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Guerra en las derechas españolas (III)

Pablo Casado ve con preocupación cómo Vox va ganando terreno en la pugna por la hegemonía del espacio conservador

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análisis

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Desde que estalló el caso Gürtel que le costó el Gobierno a Mariano Rajoy, todo han sido buenas palabras, loas a la honorabilidad de unas siglas históricas y declaraciones públicas sobre la honestidad y la honradez de quienes trabajan por España en el nuevo PP casadista. Ha habido tiempo más que suficiente para que el partido se adaptara a lo que debe ser una organización seria y transparente, dejando atrás la imagen de chiringuito donde el que más y el que menos mete la mano en el cazo o en la caja B. Sin embargo, las medidas anticorrupción no terminan de llegar y se ha demostrado que la supuesta mudanza de Génova, ese suntuoso edificio situado en el corazón mismo de Madrid, obedece única y exclusivamente a que el partido se encuentra en graves apuros económicos, de modo que se impone por necesidad una sede más barata y modesta. Nada en esa operación inmobiliaria tiene que ver con un hipotético intento de regeneración de la ética política.

La prueba palpable de que poco ha cambiado y de que todo lo que ha dicho Pablo Casado hasta hoy no era más que un brindis al sol es que la Fiscalía Anticorrupción acaba de darle un nuevo tirón de orejas al partido para que se ponga al día de una vez, haga los deberes y adopte ya las urgentes medidas contra la corrupción que todas las fuerzas políticas llevan aplicando desde hace años. Los fiscales que indagan en la trama valenciana de corrupción concluyen que la cúpula del PP consentía y aceptaba que allí se “manejara dinero en efectivo o recaudara de empresarios” y critica que no se haya hecho “nada” a pesar de que las cuentas internas han sido investigadas por la Justicia a lo largo de una larga década. Pese a que el líder popular pretende convencer al país de que su PP ya no es aquel PP manchado de mugre, Pablo Casado sigue siendo, a ojos de muchos españoles, Pablo Pasado. No en vano, ostentó puestos de responsabilidad en el gabinete Rajoy desde enero de 2015, cuando fue elegido portavoz del comité de campaña nacional para las elecciones municipales y autonómicas que se celebraron el 24 de mayo y más tarde vicesecretario general de comunicación.

A pesar de los intentos por librar a su proyecto de la peste de los años gurtelianos, de alguna manera el dirigente popular sigue siendo la viva imagen de un partido sobre el que todavía pesa la negra sombra de la corrupción. Esa lacra no penaliza a Ayuso, que por alguna razón transmite la frescura de una mujer no salpicada, limpia, sin mácula. Los últimos intentos por desacreditarla con rumores instigados desde dentro (el famoso fuego amigo) tampoco parece que hayan hecho mella en su popularidad e imagen personal.

Santiago, el pescador

Lógicamente, a río revuelto ganancia de pescadores. Vox ha visto en la sangría genovesa una oportunidad única para captar a los votantes descontentos con el espectáculo que está dando el PP. Santiago Abascal no solo tiene a Pedro Sánchez en su punto de mira, sino que Pablo Casado se ha convertido también en un objetivo a batir. Tras el verano y el inicio del curso político se vio claramente que la estrategia había cambiado sensiblemente en la formación verde. A Vox ya no le interesa solo ser la muleta del PP que ayuda a sostener los gobiernos regionales conservadores. Quieren más, mucho más. De lo que se trata ahora es de identificar a populares y socialistas como los mismos perros con diferentes collares, agentes del bipartidismo fracasado y trasnochado. Por eso cada vez se escucha con mayor insistencia aquello del “PPSOE”, un término con el que Abascal trata de denigrar el modelo que ha funcionado desde 1978. “El Partido Popular es un burdo relevo de las políticas progres que han llevado al país a esta situación (…) Se han convertido en indistinguibles”, llegó a asegurar Abascal en Amurrio. Con ese discurso antisistema, que parece inspirado en aquel viejo populismo con el que los partidos totalitarios acabaron con las democracias liberales en los años treinta del pasado siglo, Vox está cosechando buenos resultados en las encuestas.

Así, de celebrarse hoy las elecciones generales, el partido de Abascal se beneficiaría de una importante subida de 1,1 puntos hasta situarse en el 14,3 por ciento de los sufragios, según el sondeo del CIS del pasado mes de noviembre. Curiosamente, la mejoría de los partidos alternativos –Podemos también crece ligeramente– se produce a costa del bipartidismo (el PSOE desciende 0,9 puntos en intención de voto mientras el PP pierde 1,2 para situarse en un 20,9 por ciento). Distintos números arroja el sondeo elaborado por el Instituto DYM para HENNEO. Según esta encuesta, Pablo Casado ganaría hoy las generales, pero perdería 3,4 puntos en un mes y caería al 25,8 por ciento de los votos. Por su parte, el PSOE recuperaría 1,1 puntos desde octubre y se situaría en el 25,5 por ciento. Es decir, solo tres décimas de diferencia (el PP obtendría entre 106 y 111 escaños, frente a los 100 a 105 de los socialistas). O lo que es lo mismo: todavía hay partido.

