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La crisis de la izquierda (II): traición al socialismo y giro liberal

Tras la decadencia de los partidos socialistas europeos emerge el nacionalpopulismo de la extrema derecha

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análisis

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Ejemplo paradigmático de la crisis crónica que hoy atenaza a la izquierda es el Partido Socialista francés. En los años 70, el PS empezó a romper con el mundo obrero y con los sindicatos para buscar un nuevo electorado entre las clases medias. La formación abandonó las viejas siglas (Sección Francesa de la Internacional Obrera) y el líder de aquellos años, François Mitterrand, acabó consumando el giro a la derecha cuando en 1983 decidió abandonar su programa inicial para abrazarse a una política monetaria típica de un modelo liberal. Algo más tarde, el laborista Tony Blair abandonaba la Tercera Vía entregando el Reino Unido al liberalismo rampante. Aquello fue el principio de una triste decadencia que a largo plazo terminaría con la llegada al poder de los euroescépticos, con el Brexit y con un nacionalista adicto a la juerga salvaje como Boris Johnson en Downing Street. Otra puñalada para la izquierda europea.

Los catorce largos años en la presidencia de Francia de François Mitterrand constituyeron el período de mayor corrupción política en la historia de la Quinta República. Entre 1987 y 1989, el Partido Socialista galo se financió con las facturas falsas emitidas por varias empresas de Marsella. En 1993 el primer ministro, Pierre Bérégovoy, fue acusado por un medio de comunicación de recibir un préstamo particular de un millón de francos para la compra de un apartamento, lo que lo arrastró al suicidio. En 1994, otro fiel amigo de Mitterrand, François de Grossouvre, se quitó la vida en el enésimo escabroso suceso. Entre 1983 y 1995, Mazarine Pingeot, amante del presidente, y su hija, residieron en un palacete presidencial próximo al Elíseo con cargo a los presupuestos generales del Estado.

Con semejante currículum lo lógico era que el Partido Socialista francés terminara pagándolo en las urnas más pronto que tarde. Y así fue. Las clases medias terminaron emigrando hacia fuerzas políticas conservadoras y muchos trabajadores buscaron soluciones fáciles en la extrema derecha de nuevo cuño. François Hollande, el segundo socialista en alcanzar el poder tras Mitterrand, llegó a la presidencia en mayo del 2012, ya sin complejos liberales. Entre decepcionar a los mercados financieros o a sus electores optó por lo segundo y aquello supuso la firma del certificado de defunción del socialismo francés. Su tímida reforma laboral fue la gota que colmó el vaso y llevó a Francia a una huelga general en 2016 que abrió aún más la puerta al fascista Frente Nacional del clan Le Pen. Hoy, el en otro tiempo todopoderoso partido socialista apenas alcanza el 2 por ciento de los votos y el poder se lo disputan un liberal como Macron que ha sabido aglutinar el voto burgués de centro izquierda y una nostálgica de la xenofobia y del fascismo de Vichy como la antisistema Marine Le Pen. Jean-Luc Mélenchon se queda con los restos de una izquierda que ruge cada vez más tímidamente contra las injusticias del sistema liberal. “Cuando Hollande fue elegido presidente, el Partido Socialista estaba a la cabeza en prácticamente todas las regiones del país, en numerosos departamentos, en grandes ciudades francesas, y tenía mayoría en la Asamblea Nacional, además de una victoria en las presidenciales. Pero en diez años, todo se cayó”, explica Guy Groux, sociólogo y politólogo francés. Una vez más, la historia se repite: cuando la izquierda falla, el populismo y la ultraderecha ocupan su lugar.

