viernes, 26abril, 2024
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El franquismo y la Transición a la luz del siglo XXI

Eduardo Luis Junquera Cubiles
Eduardo Luis Junquera Cubiles
Nació en Gijón, aunque desde 1993 está afincado en Madrid. Es autor de Novela, Ensayo, Divulgación Científica y análisis político. Durante el año 2013 fue profesor de Historia de Asturias en la Universidad Estadual de Ceará, en Brasil. En la misma institución colaboró con el Centro de Estudios GE-Sartre, impartiendo varios seminarios junto a otros profesores. También fue representante cultural de España en el consulado de la ciudad brasileña de Fortaleza. Ha colaborado de forma habitual con la Fundación Ortega y Gasset-Gregorio Marañón y con Transparencia Internacional. Ha dado numerosas conferencias sobre política y filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, en la Universidad UNIFORM de Fortaleza y en la Universidad UECE de la misma ciudad. En la actualidad, escribe de forma asidua en Diario16; en la revista CTXT, Contexto; en la revista de Divulgación Científica de la Universidad Autónoma, "Encuentros Multidisciplinares"; y en la revista de Historia, Historiadigital.es
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análisis

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Llevo más de 30 años-desde que era adolescente-oyendo hablar de Alfredo Astid, el infame ex capitán de fragata responsable de crímenes de lesa humanidad durante la dictadura que gobernó Argentina entre 1976 y 1983. No me alegro de que esté en prisión (desde 2003), aunque tampoco me entristece que un canalla responsable de tanto sufrimiento haya terminado en la cárcel. En cualquier caso, el debate no debe plantearse en esos términos porque los culpables deben pagar una vez se cometa un delito. Lo que me preocupa es esa patraña de la generosidad aplicada a quienes han cometido crímenes bajo el amparo de la obediencia en el ejército o en cualquier estamento dependiente del poder político en un sistema totalitario. A esta generosidad se suele apelar en virtud de la “responsabilidad” y la razón de Estado, que son las razones de quienes son condescendientes con estos asesinatos y torturas porque en el fondo no les duele el dolor de los oprimidos, a quienes no consideran depositarios plenos de derechos como seres humanos.
En España, tras la muerte del dictador optamos por ese modelo de “responsabilidad”, que no creo que sea el mejor camino, no sólo porque quedaron en la impunidad cientos de miles de crímenes, sino porque la sociedad, después de una dictadura de cuatro décadas, necesitaba enfrentarse a sus demonios ocultos y mirar cara a cara al terror. Lo que no se soluciona hasta el final acaba repitiéndose, y aquí estamos 40 años después debatiendo acerca de las mismas cuestiones. La historia no se escribe sin conflictos, y la cultura de la Transición se creó para eliminar cualquier conflicto. En aquel entonces, primó la estabilidad en detrimento de la justicia y el resarcimiento de las víctimas, algo que nada tiene que ver con la venganza, y fue así por el ruido de sables. Lo triste es que haya continuado siendo así tras la neutralización definitiva del golpismo en nuestro país en 1985, cuando se desmantela la conspiración del 2 de junio del mismo año. Durante la Transición, se hizo un especial hincapié en la idea de olvidar los crímenes franquistas en virtud de alcanzar una verdadera reconciliación entre todos los españoles, pero esa concordia era imposible o cuando menos muy dolorosa porque ignoraba deliberadamente a las víctimas de la dictadura. Finalmente, esa “reconciliación” fue la excusa perfecta para que no se hiciera justicia persiguiendo a los criminales franquistas.

El miedo a una reversión del proceso democrático propició una falsificación del relato histórico por parte de los franquistas, que destacaron los escasos logros de la dictadura en materia social en vez de poner de relieve, claro está, los crímenes del régimen. Esa desdramatización del franquismo, esa edulcoración del pasado homicida de la dictadura era imprescindible para crear esa ficción de entendimiento entre las dos Españas, siempre separadas por insalvables diferencias sociales e ideológicas. Sobre esta base, la izquierda negoció la Transición en clara inferioridad ante la amenaza del régimen franquista, que no tenía apoyo en las calles, pero que aún conservaba la fuerza de las armas. De esta forma, el Parlamento surgido de las elecciones de 1977, que redactó la Constitución de 1978, contaba con 29 ex procuradores franquistas elegidos como diputados, a los que había que sumar 34 parlamentarios, todos en las filas de UCD y de AP, que se sentaban en los consejos de administración de los grandes bancos. Al menos otros 16 diputados y senadores estaban vinculados, además, a diferentes empresas financieras aprovechando que no había conflicto jurídico alguno al no existir una ley de incompatibilidades. El franquismo se apresuró a reconvertirse con el fin de pervivir con otro nombre y otra forma, y a fe que tuvo éxito en esa empresa.

