Llega un inevitable momento en el transcurso vital de la mayoría de las personas de nuestra sociedad en el que el paso del tiempo empieza a pesar. Este hito marca un antes y un después en la madurez de cada cual y trae consigo la inquietante necesidad de hacer balanza: por un lado, la preocupación sobre qué hice hasta el momento, si no perdí el tiempo y aproveché cada instante, pues cada segundo quedará en el pasado y no volverá a producirse jamás, y, por otro, la convicción sobre qué es lo que imperativamente no quiero dejar de hacer en un futuro a corto y a largo plazo.

La sensación del paso del tiempo varía en función de nuestro estado emocional: si atravesamos una complicada situación, la percepción es la de que el tiempo se hace eterno, pero momentos de disfrute hacen que éste pase volando. Cuando explicamos algo a un niño pequeño reducimos en ocasiones el ritmo de nuestras palabras con la sensación de que el mensaje necesita de más tiempo para ser asimilado o cuando vamos a dar una mala noticia nos planteamos si es mejor hacerlo rápido para que pase pronto o lento para facilitar un período de adaptación emocional en quien escucha. Pero el tiempo es también una medida que puede objetivarse mediante la captura de los diferentes momentos de la existencia en unidades más o menos pequeñas, pasando por el segundo, el minuto, la hora, el mes, el año, el lustro, la década… y cuantificables por una serie de creaciones humanas tales como el reloj o el calendario. El tiempo se nos presenta por tanto según dos puntos de vista, uno más objetivo y medible mediante diferentes instrumentos y otro más subjetivo y personal como dimensión donde se producen los sucesos vitales.

Como la vida, la música es un arte que transcurre a través del tiempo y, en su condición de fenómeno único, en la realidad de que cada interpretación acontece solo una vez y es irrepetible en el tiempo, reside gran parte de su magia. ¿Dónde se encuentra la Cuarta Sinfonía de Bruckner o la Sexta de Tchaikovsky? ¿En sus partituras? Éstas no son más que la herramienta que representa la naturaleza efímera de los sonidos, aquellos que se producen en un espacio-tiempo concreto, en un determinado momento y en un determinado lugar, con unas particulares condiciones acústicas, que jamás volverán a repetirse porque, lo que sucede en el tiempo, una vez ha acontecido, solo forma parte del pasado y nunca en el futuro, la interpretación de una misma partitura, volverá a ser lo mismo. Hacer música requiere de un continuo colocar los diferentes sucesos musicales en una línea de tiempo que permite relacionar cada suceso con los anteriores y con los que aún están por llegar. Así, la repetición de un mismo motivo musical no tendrá el mismo significado cuando es escuchado por primera vez por el oyente que en su segunda o en su tercera repetición y, con estos distintos significados, con esta continua carga variable de contenido, se construyen gran parte de las tensiones y del sentido de la música clásica.

Numerosas anotaciones aparecen a lo largo de una partitura que hacen referencia al tempo y sus variaciones. El compositor escribe un ritardando cuando quiere una bajada del tempo progresiva, un calderón cuando piensa en una pausa larga sobre una nota o acorde, una indicación de negra igual a 76 para ofrecer al intérprete una referencia de metrónomo o una de “allegro” para reflejar un tempo rápido-animado. Pero la convención de medir físicamente el tempo de la música, la intención de todas estas anotaciones por objetivarlo, nada son sin la comprensión de otros múltiples factores que lo subjetivizan. El famoso director de orquesta alemán Wilhelm Furtwängler decía que el tempo adecuado de una obra musical es aquel en el que mejor suena. El tempo de una pieza debe ser el que permita que cada fenómeno musical de la obra acontezca de modo que penetre en nuestra conciencia para trascender e inmediatamente prepararnos para el fenómeno siguiente. Cuanto mayor es la densidad del fenómeno musical, más lento objetivamente ha de ser el tempo, y lo mismo al contrario. La elección del tempo escogido para una obra no puede venir determinada por la convención de medirlo físicamente con un metrónomo, sino por la sensación emocional final cuando la interpretación concluye de que no faltan ni sobran segundos de música y de que el proceso vivo de esa interpretación concreta se ha producido en su línea de tiempo con absoluta perfección.

La dificultad de la música en vivo reside en la intención de crear las condiciones óptimas para lo que el gran director de orquesta rumano Sergiu Celibidache llamó “experiencia trascendental”. La acústica en la que se ejecuta una obra repercute definitivamente en el proceso musical y en el tempo en el que debe ser interpretada por el músico para poder ser entendida por el oyente, luego grabarla supone eliminar esta condición viva del espacio-tiempo que conforma la identidad del sonido. Por este motivo el maestro siempre detestó las grabaciones y por ello sus versiones grabadas diferían en tempo de sus versiones en directo. Cualquier tipo de contraste (armónico, melódico, rítmico, dinámico, tímbrico) crea tensión y el grado de contraste determinará la longitud de las distintas superficies o secciones que conforman la estructura de una obra musical cuando es interpretada. A su vez, las tensiones serán experimentadas, al ser tocadas y escuchadas, de diferente forma en cada acústica y es que el tempo en el que una pieza musical debe ser interpretada no es lento ni rápido per se, sino que, como la vida, pasa con más o menos velocidad en función de la intensidad de su contenido y de todas aquellas condiciones implicadas en su proceso de asimilación, lo que dota a cada interpretación de la fascinante condición de hecho artístico único.

DEJA UNA RESPUESTA

Comentario
Introduce tu nombre