Cuando llegué a la habitación de un pequeño edificio situado en el antiguo barrio de Lavapiés, uno de esos hogares sencillos, de teja árabe, y organizados alrededor de un patio angosto y húmedo, encontré dos cosas que no olvidaré nunca: el rostro decadente y abotargado de un viejo amigo de la universidad, al que no veía desde hacía más de diez años, y una situación para la que mi larga experiencia como médico no me había preparado aún.

Es cierto que el tono apremiante, casi desesperado, de la nota con la que fueron requeridos mis servicios no presagiaba nada bueno, y que durante el trayecto que separaba mi hogar de la penumbra miasmática que encontré entre aquellas paredes no dejé de prepararme para lo peor, pero todas mis suposiciones fueron insuficientes, banales, apenas una leve aproximación a la terrible realidad que allí me esperaba. Al instante, dejé de ser médico para convertirme en la viva imagen del aturdimiento y la ineficacia. ¿Podía ser aquello cierto? ¿Podía estar pasando? Hice un análisis exhaustivo del paciente: le ausculté el pecho, miré detenidamente el iris de sus ojos y exploré su garganta, tal vez con la esperanza de encontrarle una causa natural a lo extraordinario. Pero nada, todo fue en vano. Su salud era perfecta, y sin embargo…, sin embargo… Lo que me pedía sólo podía ser producto de la peor de las enfermedades. Oh, cómo deseé en ese momento encontrarme ante los estragos de la malaria, ante un enemigo tangible, capaz de alterar la razón y sumirla en la locura de la fiebre, capaz de transformar a un ser humano, a un viejo amigo, en la sombra postrada que tenía ante mí.

En esos momentos de ofuscación, mi amigo me dedicaba una sonrisa condescendiente, como si adivinase lo infructuosos que resultaban mis intentos por averiguar la naturaleza de su «dolencia».

—No tengo fiebre —repitió por cuarta vez—, y mi corazón late con normalidad. Mi salud es buena y pienso con claridad. Ya te he dicho lo único que puedes hacer por mí.

—Eso que me pides es algo imposible —me mantuve firme—. Va en contra del código de mi profesión y… es horrible, una locura.

—Pero te necesito, eres el único que puede ayudarme. ¿Recuerdas los viejos tiempos? Siempre fuiste un buen amigo, siempre estuviste a mi lado.

—Esto es demasiado. Lo siento.

Aparté la mirada, para enfrentarme al instante con la memoria de su imagen, tal y como había sido durante los primeros años que pasamos juntos en la universidad. El vértigo me embargó, pues no demasiado atrás en el tiempo, aquel hombre había sido un joven alegre, aficionado al vino y las mujeres; lo opuesto del ser apático y apagado que yacía entre las sucias sábanas de aquella cama. Un sentimiento de obstinada incredulidad reapareció en mi interior: ¡no, no y no!

—Debes entrar en razón —le amonesté con su mano entre las mías—. ¿Qué ha sido de la persona feliz y valiente que conocí, la que vaciaba sus bolsillos en la angosta de San Bernardo, y no dejaba pasar la oportunidad de conocer a una mujer?

—Desapareció, amigo mío. Murió con la llegada de las primeras arrugas.

—Bien, en ese caso la traeremos de vuelta —dije dirigiéndome a la ventana y descorriendo las cortinas con un gesto enérgico que inundó la habitación de luz—. Mira este sol, y escucha a la gente de ahí abajo. ¿Verdad que la idea de un paseo es algo tentador? ¿Qué me dices? Levántate y salgamos un rato. Un poco de aire limpio te sentará bien. Lo verás todo diferente.

Me observó impasible, negando con la cabeza.

—El mundo que ves a través de esa ventana no puede ofrecerme ya nada. Esta es mi nueva patria .—Abrió los brazos, abarcando con ellos los márgenes de la cama—. Aquí tengo todo cuanto necesito. El Motín[1], mis amigos, tabaco, comida, el café de la tarde…

—No puedes estar diciéndolo en serio.