Evidentemente no son buenos datos para la coalición de izquierdas, ya que, entre PP, Vox y Cs podrían reunir una horquilla de 170-180 diputados, suficiente para dar un vuelco político en España. A su vez, socialistas y morados solo obtendrían entre 129 y 137 escaños (hoy poseen 155), quedando lejos del poder (ni siquiera podrían formar gobierno con el apoyo de los nacionalistas, como viene ocurriendo hasta ahora).

De estos números se extraen varias conclusiones. En primer lugar, queda en evidencia la nefasta gestión política de Pablo Casado en su guerra abierta contra Isabel Díaz Ayuso. En apenas un mes, y a causa de las luchas intestinas, Casado ha dilapidado los buenos resultados del mes de octubre, cuyas encuestas le daban una clara ventaja de casi diez puntos respecto al PSOE. En segundo término, es evidente que cada vez más votantes del Partido Popular ven a Vox como una alternativa al partido de Casado, que no solo sigue lastrado por las refriegas internas sino por la resaca de la corrupción. Por si fuera poco, parece evidente que la formación de Abascal está sabiendo canalizar parte del descontento social en la calle a causa de la crisis económica y las restrictivas medidas sanitarias. Mientras Casado aparece como un líder cuestionado y descolocado, el político bilbaíno ultraderechista es idolatrado por algunos grupos de presión como los policías y los guardias civiles, los camioneros, los ganaderos y los autónomos.

Se siente tan seguro y confiado el líder voxista que se puede permitir ponerse al frente de la multitudinaria manifestación organizada por su sindicato policial hermano, Jusapol, y al mismo tiempo criticar el envío de una tanqueta contra los obreros del Metal de Cádiz, en huelga por las nefastas condiciones laborales que sufren desde hace años. “Nos parece muy significativo que el Gobierno utilice medidas más contundentes contra los trabajadores desesperados que contra quienes asaltan nuestras fronteras o dan un golpe separatista en Cataluña”, ha afirmado el líder de Vox. De alguna manera, el mensaje ultra va calando, el Gobierno empieza a perder la batalla de la calle y el PP también sale seriamente malparado de la vorágine social que el propio Casado ha alimentado durante meses con bulos y una infame política frentista. Cada vez está más claro que la estrategia casadista de darle aire a la extrema derecha y convertir a Vox en el partido bisagra del PP no le está dando buenos resultados, ya que al final la marca blanca amenaza con tragarse a la original.

Vox cuaja y el Partido Popular no termina de despegar. Quizá sea por eso que Pablo Casado, de cuando en cuando, lanza un guiño a la parroquia ultraderechista tratando de captar votos como el que protagonizó el pasado 20N, día de conmemoración de la muerte de Franco. Todavía hoy no se entiende que esa tarde, entre miles de iglesias y parroquias repartidas por todo el territorio nacional, Casado fuera a meterse precisamente en la capilla de la catedral de Granada mientras se oficiaba una misa en recuerdo al dictador y a José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange. En el PP, y también en la prensa conservadora, se ha tratado de vender la idea de que Casado no sabía que aquello era un aquelarre fascista, ya que en ningún momento vio la gran corona de flores pagada por la Fundación Franco que adornaba el altar, ni al párroco ofreciendo rogativas a los patriarcas del fascismo español, ni a los jóvenes ultras que desplegaron banderas preconstitucionales dentro del templo y fuera, en la puerta de la catedral, donde terminaron cantando el Cara al Sol, brazo en alto, al término del oficio religioso.

En realidad, la coartada de que Casado se metió en la boca del lobo por equivocación no se sostiene. Si es cierto que no quiso acudir a esa misa negra convertida en un nido de fascistas pudo haber pedido perdón a los españoles por su presunta confusión, pero no lo hizo. A día de hoy, el jefe de la oposición no ha abierto la boca todavía para excusarse por tan bochornoso espectáculo. Y no lo hace sencillamente porque tiene una guerra abierta no solo contra Ayuso, que despierta simpatías en el nuevo falangismo patrio, sino contra Vox, un partido abiertamente franquista. Mostrar debilidad, quedar como un blando demócrata, confirmar que es el fiel representante de la “derechita cobarde” (como dice despectivamente Abascal) sería tanto como perder a una parte del electorado que durante años votó religiosa y soterradamente al PP pero que, de un tiempo a esta parte, se ha quitado complejos y ya solo cree en las promesas de Vox.   

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