El hundimiento del PASOK

Un proceso similar vivió el Movimiento Socialista Panhelénico, más conocido como PASOK, el partido socialdemócrata griego. Tras gobernar el país durante la mayor parte de los años ochenta y noventa, perdió el poder en las elecciones legislativas de 2004, transformándose en el principal partido de la oposición. Aunque cinco años después, en 2009, volvió a ganar los comicios por mayoría absoluta, tras el crack de 2008 entró en franca decadencia en parte por las medidas de austeridad impuestas por los “señores de negro” de Bruselas. El PASOK sufrió un duro golpe electoral, quedando en tercer lugar tras la conservadora Nueva Democracia y la Coalición de la Izquierda Radical. El batacazo fue aún peor en 2015, cuando fue relegado a la última posición del panorama político con apenas un 4,7 por ciento de los votos. La tragedia griega del PASOK constituye la metáfora perfecta del hundimiento de las izquierdas europeas.

La nueva izquierda Francesa

Los años 90 confirmaron la transformación de la socialdemocracia en una ideología conservadora no solo en lo político-económico, sino también en lo cultural. Impotente para acabar con la desigualdad, para redistribuir la riqueza y para hacer frente a los desmanes de la globalización, el invento dejó de funcionar. Los ciudadanos llegaron a la conclusión de que no necesitaban políticos que no hacían más que emplear las bellas y utópicas palabras de siempre y que cuando llegaban al poder inevitablemente acababan domesticándose, convirtiéndose también en liberales y lo que es aún peor: corrompiéndose. Pero faltaba el detonante letal para terminar de finiquitar a la moribunda izquierda: la crisis de 2008, que supuso la puntilla para los partidos progresistas del viejo continente. Los socialdemócratas perdieron la confianza de las clases trabajadoras, que sufrieron duramente los estragos de la recesión. Paradójicamente, la ira del proletariado no fue contra la ideología neoliberal, causante de la debacle del sistema, sino contra los suyos, contra los cómplices del crimen, contra quienes no habían dado respuesta a los desmanes del crack en forma de desempleo, ruina y hambre. Buena parte del electorado comenzó a votar a la derecha, que con falacias y engaños logró convencer al ciudadano izquierdista desencantado. Los partidos reaccionarios ganaron la batalla del relato, ese bulo consistente en hacer creer a las masas que el Estado de bienestar se defiende mejor desde posiciones conservadoras. El patrón crea empleo y riqueza, el dinero fluye y los obreros se benefician de las migajas que van cayendo. Hoy, los disidentes del socialismo transmigran a la derecha, cuando no a la extrema derecha. Otros –una minoría que por sí sola no puede gobernar– recalan en la extrema izquierda antisistema. Mélenchon, el fundador del movimiento Francia Insumisa, es un buen ejemplo de líder que ha captado los restos del naufragio de la izquierda tradicional. Miembro del Partido Socialista entre 1976 y 2008 (él mismo es un rebotado de los años del mitterranismo), ha enarbolado la bandera del descontento social propugnando nuevas ideas como la salida de Francia de la Unión Europea y la puesta en marcha de una asamblea constituyente para elaborar la Constitución de la Sexta República, que según el líder antisistema ha caído en una especie de “monarquía presidencial” debido al elevado poder que concentra el presidente Macron. Lo poco que queda ya de izquierda ha mutado hacia un peligroso populismo de corte radical, rupturista e ingobernable.

