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“La Historia es un recurso legitimador de primer orden para la política; y el monopolio sobre el relato histórico es algo a lo que aspira cualquier poder autocrático”

El historiador Xosé Manoel Núñez Seixas reconstruye en ‘Volver a Stalingrado’ las diversas modalidades del recuerdo del frente del este en la Europa de posguerra durante la Guerra Fría

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análisis

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Xosé Manoel Núñez Seixas es en la actualidad uno de los historiadores de referencia en España en el periodo contemporáneo, sobre todo en el comprendido en el conflicto de la Segunda Guerra Mundial. Su último trabajo, Volver a Stalingrado. El frente del este en la memoria europea, 1945-2021 (Galaxia Gutenberg), aborda con una precisión y profusión  admirables el conflicto germano-soviético en toda su dimensión. Por algo fue el único escenario dentro de la Segunda Guerra Mundial donde se acumularon hechos de “dimensiones apocalípticas”, como recuerda Núñez Seixas. De aquellos barros estos lodos, de ahí que aún en la actualidad esa amplísima zona del continente europeo sigue viviendo tensiones de dimensiones imprevisibles en pleno siglo veintiuno. El ejemplo de la invasión de Ucrania sin ir más lejos.

Parece claro que el frente del este que usted aborda en Volver a Stalingrado está maldito a tenor de los últimos acontecimientos de la invasión rusa de Ucrania. ¿Por qué?

No está maldito, pero su pervivencia en la memoria colectiva, y por tanto su fácil instrumentalización política, es indicativa de lo que fue el conflicto germano-soviético. Una guerra decisiva dentro de la guerra mundial, el mayor conflicto terrestre de la historia, con dimensiones apocalípticas (decenas de millones de muertos, tanto de combatientes como de civiles), y escenario del mayor genocidio de la Historia, el Holocausto de los judíos europeos, los romaníes y otros colectivos. En el frente del Este se decidió el destino de la II Guerra Mundial en Europa, y su desenlace determinó corrimientos de fronteras, deportaciones masivas de pueblos enteros, expulsiones y pérdidas de soberanía de naciones-estado. Ucrania es, en particular, un escenario de conflictos sangrientos desde principios del siglo XX: nunca fue capaz de consolidar un Estado fuerte, su identidad nacional estuvo aquejada de discontinuidades y debilidades, tuvo vecinos imperiales poderosos, y tanto sus fértiles “tierras negras” como su situación geoestratégica y sus recursos minerales la hacen presa codiciada por imperios en expansión, en el pasado y el presente.

En el subtítulo de su libro abarca su estudio entre los años 1945 y 2021, prácticamente hasta nuestros días. ¿Es una forma de sobreentender que es una herida nunca cerrada pese al fin de la II Guerra Mundial?

Como intento exponer, la herida sigue abierta en casi todos los países que participaron en el conflicto, pero con más intensidad en algunos que en otros. Para Italia o España fue una guerra lejana, aunque el peso en la memoria colectiva italiana de la Guerra Fría fue notable; en Finlandia es una referencia casi heroica, que todavía pervive hoy en la cultura popular; Alemania pasó de una percepción victimista a una reelaboración crítica de lo que fue su participación en la guerra, y de los crímenes perpetrados por el nazismo; la Rusia postsoviética, sobre todo desde la era Putin, mantiene una lectura heroica y patriótica de lo que la mayoría de los ciudadanos rusos consideran como el gran evento forjador de la identidad soviética y rusa en el siglo XX, la victoria de 1945; y los países exsoviéticos, o los antiguos países del Pacto de Varsovia, mantienen una memoria ambivalente y fluctuante, pues casi todos consideraron la “liberación” soviética como una nueva invasión, tanto o más negativa y cruel que la sufrida a manos de los nazis, y a menudo han blanqueado a los colaboracionistas con el invasor alemán, sus propios adalides nacionalistas y pro-fascistas del período 1941-45, mientras que las víctimas del Holocausto pasaban a un segundo plano.