—Sé muy bien lo que piensas y no te culpo. La vida fuera de esta cama es un vergel de engaños, una poderosa ilusión que nos hace sonreír agradecidos mientras los bienes más valiosos de nuestro corazón nos son arrebatados sin piedad. Crees que nadie, en su sano juicio, podría rechazar el aire puro, o la vida entre la ruidosa gente de ahí abajo, pero estás equivocado. Yo he conseguido emanciparme de toda esa… farsa.

—¿A qué llamas farsa? —me aparté de la ventana y tomé asiento junto a su cama, dispuesto a comprender de una vez por todas aquella postura tan inconcebible.

Su voz me llegó firme.

—A eso que llamas una vida de provecho. Desde siempre he intentado acomodarme a vuestro mundo, a vuestras reglas, sabes muy bien que lo hice. He sido un títere de mis padres, de mis amigos, de las mujeres que he amado, he vivido siempre según sus expectativas, ¿Y para qué? ¿Qué he ganado? Un corazón torturado y lleno de desengaños. Menciona cualquiera de los valores que hacen de la existencia fuera de esta cama algo ventajoso y te lo rebatiré con una experiencia dos veces más contundente.

—¿Qué hay de la libertad?

—¿La libertad?

—Sí, la libertad de elegir el espacio que ocupa nuestro cuerpo en este mundo. Por ejemplo, ahora deseo levantarme, coger esta silla y colocarla ahí mismo —lo hice mientras hablaba y volví a sentarme, observándolo ahora desde el otro extremo de la cama—. Tal vez, dentro de un rato desee estar sentado allí, o… allí. Puedo hacerlo porque soy libre. Si estuviese postrado en una cama tendría que conformarme con ocupar el mismo espacio de siempre.

—El mismo espacio de siempre —repitió sonriente mi amigo—, ¿no lo llaman hogar? ¿Acaso eres menos libre cuando al regresar del trabajo cada tarde cierras la puerta y te olvidas de tus pacientes, de las listas de espera en la consulta, del ruido estresante de la vida, dentro del mismo espacio de siempre que comprenden las cuatro paredes de tu hogar?

Resoplé, molesto conmigo mismo al no conseguir cambiar su insano punto de vista.

—Pero no desesperes, amigo —continuó—, hace tiempo que tomé esta determinación y no hay nada que puedas hacer para que cambie de opinión. Recuerdo cuando, siendo sólo un niño, mis padres pretendieron inculcarme aprecio por la cultura. Me arrojaron a la lluvia, al frío de las mañanas de invierno, entre una jauría de niños violentos y piojosos, que disfrutaban tirándome del pelo o escupiendo sobre mis zapatos. ¡Cuánto me acordaba de la segura y caliente cama en aquellos momentos!

—Un mal necesario, que ha hecho posible que hoy sepas leer y escribir —contesté.

—Habría aprendido igualmente en la cama.

—¿Y qué me dices de aquella chica que conociste en la universidad? Sara, creo que se llamaba. Recuerdo tu rostro de felicidad cuando me la presentaste. Incluso llegaste a fantasear con llevar una vida junto a ella.

—¿Recuerdas cómo terminó?

—Pero fuiste feliz mientras duró. No te prives de eso.

—No, amigo mío, es inútil. En esta cama no hay escupitajos de niño, ni mujeres que me rompan el corazón. Aquí sólo existo yo. Sin sorpresas. Sin falsas esperanzas. Sin mentiras.

Recordé entonces la magnífica posición que la familia de mi amigo tenía dentro de la creciente industria del carbón, y las esperanzas que habían depositado sobre el único heredero de la empresa. La pregunta surgió sola:

—¿Lo sabe tu padre?

—No, por supuesto que no. Él no lo entendería. Espera demasiado de mí.

—¿Y qué sucederá con el negocio familiar? ¿Dejarás que se hunda?