La ilusión del 15M

Tras la crisis de 2008, en España se abrió un momento para la esperanza de los partidos de izquierda. En 2011, el Movimiento 15M de los indignados cristalizaría más tarde en el partido Podemos de Pablo Iglesias, Íñigo Errejón, Juan Carlos Monedero y Carolina Bescansa, entre otros. Muchos ciudadanos, sobre todo los más jóvenes, dijeron basta ya al bipartidismo monárquico y liberal PP-PSOE, a la tiranía de los bancos y grandes corporaciones, a los desahucios y a una democracia de baja estofa que casi siempre degenera en grandes bolsas de pobreza. Iglesias logró aglutinar el voto de aquello que se dio en llamar “la izquierda real” y las confluencias regionales. Venía para “asaltar los cielos”, o eso al menos le dijo a las clases populares más castigadas por la recesión. Sin embargo, tras pactar con el PSOE de Pedro Sánchez en las elecciones de 2020 el Gobierno de coalición socialista-podemita ha quedado muy lejos de cumplir con las expectativas de aquellas masas movilizadas que acamparon en la Puerta del Sol y en tantas ciudades españolas para pedir cambios políticos durante el 15M. Es cierto que el mayor empuje socialista al Ejecutivo de coalición lo ha aportado Unidas Podemos y gracias a ello numerosas reformas han salido adelante. Mientras el siempre remolón PSOE echaba el freno de mano a leyes demasiado izquierdistas, los ministros y ministras morados presionaban y tensaban la cuerda en el Ejecutivo para seguir avanzado en derechos sociales y laborales. Pero esta doble alma, esta dualidad, ha sido foco de no pocas fricciones y roces entre los dos socios de la coalición. En lo que va de tumultuosa legislatura, la opinión pública ha podido seguir, en vivo y en directo (a veces al segundo a través de Twitter), las rencillas y disputas entre unos y otros, el cainismo de la izquierda española, un mal que se remonta más allá de los tiempos de la Segunda República. Las luchas fratricidas PSOE/Podemos han terminado por generar desafección y hastío en las bases. Y al final ambos han pagado el desgaste de formar parte de un Gobierno de coalición que no ha satisfecho las expectativas de las clases obreras. Hoy, los podemitas han perdido la frescura de los inicios y las encuestas no les dan buenos resultados de cara a las próximas elecciones generales. Otro proyecto de regeneración de la izquierda que se quema a las primeras de cambio.

Saltan las alarmas en Andalucía

¿Es la crisis de la izquierda española terminal o solo pasajera? ¿Retornará el socialismo el vigor de antaño para recuperar su pasado de éxito? De momento, todos los augurios son más que negros y pesimistas. Las victorias de Isabel Díaz Ayuso en Madrid, de Alfonso Fernández Mañueco en Castilla y León (con el apoyo de la extrema derecha de Vox) y sobre todo de Juanma Moreno Bonilla en Andalucía (este por mayoría absoluta), vienen a confirmar que el proceso de derechización de España continúa imparable (tal como sucede en otros países europeos) mientras la izquierda da muestras de una preocupante falta de conexión con el pueblo. El PSOE tiembla tras el vuelco a la derecha en tierras andaluzas, una región que durante décadas fue el tradicional feudo socialista. En público y ante la prensa, Ferraz se esfuerza por convencer al país de que unas autonómicas no son unas generales, que la victoria de Juanma Moreno Bonilla solo puede leerse en clave regional, no nacional, y que es preciso mantener la calma porque el socialismo ha salvado los muebles. No peligra la reelección de Pedro Sánchez, no hay cambio de ciclo, el terremoto Bonilla ha sido episódico, algo aislado, dicen los analistas del PSOE engañándose a sí mismos. Sin embargo, en su fuero interno, son perfectamente conscientes de que el proceso de derechización, hasta que el mapa de España se tiña totalmente de azul, prosigue de forma tan alarmante como arrolladora.

