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Hasta la luz lucha por ser luz

José Repiso Moyano
José Repiso Moyano
Escritor español de larguísima trayectoria nacido en Cuevas de San Marcos, Provincia de Málaga, que ha publicado miles de obras en 50 años (literarias, de conocimiento,etc), y ha obtenido premios y reconocimientos por su participación en concursos, periódicos, revistas, recitales, programas de radio, acciones humanitarias y eventos literarios en todo el Mundo.
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análisis

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Hasta la luz se mueve o lucha por ser luz; no acepta la pasividad (pasotismo) como los seres humanos aceptan. En verdad, todo va hacia su naturaleza real y, asimismo, se entrega de lleno hacia la información que conlleva-comporta de realidad.
Pero los seres humanos crean ininterrumpidamente informaciones con sus intenciones y así la sociedad es en consecuencia un conjunto de informaciones que actúan mejorando algo a los seres humanos o, si no, solo dañando. Aquí lo primero que hay que considerar es que cada información posee siempre un contenido, ¡sí!; pero puede, éste, no estar en consonancia con la realidad, porque no lo evidencian o no lo aceptan los hechos que en ella se suceden. Por ello existe, antes que nada, un rigor (o una lucha de lealtad en el informar) que da progresivamente una consecuencia (en lo preciso que se dice) de una mayor o menor veracidad.

Sí, tras haber leído bastantes ensayos, artículos y estudios de todo tipo, ahora se suele confundir con frecuencia no distinguiendo lo que es la argumentación (con sus reglas) de lo que es la opinión, algo muy determinado por una manera de ser que se expresa con lo que tiene; o sea, que expone una particular volición.

Hay que diferenciarlo, la opinión es una “posición tomada”, un a priori o un convencimiento personal (algo siempre un tanto cerrado) que está condicionado antes por un creer, desde luego, por una creencia de lo que ya se concibe en el interior frente a cualquier aprobación o desaprobación de disquisiciones o de razones que posteriormente llegan del entorno.
Entiéndase, la opinión defiende a toda costa una manera de ser; la expone e, insoslayablemente, la propone (la opinión desde un principio no es elegible).

Por el contrario, la argumentación racional para todos conlleva, supone o “establece” igualitariamente una búsqueda de la veracidad, en claro, es búsqueda de elementos “para ella argumentarse”, para sustentarse ante todos, o ante cualquiera (pues, si cualquier cosa tiene unos requisitos para ser «lo que es», la razón tiene únicamente los que son suyos). Y, por tal sujeción, exige entonces una disciplina, un tener en cuenta muchas razones o conocimientos; e exige de seguido un análisis (valoración objetiva) de ellos, depurando o vislumbrando después un resultado coherente.

Con aforo a eso, muchos ensayos, tesis y estudios (en apariencia veraces) son erróneos; amaneran un conjunto de informaciones sin las reglas o criterios necesarios, y con tópicos, con prejucios, con “referencias” o utensilios o recursos que no se relacionan de forma directa o contextual, que nada tienen que ver con un estricto proceso aclaratorio o delimitado.

Por ello, si argumentar es búsqueda de la veracidad con un procedimiento racional, en coherencia, sí, lo primero en voluntad es esa predisposición: un amor a la verdad (su aceptación incondicional o sin restricciones). Lo cual implica el reconocerla siempre, de uno o de otro, sin preferencias mediáticas, sin cortapisas ideológicas, y sin privilegios corporativistas; puesto que, ya lo contrario, es no respetarla o no argumentar.

Lo segundo, por eficacia, es la delimitación; a ver, ceñirse a algo en concreto por cuanto que, esto, evita el malentendimiento o la confusión. Y es que más vale el encontrar un poco de veracidad sin provocar alguna confusión que el encontrar mucho muy líado, no discernido, mal relacionado para el resultado final que ha de ser coherente. Es decir, no tratar de dos contextos al mismo tiempo (mezclándolos) y, ya, de seguido, el ir “madejándolos” de manera interesada (tan a veces inconsciente) hacia una obligada relación entre ellos.

Pero no menos importante es la elección de los recursos para una argumentación; porque muchos hacen acopio de citas, de dichos, de rumores, de teorías, de modas, de términos míticos o ficticios, de costumbres, de tendencias dominantes o chovinistas, de leyes milagrosas, de estados del bienestar al lado de tantas miserias, de supersticiones, de aprensiones apocalípticas o de excesiva alarma social e, incluso, de temas populares que sobredimensionan a unos contextos o los sobreprotegen (así, por el acto subliminal o demagógico) dentro de la realidad.

Todo tiene sus «medios adecuados«, esos que sólo le producen a algo un efecto (una consecución) en concreto. Nunca se eliminarán los prejuicios, nunca, si antes no sabes seleccionar la información que te va llegando, dándole el valor en un juicio muy crítico que le pertenece con respecto a unos criterios adecuados para cada contexto. No se ha de conducir eligiendo la información que un acompañante te ofrece, sino otra que sensatamente es la propia, por ejemplo.

También, hay algunos (por casos, bastantes) que optan por conclusiones precipitadas después de no argumentarlas (aducirlas) y, al momento, las dan como válidas “imponiéndolas” en “revistas de prestigio” en las cuales, ellos, por influencia, tienen la publicación y el “éxito de engaño” casi seguro.
He contado cientos de esas argumentaciones.
Entre tanta mediación, es lógico (anteponiendo una cínica competitividad), se desencadenan unas manipulaciones correspondientes; a sabiendas de que una coherencia que no se manifiesta en lo ético conduce, y no en poco, a lo mediocre.

En cuestión, la argumentación válida únicamente puede serla que, en verdad, es menos refutable o no ha sido refutada; en virtud de que ya ha superado otras argumentaciones (contraargumentándolas con pruebas aclaratorias) por ser más sólida o más coherente.
No, no puede “imponer” uno una argumentación si ya tiene, al lado, en frente, de otro, una contraargumentación evidente, elucidada, aunque sea sólo una.

En fin, por último, reiterar que la argumentación nunca se defiende despóticamente ante las reglas de la razón menoscabando los valores de honestidad y de esfuerzo (en suma, de dignidad) que, de ella, se desprenden.

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