Ocurre que algunas películas que vimos siendo todavía muy niños las recordamos no como simples historias que salían de aquel viejo televisor en blanco y negro, que siempre estaba averiado, sino como fogonazos de nuestra infancia que vienen a iluminar nuestra existencia de adultos. El hombre invisible, la cinta de James Whale, fue una de ellas.

Aquel personaje atormentado de gafas oscuras (no, no era Carlos Fabra) enrollado en unos sucios vendajes, dejó en mí una huella profunda e imborrable en aquellas tardes de bocadillos de mortadela, lapiceros de colores, faringitis y rodillas costrosas de tanta patada futbolera en los recreos.

La historia de James Whale producía en mí una extraña mezcla de terror infantil y curiosidad insana. Por un lado quería ser como él, invisible, atrevido, intocable, atravesar las puertas y paredes para poder ver, sin que nadie me viera a mí, lo que sucedía al otro lado de la pared, en la casa de al lado, donde vivía una familia numerosa cuyos miembros ruidosos siempre andaban a la gresca, entre broncas y peleas napolitanas. Pero por otra parte, sentía miedo, qué digo miedo, auténtico pavor ante la idea de quedarme así algún día, invisible para siempre, imperceptible, inmaterial, incorpóreo.

Ayudaba mucho a infundir en mí aquel pánico infantil la magistral interpretación de Claude Rains, uno de los mejores actores que ha dado el cine de Hollywood, y que aunque apenas salía en la película (la mayor parte del tiempo se lo pasaba en estado de absoluta invisibilidad o enrollado en los vendajes) imprimía al personaje un halo de misterio difícilmente superable. En realidad la historia no era más que un refrito del mito del científico loco al que un experimento con una sustancia llamada monocaína se le va de las manos y lo vuelve invisible. Luego el personaje se da cuenta de que su estado etéreo y salvaje puede ser un arma perfecta para cometer crímenes y todo tipo de fechorías y a vivir la life.

Para un niño como yo, propenso a la enfermedad y quizá demasiado impresionable, algunas escenas quedaron grabadas para siempre en mi memoria, como aquella en la que los objetos volaban por los aires impulsados, entre terribles carcajadas, por el hombre invisible, o aquella otra en la que el fantasma iba dejando las huellas de sus pisadas sobre la nieve mientras la policía trataba de darle caza.

Al final, el científico loco y endiosado no puede parar su espiral de violencia, comete crímenes y atracos a troche y moche, ataca a los vecinos del lugar, se mofa de ellos y les hace la vida imposible. Se convierte en una especie de diablillo sátiro al que nadie puede ver ni detectar cuya único pasatiempo en el mundo es divertirse a costa de los pobres mortales que no pueden hacer otra cosa que asistir impotentes a las andanzas del monstruo.

Todo esto viene a cuento de que durante los últimos días de papelamen y corruptelas panameñas me ha venido a la cabeza el clásico de Whale. Me ha dado por pensar que todos estos tipos que roban el dinero a los pobres para dárselo a los ricos de Mossack Fonseca, en una especie de Robin Hood a la inversa, no son más que hombres y mujeres invisibles, engendros que tienen la facultad de aparecer y desaparecer, materializarse y desvanecerse a su antojo en cualquier lugar del planeta, mayormente en oasis caribeños salpicados de lagos llenos de dinero negro y fangoso.

Hombres invisibles los hay de muchas clases y de muchos tipos, y siempre andan por ahí, por las esquinas, en las altas instancias de los gobiernos, jugando con nuestras vidas de pobres mortales que no somos capaces de distinguirlos (o no queremos) para darles su merecido. Son ellos mismos los que tienen el poder de atravesar las paredes blindadas de los bancos, las puertas nobles de los ministerios, las aduanas, los despachos de las multinacionales versallescas, y desde allí dominan nuestras vidas a su antojo. Una raza de hombres invisibles anda detrás de nosotros a todas horas, haciendo y deshaciendo, firmando y borrando papeles, poniéndonos trampas y alterando nuestros presentes y nuestros futuros. Dios es el azar mismo, el destino es un motor impulsado por estos demonios invisibles atiborrados de monocaína y hasta de cocaína sin mono.

Están por todas partes, manejando nuestros ahorros, engañándonos con la factura de la luz y del agua, metiéndonosla doblada con la telefonía móvil, envenenándonos con alimentos que hace mucho tiempo dejaron de ser comestibles, inoculando radiaciones mortales en nuestros cuerpos, robándonos nuestro escaso salario miserable, prometiéndonos gobiernos imposibles, vendiendo armas, generando guerras, ensuciando ríos y océanos, enviando el planeta, en fin, al puñetero garete. Son legión y están por todos lados en una especie de gran conjura universal más propia de una novela de Orwell que de la vida real. Este hace ya tiempo que dejó de ser un mundo feliz y solo quedamos cuatro gatos desencantados que intentan escribir cosas nostálgicas y escépticas que ya nadie lee.

Saramago pensó en El hombre duplicado, Marcuse en El hombre unidimensional, pero realmente el mundo es de ellos, de los hombres invisibles que como el personaje diabólico de Claude Rains son indetectables, imparables, invencibles. Ellos, los invisibles de arriba, los invisibles que están ubicuos, en todas partes y a todas horas, en Suiza, Hong Kong o Wall Street, pueden jugar con cada uno de nosotros a placer, mover los hilos, entrar y salir de nuestras vidas, llevarlas al éxito o al fracaso, mientras nosotros, estúpidos peleles, nos creemos que aún somos dueños de nuestro propio destino.

No se preocupe amigo lector, no seguiremos por este camino existencialista, que Sartre y Camus están muertos y enterrados y nadie en las redes sociales se acuerda ya de esos señores plastas y aburridos, pero al ver por enésima vez aquella vieja película uno no puede dejarse de preguntar cosas, uno no sabe si Mariano Rajoy es un invisible también, sobre todo cuando sale por el plasma en una de sus apariciones marianas, o si no es más que otro pobre mortal de carne y hueso en manos de otros invisibles mucho más fuertes y poderosos que él. Quién sabe.

El hecho de que se haya invisibilizado durante cuatro meses para darle esquinazo al Rey, dejándole el muerto a Pedro Sánchez y sin formar Gobierno, no significa nada. Solo nos queda sentarnos delante del video y volver a reírnos y a estremecernos con aquellos fabulosos personajes de la edad de oro del cine, cuando todavía éramos niños. Mientras los invisibles deciden qué van a hacer con nosotros a partir de mañana.

Viñeta: El Koko Parrilla
Viñeta: El Koko Parrilla

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