La responsabilidad en el descalabro del 19J no puede atribuirse en exclusiva al candidato socialista Juan Espadas. Sánchez, con su programa socialdemócrata de baja intensidad, es el primer culpable de la debacle en las andaluzas. Los españoles se enfrentan a una recesión de proporciones bíblicas como consecuencia de la crisis económica derivada de la pandemia y a los estragos de la guerra de Putin en Ucrania. El precio del combustible no para de subir, la inflación anda desbocada y la prima de riesgo vuelve a rellenar páginas en los periódicos, como ya ocurrió en los días previos al crack del 2008. Ningún gobierno socialista puede sobrevivir en un país en el que una sandía cuesta 13 euros y la gasolina se ha convertido en un producto de lujo. En ese contexto diabólico, el votante de izquierdas empieza a sospechar que el presidente del Gobierno practica una política conservadora que se ha quedado muy corta respecto a lo que debe ser el socialismo real. Sánchez debería reflexionar con urgencia por qué, elección tras elección, se lleva un revolcón regional más contundente que el anterior. Va de derrota en derrota hasta la debacle final, que puede ocurrir de aquí a un año y medio, cuando se celebren elecciones generales. Núñez Feijóo no hace más que proponer la receta de siempre: recortes al Estado de bienestar, contención del gasto público, precariedad laboral y un sistema fiscal que solo beneficia a las rentas altas. El laboratorio de Madrid, donde Ayuso concede becas de estudio a familias con ingresos superiores a los 100.000 euros, es el preludio de lo que nos espera. El ayusismo ultraliberal (una mala versión española del trumpismo norteamericano) ensaya la demolición total del Estado de bienestar que Feijóo consumará si llega a la Moncloa. De nada sirven las movilizaciones de los profesionales sanitarios, los maestros de escuela y los taxistas que se echan a la calle pidiendo mejoras sociales. La derecha española (bien encarrilada por Vox) vuelve a instaurar su vieja ideología imponiendo lo privado en detrimento de lo público. Contrarrestar el programa político de este PP trumpizado exigiría una izquierda fuerte, valiente, sin complejos. Más socialismo real con medidas concretas que lleguen a las clases humildes. Lamentablemente, Sánchez no parece dispuesto a jugarse esa carta. El presidente del Gobierno es otro de esos personajes ambiguos que desde Mitterrand hasta Felipe González, pasando por Tony Blair, ha decidido dar el giro liberal para contentar a las grandes multinacionales del Ibex 35, a la patronal y a la banca. Sánchez es más liberal que socialista siguiendo con la maldición que recae sobre el PSOE desde que decidió romper con Marx en aquel famoso Congreso de Suresnes (1974). Aquella refundación fue nefasta para el socialismo, pero los barones territoriales de hoy, los grandes popes de Ferraz, siguen emperrados en que demasiada izquierda acaba por ahuyentar al electorado. Gente como Guillermo Fernández Vara, Emiliano García-Page o Javier Lambán opinan que si los andaluces votaron derecha el 19J, si no se movilizaron suficientemente contra el PP (se registró más de un 41 por ciento de abstención) fue porque decidieron penalizar las alianzas de Sánchez con los comunistas de Unidas Podemos y los separatistas de ERC y Bildu, no la tibieza de las medidas económicas del Gobierno de la nación. La interpretación no puede ser más errónea. El pueblo pide más justicia social, más izquierda. El problema es que Sánchez no se la da. 

De cualquier forma, o Moncloa mueve ficha ya, apostando por políticas que de verdad rescaten a aquellos que lo están pasando mal por la crisis del coronavirus y de la guerra en Ucrania, o está más que sentenciado. Un nuevo impulso, echando toda la carne en el asador, se antoja imprescindible si el presidente quiere seguir gobernando cuatro años más. Por desgracia, apenas queda tiempo hasta las elecciones generales que están a la vuelta de la esquina y Feijóo sigue remontando en las encuestas (de celebrarse hoy los comicios las derechas ganarían por una holgada mayoría). Así que el presidente ya va tarde.

