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Interrogarse para impulsar el vínculo de humanidad

“La verdad siempre reverdece en la bondad, que es por sí misma, un acto de tranquilidad”.

Víctor Corcoba Herrero
Víctor Corcoba Herrero
Licenciado en Derecho y Profesor de EGB. Tiene varios libros publicados, sobre poesía, biografía y otros de ensayo y cuentos diversos. Colabora con asiduidad en diversos medios de comunicación de Europa, América Latina y también del territorio español.
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análisis

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La humanidad tiene que interrogarse, tanto en su conjunto, como cada cual consigo mismo. Nunca es tarde para hacerlo. Necesitamos que germinen flamantes horizontes, para estimular otros aires más saludables, ofreciendo lozanas visiones vivenciales. Lo prioritario es suscitar esa pasión por vivir unidos, a través de una perspectiva reconciliadora, que es el modo de curar heridas, de vivificar sueños tejiendo sanas relaciones entre todos, globalizando ese mundo que ya está, pero que necesita hacerlo de corazón a corazón, cuando menos para hermanarse y activar, de este modo, el vínculo de la familia humana. Que retorne a nosotros la esperanza, en nuestro constante caminar, es tan vital como imprescindible.

Bajo esta exploración conjunta, tenemos que asegurar nuestro bien colectivo. La compasión debe gobernar nuestros andares; para ello, tenemos que despojarnos de todos los vicios, para que nazca la semilla de la concordia. Tenemos que decir no, y un ¡no! bien rotundo, a esta forma de vivir necia, desbordada por el talante de la hipocresía, que realmente nos está ahogando en sus miserias. Es injusto acostumbrarnos a este mal, volvernos perversos e inhumanos a más no poder. Hay que enmendarse, tomar nacientes alientos, respirar nuevos silabarios y renacer con otro ánimo más esperanzador, que ilumine las mentes, pero también el alma, para adquirir fuerza en esa mítica batalla por el cambio.

Tenemos que salir de esta atmosfera destructiva. Hagamos memoria. Repensemos y repongamos un poder más constructor. Desaparezcan todas las armas del mundo. Las tensiones y los peligros que nos circundan se resuelven a través del diálogo, no hay otra manera de hacerlo. Negociemos, como seres pensantes que somos, un itinerario más equitativo y solidario, caminando juntos y juntos reflexionando. Así es como se avanza en el buen camino. Solamente un espíritu libre que se subyuga a lo auténtico produce a su vereda, el florecimiento del verso y la palabra. La verdad siempre reverdece en la bondad, que es por sí misma, un acto de tranquilidad. Ahí radica la ley suprema, el amparo del pueblo; ya que compartida la carga, todo se vuelve más llevadero y gozoso.

La idea Aristotélica de que únicamente “aquellos que obran bien son los únicos que pueden aspirar en la vida a la felicidad”, es tan racional como real. Por eso, es fundamental ese examen interior, para ver cómo se viven las diversas misiones que todos tenemos en esta existencia, el sentido responsable con el que caminamos o el pedestal en el que nos movemos a diario, para regenerarnos como gentes de orden y luz. Una tragedia global como la pandemia del COVID-19, debe despertar en cada uno de nosotros, la actitud de auxilio. No olvidemos jamás que somos un linaje que navega en un mismo mar de continentes, donde el oleaje del mal de uno perjudica a todos. Así de claro y así de efectivo. No tiene sentido el egoísmo entonces.

Está siendo tan fuerte y cruel este hálito egocéntrico que, hasta los mismos gobernantes, suelen anteponer su ensimismamiento a su donación de servicio, su victoria particular a su compromiso social. Con este proceder, no podemos entender los actuales signos de los tiempos que nos han tocado vivir. En ocasiones, estamos tan sumidos y encerrados en nuestro propio entorno que no solemos ver más allá de dos pasos. Por eso, es menester poner oído y escuchar los diversos lenguajes que la poética del camino nos ofrece. Quizás nos sorprenda tanta pobreza aglutinada en nuestro interior, y ya no sólo de alimentos, también de indiferencia y pasividad, lo que hace difícil que nos dignifiquemos y salgamos de este abecedario tan confuso como cruel. Nos toca, pues, cultivar la clemencia que es lo que nos desarma.

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1 COMENTARIO

  1. Permítame que insista con un comentario hecho desde una rumia obsesiva y maquinante que combina ciertos sintagmas repetitivamente a modo de silogismo filosófico malo; o desde cierto egocentrismo vanidoso y vacuo que pomponea pomposas sentencias; o desde un ombliguismo melancólico que, reposando reactivamente en la acedia, amaga con amargar toda percepción comprensión e interpretación del asunto; o desde cierta excentricidad de endiosamiento histriónico meta-literario y autorreferencial que delira irremediablemente aforismos al interrogarse por la integridad de “sí mismo” y de “nosotros”:

    Ah, las diversas misiones que todos y cada uno tenemos que abordar:

    la de la autodeterminación practo-útil del individuo en el que nos trasformamos,
    la de la autogobernanza vitalista de la persona en la que nos convertimos:
    la de la dignificación del ser humano que hacemos aparecer,
    la de apropiación del ser-ahí que conseguimos dejar mostrar a cierta escucha,
    y la de la subjetividad a superar trascender y salvar que conglomeramos.

    Ay, el obrar de la desquiciada mismidad desesperada por llegar a ser la que es y la verdad
    por realizarse adecuadamente por el mundo,
    por poseerse verazmente en la vida,
    por estimarse claramente ante la nada,
    por retenerse abiertamente tras el ser,
    por custodiarse confiadamente bajo lo divino:

    ¿A qué felicidad puede aspirar?, ¿qué felicidad puede concebir?, ¿la del ser útil no obsolescente?, ¿la del estar contenido y contento no abandonado?, ¿la del ser digno no olvidado?, ¿la de la autenticidad no ausente más allá de la mera presencia?, ¿la del completo redentor de sí mismo no disgregado…?

    …Y, ay, “La verdad siempre reverdece en la bondad, que es por sí misma, un acto de tranquilidad”, qué frase tan rotunda y redonda, tan heideggeriana diríase, tan exigente y reveladora para aquella (¿¡endiosada!?) mismidad trascendente que acepta y asume el pindárico reto de “el llegar a ser el que eres”, pero quizás tan poco esperanzadora para esa otra mismidad (¿¡degradada!?), condenada a la intrascendencia, que no acepta tal desafío y que se ahoga angustiosamente en los barros kierkegaardianos de “un querer llegar a ser sí mismo que no puede dejar de ser sí mismo” que no niega y de “un poder llegar a ser sí mismo que no quiere dejar de ser sí mismo” que no afirma.

    “Cultivar la clemencia que nos desarma” pero que no nos desalma… La mismidad quiere armarse exigentemente, desde el sujeto al ser-ahí: ¿¡Sólo un dios del desasimiento sereno puede salvarnos ya…!?

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