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La era de la depresión

Eunice Mier
Eunice Mierhttp://www.eunicemier.com
Escritora, terapeuta Gestalt y profesora de escritura creativa y terapéutica.
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análisis

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Vivimos en la era de la depresión, de la ansiedad, del estrés; somos hijos del cortisol y de la histeria social. Deprimirse es cada vez más frecuente. La ventaja es que hoy la gente se atreve a nombrar la enfermedad sin que le tatúen letras escarlata en la frente o la llamen loca. Al parecer, los estigmas y prejuicios sociales derivados de la completa ignorancia sobre este padecimiento se han ido silenciando. ¿Será que, al fin, después de dos años de locura (pandemia, mascarillas, vacunas, nevadas, volcanes, guerra, pandemia de nuevo, mascarillas, vacunas…) todos hemos llegado a tocar, de alguna manera, la fría mano de la depresión? Por supuesto que sí: todos hemos sentido ese roce de tristeza penetrante, esa ansiedad que carcome, ese miedo ante lo incierto y lo inevitable, ese sentimiento de angustia por no poder respirar ni gritar ni vivir con tranquilidad; esa impotencia de sentirse atrapado en un mundo que gira en torno a todo menos la paz y la hermandad. Esa tristeza que se cuela debajo de la tierra y nos hunde hacia lo más profundo de nuestro desconocido interior. Esa tristeza que aparece, llega y se queda.

Y es que lo importante es darse cuenta de que la depresión va más allá de la tristeza. Las personas que viven deprimidas luchan contra un enemigo implacable: ellas mismas. Experimentan falta de interés por las actividades diarias; pierden o ganan peso; padecen insomnio o sufren de somnolencia excesiva; no tienen energía para darse un baño o prepararse la comida; son incapaces de concentrarse; van de la cama al sofá y del sofá a la cama. Muchas veces piensan que les tocó ser así, asumen su tristeza, la abrazan, se la meten muy adentro y aprenden a vivir con ella, aunque realmente no estén viviendo.

Todos conocemos a un depresivo porque todos escondemos a nuestro propio depresivo: da igual si tenemos una depresión clínicamente diagnosticada y necesitamos medicación diaria o si nuestra depresión se muestra en llantos ocasionales, arrebatos tóxicos o adicciones, en no poder ver más allá de lo malo que nos sucede, en sentirnos exhaustos, sobrepasados y al límite. No importa el nivel de tristeza o depresión que presentemos: hemos aprendido a vivir encarcelando nuestro mundo emocional, somos perfectamente capaces de disimular nuestras emociones, pero no de gestionarlas: las vamos amontonando en las profundidades de nuestro inconsciente hasta que un día explotamos. Nos hemos convertido en una raza de humanoides que prefieren desconectarse de su yo interno para conectarse a una red wifi.

Por suerte, la depresión es el trastorno mental más común. Y es tratable. Y lo primero que deberíamos hacer para superarla es justamente eso: hacer. Porque lo contrario a la depresión no es echarle huevos y tener ánimo y ser feliz: es la actividad. Ponerse en movimiento, entrar de nuevo en la vida, por más cabrona que la veamos.

Todavía nos queda un largo camino para hacer visibles las enfermedades mentales (y, como diría mi amigo Edmundo, las enfermedades mentales no existen; lo que se enferma es el cerebro, no la mente, y ya podríamos empezar a llamarlas por su nombre: enfermedades cerebrales) sin que aparezca la mancha del juicio social.

Pero lo más importante es que seamos capaces de darnos cuenta de que todos somos unos locos y unos depresivos: somos humanos. En esto radica la empatía verdadera, en reconocer que todos somos espejos de todos. Si uno está triste, yo también lo puedo estar. Y entonces… puedo sostenerlo, abrazarlo, entenderlo, acompañar su camino. Sin juzgar.

Como dice William Styron en su libro Darkness Visible, a memoir of madness, de 1990: “Para aquellos que han vivido en la selva oscura de la depresión, y conocen su inexplicable agonía, su regreso del abismo no es diferente del ascenso del poeta, recorriendo más y más arriba, el camino de salida de las negras profundidades del infierno para finalmente emerger a lo que él llama ‘el brillante mundo’. Allí, quien haya recobrado la salud, ha recobrado casi siempre el don de la serenidad y la alegría, y tal vez ésta sea recompensa suficiente por haber soportado la desesperación más allá de la desesperación”.

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