Sánchez se ha dormido en los laureles. Tras una primera parte de la legislatura algo más audaz (renta mínima vital, cheque energético y ERTE a las empresas afectadas por la pandemia) da la sensación de que el Gobierno de coalición ha entrado en una etapa de letargo, casi de parálisis terminal. Ciertamente, el Consejo de Ministros ha acometido medidas progresistas que son de agradecer. El manual de primeros auxilios con el que ha encarado la crisis de 2020 ha sido radicalmente distinto al programa austericida y de duros recortes acometido por Mariano Rajoy tras el crack de 2008. Hace catorce años se rescató a la banca; hoy se ha tratado de dotar a los españoles de un escudo social. Los expedientes de regulación temporal de empleo tramitados durante la epidemia han permitido salvar miles de puestos de trabajo. Rajoy hubiera largado a cientos de trabajadores a la cola del paro sin miramiento ni compasión. Tenemos los mejores datos de empleo en mucho tiempo, las pensiones han subido, el salario mínimo también, se ha suprimido el tarifazo farmacéutico y España ha logrado la “excepción ibérica” energética en un pulso a cara de perro con Bruselas. Muchas de estas medidas, conviene no olvidarlo, se han adoptado por el impulso esencial de Unidas Podemos.

Sin embargo, todo lo que ha hecho este Gobierno sabe a poco, bien porque los españoles han alcanzado un nivel de vida tan acomodado que ya no acepta migajas, ayudas ni subsidios estatales, bien porque el odio antisanchista se ha propalado con tal intensidad durante la pandemia que cabría pensar que este presidente está acabado, quemado, amortizado. El problema no es que no se haya hecho nada, es que se ha hecho poco y se ha vendido mal a la opinión pública. La reforma laboral se quedó corta. En cuanto a la reforma fiscal, otra decepción. Sánchez parece haber aplazado el “impuestazo a los ricos” y a las grandes fortunas del país y esa renuncia ha sido bien aprovechada por personajes populistas como Isabel Díaz Ayuso capaces de engañar a las clases trabajadoras con una supuesta bajada de tributos que finalmente solo beneficia a las rentas más altas. En política, el miedo se paga, y el PP está aprovechando la tolerancia del Gobierno con el gran capital.

Ahora que la derecha vuelve a arrasar con mayorías absolutas, Sánchez ya va contrarreloj, tarde y mal. Ese cheque de 300 euros que se ha sacado de la manga para las familias más golpeadas por la crisis y la espiral inflacionista –una medida debidamente filtrada por Moncloa un día después de la catástrofe andaluza–, no deja de ser un intento a la desesperada por tapar con una tirita la hemorragia tras la amputación de un miembro. No va a contentar a nadie, como tampoco ha satisfecho la subvención al carburante, una medida que ha quedado en papel mojado por la picaresca de no pocas gasolineras que suben los precios aleatoriamente. Para completar el escenario dramático para el Gobierno, los fondos europeos no terminan de llegar y los españoles empiezan a sospechar que todo lo que ha anunciado Bruselas en los últimos tiempos no es sino otro tocomocho más.

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2 COMENTARIOS

  1. Muy acertado este artículo, y bien enfocado históricamente, coincido en todo; por poner una pega no se ha comentado nada de lo que le costó a Gonzalez perder las elecciones, ni tampoco lo de los EREs de Andalucía que a la postre le costó a Díaz y a Espadas. El problema del socialismo es que siempre dicen una cosa y hacen otra, desde hace mucho son vendedores de humo, no puedes decir que eres republicano y defender la monarquía más que la derecha (por poner un ejemplo de lo que estamos hartos de ver…). A la larga, la gente se cansa de que los tomen por tontos, y para votar a gente que hace políticas de derechas votan directamente a los de derechas. Mala salida tiene el panorama.

  2. El primer engaño conceptual es definir las posiciones políticas progresistas o revolucionarias con un término posicional con respeto a otro punto, el centro, que no determina nada desde el punto político u económico. ¿Qué es lo que abarca el centro? Lo que no es chicha ni limonada. Los conceptos políticos tienen que ser definidos con respeto al poder y al sustento del poder: la economía; o se defiende el robo y el saqueo de la riqueza lograda por el trabajo por parte de las clases parasitarias; o se defiende que la producción, por tanto el bienestar, sea dominado y gestionado por quien lo produce, el conjunto de los trabajadores. Todo lo demás son cuentos engañabobos

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