Los consejos de administración de Banesto, el Banco Exterior de España (hoy integrado en el BBVA), La Caixa, Iberdrola, Telefónica y algunas compañías navieras o mineras fueron el refugio de la mitad de los últimos ministros de Franco, mientras que la otra mitad terminó en la política. Alguno de ellos, como el ex ministro de Trabajo Fernando Suárez González, acabó plenamente integrado en la sociedad militando en Alianza Popular, partido por el cual fue elegido diputado en el Congreso de los Diputados (1982-1986) y parlamentario europeo (1986-1994). En 2007 fue escogido como miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, después de varios intentos fallidos para crear un partido de ultraderecha. En cuanto al poder judicial, 10 de los 16 miembros del Tribunal de Orden Público, creado para reprimir actividades políticas contra el régimen franquista, pasaron en democracia a la Audiencia Nacional y al Tribunal Supremo.

Esa cultura del no-conflicto evitó también el debate sobre la monarquía y sobre la bandera a utilizar por la naciente democracia. Me gustaría decir que no apoyo especialmente el nacimiento de una república en España, al menos no como la solución a todos nuestros males. La desgracia de nuestro país es la gestión política, y eso no se resuelve adoptando la república como forma de gobierno, sino educando a los más jóvenes para que entiendan que las naciones se construyen no sólo con un ideal democrático, sino con una idea colectiva y no individualista. Pasar de la idea del tradicional “sálvese quien pueda” español a la idea del bien común no es tarea fácil, y esa es la principal diferencia entre los países nórdicos y nosotros. En países como Noruega o Dinamarca es común denunciar al vecino o al compañero de trabajo cuando este lleva un nivel de vida sospechoso porque eso puede suponer el robo de dinero público, el dinero de todos; mientras que en España ha sido habitual la benevolencia con la corrupción, principalmente si esa corrupción la llevan a cabo personas con nuestra misma ideología. Por cierto, que el denunciante en un país nórdico recibe de inmediato el apoyo incondicional de toda la comunidad social, mientras que en nuestro país han sido acosados de forma brutal-hasta su muerte civil en algunas ocasiones-la mayor parte de aquellos que han denunciado los principales casos de corrupción. La monarquía es un sistema propio de algunos de los países más avanzados del mundo como Noruega, Japón, Bélgica u Holanda y también de naciones que no son precisamente un ejemplo como Tailandia, Marruecos, Baréin o Arabia Saudí, de manera que lo que de verdad importa en una democracia es la gestión política más que la forma de gobierno.
Como bien recordaba la periodista Cristina Fallarás hace unos días, el mayor defensor de que en España triunfase esa idea absurda que defendía que era positivo olvidar y no pedir cuentas de sus crímenes a los responsables de la dictadura, en definitiva, la idea de pactar el silencio y la impunidad con los asesinos y torturadores franquistas fue el Grupo Prisa a través del diario El País, que defendió sin fisuras en sus editoriales la Ley de Amnistía. Esta ley, pensada para excarcelar a disidentes condenados por la dictadura, también terminó siendo, bajo el apelativo de “total”, una ley de punto final para exonerar a los criminales franquistas en virtud de unos apartados añadidos fuera de plazo por la UCD con la aquiescencia del PSOE, el PCE, la AP de Manuel Fraga y los nacionalistas catalanes y vascos. Los apartados E y F decían lo siguiente:

e) Los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta Ley.
f) Los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, el Consejo de Control Aliado, cuya sede estaba en Berlín y que empezó a funcionar el 20 de agosto de 1945, anuló las leyes fundamentales nazis y llevó a cabo el llamado “proceso de desnazificación” (un arduo trabajo consistente en identificar y expulsar de la vida política y administrativa a las personas que hubieran tenido responsabilidades durante el nazismo), mientras que en España muchos de los responsables franquistas participaron de forma activa en el naciente proceso democrático. De tal forma se impregnó a la sociedad de este espíritu de no confrontación que incluso hoy se ridiculiza a los pocos políticos que piden revisar la Transición porque en un alarde de infantilismo consideramos ese período de nuestra historia como una etapa perfecta no sujeta a exámenes históricos posteriores. Organismos como Amnistía Internacional o la propia ONU han pedido la derogación de los artículos de la Ley de Amnistía que atentan contra los derechos humanos. La ONU considera que la Ley de Amnistía es incompatible con los compromisos internacionales que ha suscrito España, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
Volviendo al caso alemán, después de un período de vergüenza y ocultación del pasado nazi durante los años cuarenta, cincuenta y primeros sesenta, Alemania Occidental comenzó una admirable tarea para investigar, documentar y mostrar su dolorosa historia. Lo mismo se hizo con la herencia de la Alemania Oriental (mal llamada democrática): se creó una comisión de la verdad, la denominada Enquete Kommission; se hicieron públicos los archivos de la Stasi, el temible Ministerio para la Seguridad del Estado, y Alemania, en definitiva, trató de aprender la lección de la historia. Las autoridades alemanas, además, permitieron el acceso a archivos mediante la “Autoridad Gauck” a cualquiera que se declarara perjudicado por las acciones de la Stasi. Este organismo recibió casi 3 millones de solicitudes de consulta hasta 2011. Lamentablemente, nosotros no hemos seguido el mismo camino. Al contrario, la Ley de Memoria Histórica (sin presupuesto desde 2013) no se cumple y el actual Gobierno aprovecha los mil y un resquicios jurídicos que la justicia tiene para esquivar sus obligaciones morales respecto a las víctimas. Como las sanciones derivadas de este incumplimiento son administrativas y no penales, se da la circunstancia de que las multas corren a cargo de las diferentes administraciones públicas, es decir, se pagan con el dinero de todos los ciudadanos. La única excepción sería una sentencia firme que condene a un ayuntamiento a exhumar una fosa. En este caso, si el alcalde se niega a la exhumación sí estaría cometiendo un delito de desobediencia, aunque sería necesario un proceso judicial para su condena. Todo ello en medio de la vergüenza que supone saber que España es el segundo país del mundo en número de desaparecidos detrás de Camboya y que la propia ONU ha instado a nuestro país a buscar a los desaparecidos durante el franquismo. El cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica no debe reabrir herida alguna entre los españoles, sino que debe servir como una forma de consolidar los valores democráticos en nuestro país.