“Ucrania es un escenario de conflictos sangrientos desde principios del siglo XX: nunca fue capaz de consolidar un Estado fuerte”

Este frente supuso una despiadada guerra dentro de una gran guerra. ¿Hasta qué punto marcó el devenir del final de la II Guerra Mundial?

En Europa, y prácticamente hasta el desembarco de Normandía (junio de 1944), el mayor desgaste de las tropas del Eje tuvo lugar en el frente oriental. La URSS recibió ayudas de los Aliados, pero fue el contendiente que más sufrió en términos de pérdidas humanas y materiales, y contribuyó al agotamiento del III Reich y sus aliados. Sin duda, los Aliados no habrían vencido al Eje en Europa, o sólo lo habrían hecho más tarde, sin el concurso soviético. Desde el punto de vista geopolítico, lo sucedido en el Este reconfiguró el mapa de Europa, fue decisivo para el desarrollo de la posterior Guerra Fría, y marcó un antes y un después en la concepción de la guerra como guerra total.

En su estudio concluye que algunos lugares como Stalingrado, Sebastopol u Odesa, entre otros del frente este, poseen una naturaleza transnacional que desempeñan papeles muy diferentes según la comunidad que los aborde. ¿Cómo marcan estos enclaves de la Historia a generaciones venideras?

Stalingrado fue una referencia heroica para los soviéticos, trágica para los alemanes de posguerra (que sin embargo la reflejaron de forma victimista: una metáfora de una nación llevada al desastre por sus líderes), menos presente pero también trágica para los rumanos… Lo mismo se puede afirmar del cerco de Leningrado (en este caso para finlandeses, rusos/soviéticos y alemanes, pero también en menor medida españoles o noruegos), y en efecto Sebastopol (como “ciudad heroica” para la memoria rusa y soviética, más difícil de aceptar para el nacionalismo ucraniano) y Odesa, que ya desde el siglo XIX era vista como la “puerta” de Rusia que había que defender frente a invasores foráneos. Son ciudades, al igual que Kharkiv, Brest y otros lugares, donde persiste una intensa memoria local, muy vinculada al mito de la resistencia durante la II Guerra Mundial, pero reinterpretada desde diversos ángulos; lo mismo ocurre en San Petersburgo, donde las conmemoraciones del sitio y la veneración por los blokadniki, los supervivientes del cerco que superaron el hambre y las privaciones del asedio, siempre han poseído un carácter particular en la URSS y en Rusia, con una profunda implicación social de todos los colectivos de la ciudad y un orgullo colectivo que también asumió formas reivindicativas: por ejemplo, la reivindicación de una política de la memoria que tuviese en cuenta no sólo a los héroes del frente, sino también a las víctimas de la retaguardia. La memoria familiar o comunicativa sigue ahí muy viva.

“En esta era de la posverdad, se relativiza la legitimidad de los centros de producción y conocimiento científico mientras se exalta la mera manipulación del pasado”

¿En qué sentido el frente del este es “un lugar de memoria”, como usted lo denomina?

Es un lugar global de memoria, pero al tiempo un “no lugar” de memoria europeo, en la medida en que apenas existe consenso sobre qué conmemorar, y cómo conmemorarlo, entre los distintos países (o sus sucesores) que participaron en el conflicto. Stalingrado o Leningrado, Brest o la defensa de Moscú significan cosas muy distintas para alemanes, finlandeses, rusos e incluso ucranianos. Hay quizá consenso en algunos temas muy básicos (quién fue el agresor, aunque aquí la perspectiva finlandesa, báltica o polaca también recuerda el pacto germano-soviético y que la URSS también fue un agresor entre 1939 y 1940; las dimensiones apocalípticas del combate y su precio en vidas…), e incluso en las imágenes con que se asocia al frente oriental. Sin embargo, las interpretaciones son muy divergentes en lo que se refiere a la dinámica del conflicto, sus consecuencias, quiénes fueron perpetradores y víctimas en general, sobre la superioridad moral de unos u otros… En este sentido, el frente del este proyecta su sombra sobre la memoria del continente europeo, pero a menudo es una sombra divisiva. Basta comparar los discursos de Putin cada 9 de mayo en Moscú, con los del presidente de la RFA. En un caso pervive una memoria heroica, heredada de los tiempos de Brezhnev; en el otro, una memoria crítica y reflexiva. Y en otros casos, el silencio incómodo.

