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‘Franco debe morir’: la novela definitiva sobre el plan del maquis para acabar con el dictador

El escritor leonés Alejandro M. Gallo consigue una trama trepidante con su inconfundible estilo, en el que hilvana con maestría la realidad de la memoria histórica con la narrativa de ficción

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análisis

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Si Franco fue capaz de aguantar cuarenta años en el poder fue en buena medida gracias a su famosa “baraka” que lo libraba milagrosamente, una y otra vez, de cuantos atentados se preparaban para acabar con su vida. Los historiadores han documentado hasta 17 intentos de magnicidio planeados por anarquistas, comunistas, monárquicos y hasta falangistas (el Caudillo iba dejando cadáveres y enemigos en todas partes) aunque finalmente todos los planes se terminaban frustrando por una u otra razón y las balas y bombas quedaban muy lejos de alcanzarlo. El escritor de novela negra Alejandro M. Gallo recrea ahora uno de esos intentos desesperados de la resistencia republicana española por liquidar al sangriento dictador en su última novela Franco debe morir.

La historia transcurre en 1949, cuando el maquis –nutrido con las partidas asturianas comandadas por Manuel Caxigal y las leonesas dirigidas por Manuel Girón−, decidió acabar con el Generalísimo el día de la inauguración de la Central Térmica de Compostilla, en Ponferrada. De haber tenido éxito aquel plan, el atentado hubiese cambiado el rumbo de la historia de España. La invasión del Valle de Arán en octubre de 1944 había sido un absoluto fracaso. La Segunda Guerra Mundial terminó en 1945 y los aliados no tenían intenciones de invadir España, por mucho que Franco hubiese ayudado al Tercer Reich enviando a la División Azul para apoyar la invasión de la Unión Soviética.

“En 1946 el régimen franquista se sentía fuerte e iniciaba la Operación Exterminio para eliminar los restos del Ejército republicano español que aún quedaban en las montañas. La operación triunfó un 28 de enero de 1948 con la muerte de casi treinta guerrilleros en una emboscada organizada por la Guardia Civil y el Servicio de Información de Falange que fue rematada con la matanza del Pozo Funeres esa misma primavera. Esto lo narré en Operación Exterminio”, explica el escritor.

La matanza del Pozo Funeres abrió el bienio más sanguinario en la lucha contra el maquis, los años de plomo. “Era necesario narrar esos dos años siguientes, hasta enero de 1950, porque de esta forma remataba el período que transcurría desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta que se pone fin a la guerrilla antifranquista. Años que serían los más crueles, pues el enfrentamiento del régimen con la guerrilla cada vez era más desigual. Hasta el punto de que a las montañas y cuencas mineras asturleonesas el régimen las denominaba Zona de Guerra. De aquí nace Franco debe morir”, alega el narrador.

La evacuación de guerrilleros por el puerto asturiano de Luanco no se hizo esperar. Indalecio Prieto, desde el exilio, ordenó realizar una operación de evacuación de la resistencia desde ese punto de la costa. La misión la llevó a cabo su amigo, el patrón de barco y luchador antifascista, Lezo de Urreiztieta y permitió llevar a Francia a varios guerrilleros de Asturias y León, entre ellos los comandantes Mata y Flórez, y al líder guerrillero leonés, Marcelino, El Gafas.

De esta manera, en los montes solo quedarían “los incombustibles”, comandados por Caxigal en Asturias y por Girón en León. Con sus fuerzas mermadas, con menos número de guerrilleros y con los ataques sangrientos de los tabores de Regulares y de la Guardia Civil, decidieron que no quedaba más solución que organizar un atentado contra Franco el día de la inauguración de la Central Térmica de Compostilla.

