y, en el fondo, pronorteamericana, atlantista, ferviente defensora de una economía no sujeta a los rígidos controles de antaño y muy alejada de la socialdemocracia clásica que había hecho de la fiscalidad el músculo de la izquierda para superar la inequidad social.

Más tarde, casi todos los países nórdicos, pero especialmente Suecia, comenzaron a cuestionar el Estado de Bienestar. La crisis económica de los noventa provocó el auge y éxito político de los conservadores, que pretendían explicar la recesión como fruto de los desajustes que en el mercado que habían provocado los beneficios sociales existentes hasta entonces. Así el modelo se fue erosionando y mutando en algo bien distinto. Mientras tanto, la izquierda tradicional iba perdiendo fuerza y empuje, tal como pasó con los partidos comunistas en España, Grecia, Francia e Italia, llegando casi a desaparecer y teniendo una fuerza casi testimonial en las instituciones políticas.

Pero también ese ciclo pragmático, liberal y reformista de la socialdemocracia estaba destinado a concluir algún día, como explica el analista francés Serge Halimi:»El agotamiento de un ciclo ideológico que encarnó hace veinte años la tercera vía de William Clinton, Anthony Blair, Felipe González, Dominique Strauss-Kahn y Gerhard Schröeder, también se observa en los Estados Unidos y en la mayoría de los demás países europeos».

LA AUSTERIDAD ECONÓMICA PROVOCÓ UN TERREMOTO POLÍTICO

Así llegamos a la crisis financiera de 2007 en los Estados Unidos, que más tarde llegó a Europa y tuvo fatales consecuencias en Chipre, Eslovenia, España, Francia, Grecia, Italia y Portugal, principalmente, y que propició la adopción de unas políticas económicas caracterizadas por la búsqueda de la reducción del déficit público, la imposición de la austeridad como una suerte de dogma indiscutible y los recortes sociales en áreas básicas, como la sanidad, la educación, el transporte y las infraestructuras. Mientras los gobiernos rescataban a los bancos de una segura quiebra, los ciudadanos observaban como las medicinas subían, los transportes se encarecían y la educación se convertía en un objeto de lujo ajeno a los más desfavorecidos.

El coste de estas políticas, como era de prever,  tuvo su lógico impacto electoral. Los partidos socialistas que conducían estos ejecutivos que tuvieron que gestionar la crisis acabaron pagando en las urnas los platos rotos del desaguisado social provocado por las líneas de actuación auspiciadas y «sugeridas» por la «troika», esa Santísima Trinidad compuesta por el Banco Central Europeo, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional.

Muy pronto, tras haber sucumbido a las recetas de los organismos financieros internacionales, una veintena de ejecutivos europeos, desde España hasta Grecia pasando por otras naciones, los partidos políticos que habían liderado los recortes sociales se vieron castigados en las urnas. En España, por ejemplo, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), tras no haber sabido gestionar la crisis e incluso negarla inicialmente, ha contemplado como su espacio político ha sido ocupado por la emergente formación izquierdista Podemos y ha quedado reducida a su más mínimo exponente en estos cuarenta años de democracia española: apenas un 22% de los votos. De la misma forma, en Grecia el antiguo y potente Pasok -el partido socialista griego-, que gobernara durante décadas después de la dictadura militar, casi ha desaparecido del mapa y apenas cuenta con 17 de los 300 asientos del parlamento heleno, habiendo sido superado hasta por los nazis de Amanecer Dorado, ya la tercera fuerza política griega para sorpresa de todos.

Sin haber sido borrados del mapa, los socialistas franceses aparecen en casi todos los sondeos, pese estar gobernando ahora, en tercera posición detrás de la derecha y el ultraderechista Frente Nacional (FN), que se coloca en primer lugar y con muchas posibilidades de que su candidata, Marine le Pen, dispute la presidencia con algún candidato derechista y no un socialista. En Italia, el antiguo Partido Socialista Italiano (PSI), cuyo antiguo líder, Benito Craxi, murió en Túnez para eludir la justicia,  ha desaparecido del mapa político y su lugar central en la política italiana ha sido ocupado por los antiguos comunistas reconvertidos ahora en socialdemócratas. Tampoco soplan buenos tiempos para los laboristas británicos, que perdieron las últimas elecciones contra todos los pronósticos y encuestas, y que resisten estoicamente uno de los ciclos conservadores más largos de la historia.

Finalmente, y para concluir, la situación en Alemania no es mejor para los socialdemócratas, que fueron una fuerza de gobierno y determinante en la política alemana durante décadas, y que han quedado relegados a ser un mero socio de gobierno de los cristianodemócratas, al tiempo que se van hundiendo en las diferentes convocatorias electorales, como les ocurrió en las últimas elecciones regionales en que fueron superados por la emergente extrema derecha. Así las cosas, y sin que haya un mejor horizonte para estos antiguos partidos protagónicos de la vida europea de la postguerra, la agonía socialdemócrata sigue su curso imparable. Veremos qué pasa.

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