Otro de los aspectos en los que se percibe el espíritu de no confrontación promovido durante la Transición y que llega hasta nuestros días es aquel que consiste en hacer una lectura sentimental y no ideológica de los crímenes franquistas: los medios de comunicación hacen más hincapié en el carácter desvalido y desgraciado de las víctimas de la dictadura que en el carácter asesino y aniquilador del propio franquismo porque si el franquismo fuera calificado de régimen asesino deberíamos enfrentarnos a contradicciones presentes en nuestro sistema democrático que no tienen lugar en países como Italia o Alemania donde el fascismo o el nazismo han sido estigmatizados y, posteriormente, perseguidos de acuerdo a su esencia criminal y corrupta, es decir, de acuerdo a la verdad histórica que nosotros tratamos de evitar. Insisto, si el franquismo fuera históricamente tratado como merece, es decir, no sólo como un episodio ignominioso y oscuro de nuestra historia, sino como un entramado socioeconómico y político que hay que perseguir y deshacer (como se hizo con el nazismo), muchas anomalías no estarían presentes en nuestra sociedad. Anomalías como que muchos golpistas de 1936 tengan calles a su nombre; que muchos de ellos sean hijos predilectos de varias ciudades sin que esta cuestión se denuncie por parte de cualquier fuerza democrática, no sólo por los partidos de izquierdas, lo cual da a entender la poca calidad democrática de nuestra sociedad; que la Fundación Francisco Franco reciba subvenciones del erario público sin que los ministros y los sucesivos presidentes del Gobierno den explicaciones claras acerca de esta cuestión vergonzosa; que las calles estén repletas de monumentos de índole fascista que conmemoran el golpe de Estado de 1936; que aquellas personas con relación directa y estrecha con el franquismo no hayan sido nunca apartadas de sus funciones públicas; que la Real Academia de la Historia definiera durante años a Franco no como dictador, sino como alguien que “montó un régimen autoritario, pero no totalitario, ya que las fuerzas políticas que le apoyaban quedaron unificadas en un Movimiento y sometidas al Estado”; que ningún Gobierno democrático haya tenido voluntad política de aclarar el origen ilícito de la fortuna de la familia Franco y de su patrimonio en bienes inmuebles, terrenos, etcétera.
En el caso chileno, el general Pinochet, en virtud de la Constitución de 1980 conservó la jefatura de las Fuerzas Armadas hasta 1998, ocho años después de su salida del poder. Ese mismo año amenazó al presidente Eduardo Frei declarando que si se destituía a alguien de su confianza en el ejército “Se acabó la democracia”. Pinochet sabía lo que decía: tras abandonar la jefatura del ejército ingresó en el Senado como senador vitalicio, cargo al que renunció en 2001, pero mantuvo su inmunidad como ex gobernante. A diferencia del caso español y pese a las amenazas del tirano golpista, la sociedad chilena continuó saliendo a la calle demandando una democracia de más calidad. Ya lo había hecho durante los años ochenta forzando la salida del poder de Pinochet. Sólo ahora, durante la segunda presidencia de Michel Bachelet, se están produciendo cambios destinados a desmontar toda la estructura político-económica heredada del pinochetismo.
Los líderes más lúcidos e inteligentes de la ultraderecha española están felices y tranquilos porque saben que el sistema no lucha contra ellos. Lo cierto es que les ha apoyado desde la muerte del dictador. Hace apenas un mes, unos cien franquistas se pasearon por el céntrico barrio madrileño de Moncloa uniformados con ropas de la Falange en una manifestación autorizada por la Delegación del Gobierno con mil excusas peregrinas e inconsistentes. Durante la manifestación, miembros del pequeño grupo entonaron cánticos fascistas en la más absoluta impunidad e interrumpieron el tráfico ante la mirada atónita de cientos de viandantes. La ultraderecha está rabiosa por la cuestión catalana y cada vez se muestra más violenta en las calles porque sabe que parte del aparato del Estado, incluyendo la policía, está en connivencia con sus ideas retrógradas, racistas y antidemocráticas. Es cierto que un Estado no se acaba ni se ve amenazado por estos grupúsculos, pero su obligación moral es luchar contra ellos.
Hablaba Viktor Frankl en sus tratados de la importancia de que el concepto de libertad camine siempre unido al de responsabilidad, pero vivimos en un mundo en el cual sólo nos falta salir a la calle para reclamar derechos a la vez que nos negamos a cumplir nuestras obligaciones como ciudadanos. Eso de que los franquistas no rindieran cuentas de sus crímenes es equivalente-sin peros, por favor-a que los etarras digan que sienten mucho el dolor causado y, claro, se puedan atener a una ley que les excarcele en tiempo récord, o que los golpistas catalanes, que se han saltado el Estatuto Catalán, las leyes del Parlamento de Cataluña, la Constitución española y todo lo que se ha puesto por delante, se vayan ahora de rositas después de lo que ha pasado en Cataluña en los últimos tres meses tras hacer apología del racismo y del supremacismo durante décadas. Mientras, nos queda el ejemplo histórico de líderes como Marcelino Camacho, que lucharon contra el fascismo, el de verdad, el que mataba al disidente por el simple hecho de serlo y por luchar contra el criminal Estado franquista. Camacho pagó su coherencia pasando 8 años en las cárceles de la dictadura, aquellas donde existía impunidad total para los carceleros. En las prisiones franquistas no se sentía el aliento del pueblo en las calles porque las calles también eran cárceles y porque en ellas también estaban presentes los guardianes del régimen. Precisamente en honor de personas como él debemos buscar justicia allí donde nos negamos rotundamente a hacer venganza.
Con esto no quiero decir que haya que impugnar la Transición al completo, al contrario, tras la muerte del dictador, España ha vivido el mayor período de prosperidad de su historia, pero siento que somos en potencia y en muchos órdenes el país que podríamos ser, además, no podemos idealizar hasta el absurdo un momento de nuestra historia que tuvo sus claros, pero también sus sombras, sombras que ahora nos toca corregir.

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