Alejandro M. Gallo aprovecha la excusa del atentado para meterse en la piel de los guerrilleros antifranquistas que decidieron seguir con su guerra hasta el final. Por las páginas de Franco debe morir desfilan personajes de aquel ejército subversivo, clandestino, en la sombra, el mundo maquis que fue debidamente silenciado por la prensa del régimen, obsesionada por dar la apariencia de un país donde reinaba el orden por sus cuatro puntos cardinales. Además, el escritor pone al servicio de la trepidante narración, con maestría, todo su apabullante conocimiento sobre ese período histórico, el primer franquismo, el más duro sin duda (no en vano, Alejandro Gallo es el gran precursor de la fértil fusión entre la novela negra y la novela de memoria histórica en nuestro país). El narrador describe con minuciosidad los parajes rurales por los que se movían los guerrilleros, las ciudades francesas que frecuentaban como exiliados, qué comían, cómo vivían y vestían, qué armas empleaban y qué técnicas de entrenamiento militar llevaban a cabo (hay, por ejemplo, una descripción de un salto en paracaídas que conmueve por su metafísico lirismo). Cautivan desde el principio las reflexiones nostálgicas y desgarradas de los integrantes del maquis sobre la patria injustamente perdida tras una guerra civil sangrienta y cruel. Pero el escritor no solo describe con certeza al rebelde republicano perdedor y a los guardias civiles fanatizados y conjurados para acabar con los últimos focos de disidencia política en las montañas, sino que también muestra su singular habilidad para la construcción de un complejo personaje femenino, una joven reclutada a modo de Mata Hari para tomar parte en el atentado contra Franco.

“Como ya hice en Operación Exterminio, me intrigaba la posición que habían adoptado los partidos de izquierdas ante la participación de la mujer en la guerrilla, ya que la relegaron a un papel secundario, principalmente de enlace, impidiéndolas ejercer propiamente de guerrilleras. Así creé a mi personaje de la joven María Libertad, que sueña con ser una luchadora contra el fascismo”, asegura el novelista nacido en León en 1962. “En cierta ocasión, hace más de tres décadas, tuve la oportunidad de conocer al comandante Mata en un encuentro con él en Nimes, Francia, que hablándonos de la evasión de los guerrilleros por el puerto de Luanco nos dijo: ‘Y entre todos nosotros iba una mujer’. Aquello fue suficiente para que mi mente lo archivara y quisiera saber con el tiempo cómo fueron aquellos acontecimientos”. 

En todas sus novelas, Gallo nos cuenta la epopeya de unos personajes arrastrados por la tempestad de la historia y de la guerra. De ahí que siempre se detenga en el contexto, en cómo era la España de la posguerra o de la Transición, según la historia que trabaje en ese momento. Y todo ello huyendo del lenguaje de la posmodernidad con sus “historias fragmentadas repletas de collage y pastiche y sujetos descentrados”. Gallo escribe en la mejor tradición de la novela clásica, de Víctor Hugo, Zola, Pérez Galdós, Blasco Ibáñez o Emilia Pardo Bazán. Sus personajes son épicos, comprometidos, arrastrados por sus existenciales circunstancias históricas, y sobre todo “muy alejados de los personajes apagados, introvertidos, deprimentes o depresivos que tardan cinco capítulos en subir unas escaleras (y tres tomos en echar un polvo garbancero)”. Perfiles muy diferentes “de los personajes cebolla que no tienen personalidad, pero sí muchas capas de la posmodernidad”. Y así es como por sus páginas transitan tipos como el bilbaíno Lezo Urreiztieta, un corsario del siglo XX; los jefes guerrilleros Caxigal y Girón, que prefirieron morir en las montañas antes que abandonar la lucha contra el fascismo; el guerrillero Eloy, El Ruso, que es evacuado en 1937 hacia la URSS desde el puerto gijonés del Musel, como un niño de la guerra, para regresar nueve años después y luchar como guerrillero contra el régimen; Sabugo, el hombre que combatió en la Guerra Civil y en la Segunda Guerra Mundial, que sobrevivió y lideró a los presos de Mauthausem; y el irlandés Bob Doyle, que combatió con las Brigadas Internacionales y fue hecho prisionero en Gandesa por los italianos y conducido a un campo de concentración (al ser liberado se sumó a los aliados en su lucha contra el Tercer Reich).

Todo ello mientras el escritor se detiene por vocación profesional y por placer estético en la descripción de aquella maravillosa ciudad de Toulouse, santuario de exiliados, adonde llegaron más de 100.000 españoles huyendo de la dictadura y donde los republicanos alzaron hospitales y toda una red de apoyo, alojamiento, alimento y trabajo para los demócratas que seguían luchando contra la dictadura en España. Aquellos bravos activistas resistentes −los pocos que permanecieron leales a la causa de la libertad y de la democracia−, a los que hoy en día algún que otro político tan hipócrita como ultraconservador pretende colgar el injusto cartel de “terrorista”. Como si querer matar a Franco, o a Hitler, o a Mussolini, no fuese el mayor acto de justicia moral sobre la Tierra que pueda emprender cualquier persona decente y de bien.

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