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El suicidio del uribismo

Por tercera vez, tras los sonados fracasos de Santos y Duque, Alvaro Uribe impone el dedazo y señala a su candidato a las próximas elecciones presidenciales a celebrar en el año 2022, pero esta vez el tiro le puede salir por la culata y los electores le den la espalda, cansados de que en nombre de la democracia se perpetúen las mayores farsas políticas

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análisis

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Álvaro Uribe siempre fue un finquero, o al menos tiene alma de finquero, y para él Colombia, en toda su extensión, es una finca, donde siembra, doma caballos, da de comer a los animales, comparte rancho con los trabajadores, charla con los vecinos y familiares…El mundo, quizá, en la concepción política de Uribe comienza y acaba en una finca.

Desde esa perspectiva, montó, fundó y tejió su gran obra política, el Centro Democrático, otra de sus grandes fincas en explotación donde hacía y deshacía  a su antojo, ponía y quitaba cargos caprichosamente, daba curules en el Senado y la Cámara de Representantes a sus más fieles vasallos y después, si caían en desgracia los elegidos para la gloria, eran relegados al más infame de los olvidos. Pero nadie, ni siquiera Dios, le rechistaba ni le objetaba nada, pues Uribe era Uribe y, para algunos, incluso era más que el mismísimo Dios y que me perdone la ofensa el Creador.

Uribe impuso a Juan Manuel Santos como presidente y fue un absoluto fiasco en todos los sentidos. Fiel a sus convenciones políticas y familiares, desde el primer día traicionó a Uribe y a los suyos, incumplió todos sus promesas electorales, rubricó un ignominioso pacto con la organización terroristas las FARC –acá algunos lo llaman eufemísticamente Proceso de Paz-, les entregó curules e impunidad a los terroristas y se fue como había venido, riéndose de todo el país, con un Nobel de Paz debajo del brazo y dejando a Colombia en la estacada tras ocho años perdidos como si tal cosa.

Luego, como si no hubiéramos tenido poco con Santos, y cuando todos esperábamos el gran cambio, Uribe, buen urdidor de tramas y experimentado trilero, organizó una suerte de primarias que en realidad eran una encuesta falsa y que como tal dio el resultado esperado: fue elegido para tal menester el señalado por el dedazo del máximo líder, es decir, el inexperto, infantil, superficial, pueril y poco preparado Iván Duque. Quizá nuestro caudillo después de haber saboreado con amargura la traición y la felonía de Santos, pensó que con este petrimete de oficio sí podría pastelear, hacer y deshacer a su antojo en el país sin contratiempos de última hora, tal como le había ocurrido con Santos.

Lo que ocurre es que en política lo único absolutamente predecible es que casi todo es impredecible. Luego llegó la pandemia, la crisis social y económica, los paros contra la alarmante situación (y catastrófica, me atrevería a decir) del país, la cruda recesión –que algunos, incluido el ejecutivo de Duque, siguen negando-y en fin un estado de cosas, entre el desencanto y la decepción, que se tradujeron en un claro divorcio entre la ciudadanía y entre sus gobernantes, entre el país real y la Casa de Nariño.  El país naufragaba, mientras Duque, como Nerón, cantaba la lira.

Iván Duque, que vive rodeado de aduladores a sueldo, cipayos sin oficio ni beneficio, una cohorte de bufones que le ríen las gracias y su gran mentor “intelectual”, Luigi Echeverri, no supo estar a la altura de las circunstancias y el país le quedó grande, pero que muy grande, tan grande que se le fue de las manos y no se entera siquiera que el 80% le reprueba absolutamente. Hasta Uribe, en su torre de marfil, acabó por desecharle y mostrar su distancia con respecto a un personaje que pasara a la historia de Colombia sin pena ni gloria, hasta, quién sabe, como uno de los peores presidentes de la historia del país. ¿Superará a Gaviria o a Samper? ¿O tal vez a Pastrana?

La tercera farsa democrática. ¡Ya está bien!

Así, nuevamente desnortados, el presidente Uribe, nuestro máximo caudillo por la gracia de Dios, volvió a las andadas y organizó otra farsa democrática. Nuevamente cambió el espíritu de unas primarias, en donde en los verdaderos países democráticos la gente vota de verdad, por una encuesta en la que nadie sabe a quien se consultó y quienes fueron los encuestados. Otra farsa en nombre de la democracia que insulta la inteligencia de aquellos candidatos que participaron en la misma y  que aceptaron sumisamente los resultados sin rechistar ni atreverse a contestar al mayor trilero de la historia de Colombia. Eso no es democracia, ni nada que se la parezca, sino la demostración lacayesca de adhesión inquebrantable al líder en aras de no ser relegado en vaya usted a saber en que lista al Senado. Una vergüenza incalificable más propia de un país bananero que de un país moderno; un comportamiento vergonzoso e indigno, se mire como se mire, de los supuestos representantes políticos del pueblo colombiano.

Sin embargo, pese a la puesta en escena casi perfecta, incluidos los candidatos ya rendidos y aceptando los designios todopoderosos del máximo finquero, algo de aquella ceremonia era más parecido a una comedia bufa que a un acto político, a una suerte de pantomima representada por los estafados y el candidato designado que a una presentación de un verdadero candidato legítimamente y democráticamente elegido por las bases de un partido moderno, serio y creíble. Nadie les creyó, la opinión pública asistió atónita a la nueva farsa y el mundo, aunque no lo sepan los actores del montaje, les dio la espalda, quizá para siempre. Ya estamos hartos de timos.

Al candidato uribista, Óscar Iván Zuluaga, ya nadie le presta atención, carece de credibilidad y carisma para ganar unas elecciones y la forma en que fue elegido le deslegitima ante la opinión pública colombiana, cansada de tomaduras de pelo y estafas políticas. Es como un personaje de García Márquez, el candidato que no tiene a nadie quien le escriba. Carece de ideas, temperamento, programa y carácter para ser presidente y no es más que otra marioneta del gran capo de la cosa nostra uribista. Los uribistas, descartando las primarias y arrojando a la basura las formas democráticas, se han suicidado políticamente, pero no lo saben, y quizá no comprendan la hartura generalizada que reina en el país con respecto a sus modos y formas; quizá el día después de las elecciones, cuando la derrota les golpee con fuerza en las urnas, entenderán de que se trataba este asunto de la democracia y por donde iban los tiros.

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