Stalingrado y Auschwitz quedan en el imaginario colectivo como dos lugares de memoria bien diferentes pese a que en ambos los muertos se contaron por decenas de miles. ¿Qué ha ocurrido para que la Historia los trate de forma tan dispar?

La historiografía no los ha tratado de forma dispar, diría. Son escenarios distintos: una lucha urbana encarnizada y cruel, pero combate al fin pese a sus numerosas víctimas civiles, frente al exterminio sistemático e industrial de millones de civiles indefensos. Stalingrado se asocia a imágenes épicas de cierto atractivo estético para el cine o los videojuegos, mientras que Auschwitz es el lugar del horror. Pero insistir en Stalingrado supone implícitamente destacar la dureza del frente, poner a los soldados en el centro de atención, sus sufrimientos y esfuerzos; Auschwitz supone enfrentarse al horror más desnudo y carente de toda connotación épica. Por ello, sobre todo desde la perspectiva de los vencidos, era menos problemático centrarse en los soldados que en las víctimas civiles, en los combatientes que en los SS (vulgares carniceros que se creían húsares), olvidando que el supuesto heroísmo de los primeros sólo servía para que los hornos de Auschwitz pudiesen funcionar un día más a todo gas.

Katyn ha sido durante décadas una palabra maldita para la URSS e incluso para la Rusia actual de Putin. Ningún régimen más o menos autocrático parece dispuesto a reconocer errores de su historia reciente. ¿Por qué?

Los vencedores rara vez están dispuestos a admitir sombras en su triunfo, y dan por buenos los “excesos” o errores en nombre del objetivo final. Las autocracias aún más, pues el pluralismo de opiniones es perseguido y las voces disonantes silenciadas; su culto de valores épicos, militaristas y guerreros, y la dicotomía amigo/enemigo, hacen el resto. En el caso de Katyn, la URSS negó los hechos de modo persistente para no enturbiar la nueva imagen de liberadores del fascismo que quiso exportar a toda Europa oriental, algo que en Polonia hallaba resistencias porque era casi el único país con una resistencia no comunista que fue hegemónica en la lucha contra los nazis. La evolución de las actitudes postsoviéticas hacia Katyn (primero admitiendo la masacre, aunque rebajando sus dimensiones e intentando hacer borrón y cuenta nueva, como Yeltsin y el primer Putin; después volviéndola a negar, cerrando el acceso a archivos, y externalizando las responsabilidades a los alemanes, como hace el segundo Putin) es un reflejo sin más de la acentuación de las tendencias autocráticas del presidencialismo autoritario del Kremlin y su actual ocupante.

“En el frente del Este se decidió el destino de la II Guerra Mundial en Europa, y su desenlace determinó corrimientos de fronteras”

¿No cree que, en este sentido, el papel de los historiadores debe ser fundamental para ahuyentar cualquier intento de los líderes políticos de turno para blanquear o directamente manipular los hechos históricos que atañen a sus países?

Sin duda, y la historiografía crítica y profesional (no cualquiera puede escribir historia, pese a lo que algunos afirman) hace tiempo que se ocupa con solvencia de lo ocurrido en el frente del Este y sus consecuencias, quizá en Alemania y otros países con más intensidad que en la Rusia actual, donde sin embargo la historiografía profesional no cae en las burdas manipulaciones propagandísticas. El problema, sin embargo, es general: en esta era de la posverdad, se relativiza la legitimidad de los centros de producción y conocimiento científico, el saber de tradición ilustrada y basado en la razón, el método y los modelos teóricos, mientras que se exalta la mera manipulación del pasado —no tanto los hechos, como los relatos y narrativas alrededor de ellos— mediante todo tipo de plataformas mediáticas, a menudo teledirigidas desde el poder político u otras instancias. Es algo ya antiguo, pues la Historia es un recurso legitimador de primer orden para la política; y el monopolio sobre el relato histórico es algo a lo que aspira cualquier poder autocrático. Es un dilema de difícil solución.

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