Quien hace la ley sabe mejor que nadie como ha de ser ejecutada e interpretada. Parece pues, que no puede tenerse mejor constitución que aquella en que el poder ejecutivo esté unido al legislativo. (Jean-Jacques Rousseau, El contrato Social, libro III, capítulo IV).

La nación se ha pronunciado, ha investido con unos poderes más o menos precisos a sus mandatarios, y contempla con gran expectación el desarrollo de unos acontecimientos que espera culminen con la formación de un gobierno ejecutivo. Más allá de esta circunstancia, tan ordinaria tras la celebración de unos comicios parlamentarios españoles, el ciudadano aprecia una serie de nuevas eventualidades ante las que no puede evitar dividirse. Se divide entre los que tiñen sus expectativas de un optimismo ilusionante y los que hacen lo propio con una profunda inquietud. Esta eventualidad no es otra que la acusada fragmentación que presenta el congreso de los diputados.

Sin duda, poco se puede reprochar al ciudadano español -tan acostumbrado a las mayorías absolutas o a las coaliciones parlamentarias que desde 1978 han venido apuntalando con firmeza a los gobiernos ejecutivos de la nación – cuando este contempla la actual situación con una cierta zozobra. A la vista de la historia política de la Nación Española, desde la proclamación de su soberanía en 1812 hasta la actualidad, puede sentenciarse que por sus venas corre una sangre nutrida de una prominente tradición cainita, una tradición que solo ha podido ser superada a golpe de fuertes liderazgos que siempre han descansado o bien sobre una aguda despolitización de la ciudadanía, o bien sobre las bayonetas de facciosos militarizados. Tan inscrita está esta tradición en el adn de nuestra nación, que cualquier viso de que su devenir pueda tener que regirse por un parlamentarismo perfecto, no hace sino recibir el calificativo de ingobernabilidad. Pese a que la constitución española, ley fundamental del Estado por voluntad de la mismísima nación, verbaliza que la soberanía reside en la nación, que los parlamentarios son sus meros representantes (no confundir con procuradores, curadores o comisarios) en virtud de un contrato de mandato, que a estos corresponde tanto legislar como poner y deponer gobiernos a placer, y que al gobierno ejecutivo no le compete sino concretar y ejecutar las medidas adoptadas por el parlamento. Pese a todo esto, el español, en líneas generales no puede sino sentirse inseguro, desamparado y abocado a bruscas confrontaciones y peligros cuando no vislumbra la entronización de un poder ejecutivo sólido. Siempre precisa de la presencia de un líder fuerte en las instituciones del Estado; de un Espartero, un Prim, un Castelar, un Cánovas, un Sagasta, un Franco, un D. Juan Carlos, un Suarez, un Felipe González o un Aznar.

Incluso volviendo la mirada hacia esa minoría de españoles, hacia aquellos que se regocijan en la actual fragmentación de nuestro congreso, no habremos de engañarnos. Pese a que hay ciertos visos de un inexorable cambio de tendencia, su lenta progresión aun no ha podido opacar el hecho de que, el español, todavía está esencialmente huérfano de una tradición de amor por la cosa pública como la que con mucho éxito acompañó a los estadounidenses o a los franceses. Aun fijando nuestra mirada en ese colectivo minoritario, no reconoceremos con nitidez a un ciudadano que siente el orgullo y la responsabilidad de ejercer una sagrada cota de soberanía. Hablamos de una cota de soberanía entendida como el deber-derecho de escrutar los detalles de la vida pública nacional, para producir un juicio racional que desemboque en la emisión de un voto desinteresado, conciso y vinculante para los representantes electos. En este sentido a la mayoría de sociólogos no se les escapa que el éxito de partidos como Podemos y Ciudadanos, esencialmente ha residido en su propuesta de desalojar de las instituciones a una suerte de «casta» o de «rémoras” a las que se achacaba el estar lastrando una próspera e igualitaria distribución de la riqueza, y no tanto en su retórica de empoderamiento cívico-repúblico. A mayor abundancia de esta realidad, ha de decirse que si bien los partidos políticos «del cambio» han hecho una eficaz amalgama ideológica eslabonando el «desalojo de la casta» con el «empoderamiento popular» o «ciudadano», puede decirse que el acento prioritario de ambos principios descansa sobre el desalojo de los políticos veteranos por deferencias materialistas, siendo ese empoderamiento popular concebido como un principio accesorio o instrumental, meramente orientado a optimizar los mecanismos de creación y distribución de la riqueza. Bajo esta perspectiva, el que suscribe no puede evitar acordarse del radical estallido de republicanismo greco-latino que vivieron los revolucionarios franceses sans-cullote al calor de la crisis de subsistencia de la Francia de 1789, y como esos mismos ciudadanos, una vez solventada la coyuntura económica, no tuvieron escrúpulos en acabar complaciéndose de haberse librado de sus deberes cívico-democráticos al dotarse de un emperador en 1804.

Pese a todo, con la actual disposición del parlamento y de la deficitaria conciencia «república» o parlamentarista, hete aquí que una gran ocasión se presenta a la Nación Española. Una ocasión de devenir más responsable, más comprometida, más parlamentaria y más soberana que nunca.

Los hados se han confabulado para que la pelota ya no esté tanto en el tejado de cientos de miles de manifestantes indignados, ni de un todopoderoso líder que se hace dueño absoluto de un parlamento y de un gobierno por gracia de la estructura partitocrática, sino en nuestros nuevos representantes. En esta ocasión única, dada la particular distribución de los escaños, podrán hacer honor al sistema parlamentario, demostrando que el gobierno nacional y poder ejecutivo no forman un binomio indisociable, sino que este sustantivo, el de gobierno, también puede servir para designar a un parlamento. Podrán demostrar que el parlamentarismo stricto sensu no precisa ser identificado con una suerte de asamblea caótica compuesta por facciones maximalistas y poltroneras, sino que funciona según unos patrones perfectamente predecibles y además respetuosos con el principio de soberanía nacional. Según se vayan suscitando los asuntos a dilucidar, cada representante habrá de emitirá un voto que guarde coherencia con los compromisos que contrajo con sus representados vía programa electoral, sin que se forjen coaliciones o «geometrías variables» que conduzcan a traicionar sus mandatos con la sola recompensa de acceder a algún cargo de mayor distinción. Y en tercer lugar, podrán demostrar que el gobierno ejecutivo constituye un apéndice del parlamento, que en todo caso cumple la gravísima, pero limitada, función de llevar a cabo lo decidido por el cuerpo habilitante, y no al revés.

Si todo esto es llevado a cabo por los diputados, como ya he dicho habremos ganado mucho, pues la nación percibirá que es verdaderamente dueña de su devenir e interdependiente entre todas sus partes, se inclinará a atender con mayor responsabilidad, interés y espíritu crítico cuanto acontezca en nuestra vida pública, y como resultado del despliegue de esta ética, sin duda acrecentará sus capacidades cognitivas, racionales y morales para regocijo del Orden Natural. De lo contario, una grandísima parte de los españoles continuará concibiendo la cosa pública como un terreno extraño, patrimonio de unos pocos; observará a la nación como a un mero hábitat perfectamente mudable, respecto al que cada individuo debe tratar de extraer todo el provecho que le sea posible aun, con riesgo de su marchitamiento. Y como consecuencia de lo demás, la nación permanecerá sumergida en su tradicional tensión: entre la vorágine cainita de una parte y la búsqueda de un líder que apacigüe y aglutine a los españoles, ya sea neutralizando a una de las partes o bien despolitizando y alejando de la cosa pública a ambas.

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