—No. Ya lo he consultado todo con mi abogado. Puedo dirigir la empresa desde esta cama.

—¿Y qué crees que pensará tu padre sobre eso? Es un hombre de carácter.

—Vendrá aquí y tratará de sacarme a rastras. Mi padre no entiende el trabajo sin sufrimiento. Por eso necesito de tus servicios, amigo mío. Los necesito urgentemente.

Me levanté y caminé en silencio hacia la ventana. No podía creer que estuviésemos llegando a aquel punto.

—He de pensarlo bien —fue toda mi contestación.

Dejé aquella habitación inmerso en un mar de dudas y contradicciones. Por momentos, la súplica de mi amigo lograba soslayar las barreras más inquebrantables de la razón, pero éstas no tardaban en imponerse de nuevo, desbaratando todo rastro de conmiseración hacia él y su desquiciado plan. Algunos pasos después, volvía a simpatizar, y al girar la esquina ya refunfuñaba receloso: «¡Pedirle semejante locura a un médico! ¡Bah!». De este modo, cambiando de parecer a cada paso, llegué hasta la calle de San Bernardino, donde un ruido de voces atrajo mi atención hacia La plaza de justicia. Varios soldados rodeaban el Cuartel de San Gil, y otros tantos, a caballo, contenían al gentío que se hallaba reunido en la plaza. Parecía que regalasen comida. La mayoría gritaba y levantaba los brazos, lanzando improperios de toda clase. Estaban dirigidos al centro de la plaza, a una mujer menuda, vestida de negro, que permanecía sentada en el garrote vil como una muñeca en su sillita. Ante ella, varios hombres santos oraban en voz alta por su alma. Me volví hacia un hombre que tenía al lado y pregunté:

—¿Quién es?

—No sé —respondió, sin dejar de mirar con avidez por encima de las cabezas que tenía delante y que nos tapaban un poco la visión del cadalso.

—¿Y qué ha hecho?

—Tampoco lo sé. Dicen que quemó a una mujer viva en la calle Fuencarral, pero vaya usted a saber.

Y volvió a jalear con redoblada violencia, al ver cómo el verdugo se arrodillaba ante ella y pedía perdón de antemano por el trabajo que estaba a punto de realizar. Cuando cubrió el rostro de aquella mujer con un pañuelo negro casi pude sentir cómo la gente salía de sus zapatos por la excitación. Y al girar la rueda que quebró finalmente el cuello de la víctima, percibí un «¡Oh!» orgiástico que me heló el alma. Retrocedí asqueado, pero muchas de las personas que habían llegado después que yo me cortaban el paso, y ahora que el verdugo retiraba el pañuelo que ocultaba el rostro de la muerta, luchaban por hacerse un hueco en primera fila y no perder detalle. El hombre al que acababa de preguntar fue el primero en lanzarse. Se había apoyado en mi hombro y antes de que me diese cuenta ya estaba varios metros más cerca del cadáver. Es curioso, no sabía cómo se llamaba, ni qué delito hacía cometido exactamente, pero quería ser el primero en ver su rostro sin vida. Y el resto de viandantes que iban llegando no eran diferentes.

Cuando llegué a casa eché las cortinas y me aseguré de que las ventanas se encontraban totalmente cerradas. Quería silencio. Luego aflojé el nudo de la corbata y me dejé caer sobre la cama. Estaba agotado y necesitaba estar a solas, lejos de la gente, del ruido, de las calles, de su violencia…

A la mañana siguiente ya había tomado una decisión con respecto a mi amigo. Nada más llegar a la consulta redacté el diagnóstico que me había pedido: un agudo problema de diabetes que lo obligaba a permanecer en cama, y que había llegado a necrosar el tejido de sus extremidades inferiores, poniendo en serio peligro su vida. El pronóstico era grave, y recomendaba encarecidamente la amputación inmediata de ambas piernas.

[1] Periódico madrileño de corte satírico, publicado semanalmente entre 1881 y 1926.

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