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El fin de la democracia y la desobediencia

Guillem Tusell
Guillem Tusell
Estudiante durante 4 años de arte y diseño en la escuela Eina de Barcelona. De 1992 a 1997 reside seis meses al año en Estambul, el primero publicando artículos en el semanario El Poble Andorrà, y los siguientes trabajando en turismo. Título de grado superior de Comercialización Turística, ha viajado por más de 50 países. Una novela publicada en el año 2000: La Lluna sobre el Mekong (Columna). Actualmente co-propietario de Speakerteam, agencia de viajes y conferenciantes para empresas. Mantiene dos blogs: uno de artículos políticos sobre el procés https://unaoportunidad2017.blogspot.com y otro de poesía https://malditospolimeros.blogspot.com."
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análisis

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Por ironías de la historia (o tal vez sea un ácido cinismo), la democracia empezó en Grecia y ahí, hace pocos años, se gestó su destrucción. Para que luego digan que la Historia no gira sobre sí misma.

No empezó de sopetón, ni de manera perfecta ni cristalina. De hecho, hasta centenares de años más tarde, estuvo como ausente, hasta que se empezó a moldearla para que los sistemas reinantes pudiesen adaptarse a ella. Siendo muy simplista, la democracia necesitaba de una base donde apoyarse, y la encontramos en los Derechos Humanos. Básicamente, porque la democracia bebe de un concepto: la justicia, entendida como lo justo. No bebe del derecho, no de la ley (como tanto se repite en España), sino de la justicia. Si la democracia no es justa, cojea, tropieza y, a la larga, cae y se rompe. Una democracia injusta es una injusticia teñida de “procedimientos democráticos”.

Por ello, tampoco había que esperar un fallecimiento repentino de la democracia, que acabase de golpe, de una manera conclusiva y definida. El ataque y derrota a la democracia que supuso la intervención en Grecia, la vivimos como prácticamente vivimos todo aquello que nos desnuda: mirando a otro lado, y con mucha prisa por olvidar.

Miramos a otro lado cuando mueren seres humanos en Siria o Yemen de la misma manera que apartamos la vista cuando un mendigo se sienta en la acera. Miramos cómo arde el Amazonas, cierto, pero apartamos la mirada cuando centenares (centenares, sí, busquen las imágenes) de camiones llegan a lo desforestado para convertir la antigua selva en campos de cultivo. Y, ¿a dónde miramos? Generalmente miramos la pantalla (del móvil, de la TV) o la otra pantalla que son los escaparates del centro comercial. Lo hacemos así empujados por un Sistema que nos ofrece placenteras válvulas de escape para la mirada. Por una razón: este Sistema solamente funciona si no lo miramos fijamente. Es un sistema que “no funciona” como sistema democrático basado en los Derechos Humanos. Porque, así de sencillo, no es un sistema “justo”. Y lo sabemos perfectamente. Usted, yo y aquellos, somos plenamente conscientes de ello. Por tanto, mejor cederse a mirar “esa otra realidad” de la pantalla, tan agradable. Pretender cambiar este sistema se ha convertido en algo “iluso”, “utópico” e, incluso, y alucinen conmigo, “ignorante” (ignorancia propia de aquellos que, nos dicen, desconocen las complejidades del sistema). Un triunfo, descarnado, de los que viven del provecho de la injusticia. Este “mirar a otro lado” frente a Grecia, que fue común a toda Europa, sentó un peligroso precedente, y lo que ocurre en España (y temas diferentes en otros países europeos) es una consecuencia. Europa tan solo es un pedazo de mercado donde la injusticia tiene carta blanca.

Los independentistas catalanes (entre los que me incluyo) han (o hemos) cometido un error: reivindicar tanto el derecho a la independencia. Podemos discutir mucho sobre ello, pues se han dado muchos argumentos a favor y en contra. Un servidor, ya lo ha opinado en otros artículos, sospecha si éste es un derecho un tanto ambiguo, que pueda utilizarse un poco a conveniencia. Una especie de derecho “débil”. Uno opina que esta independencia, o no, debe ser tan solo la consecuencia de una decisión política tomada por individuos libres: libres en la decisión (su voto en un referéndum), y libres en su reflexión (la información de por qué y para qué votar una cosa u otra). Pero, en España, saben que esta es la verdadera autodeterminación: decidir por nosotros mismos; y está visto, que, en esta España, no es posible. ¿Qué hacer?

Cuando no se puede ser diferente, no se puede ser indiferente a ello; independientemente de si el diferente es uno u otro.

La dura y violenta reacción del Estado, respecto a la reivindicación en Cataluña, es aceptada por la inmensa mayoría de la sociedad española. Ya sea mediante su silencio e indiferencia, ya sea mediante vítores y aplausos. El comportamiento del Estado, con todas sus estructuras, es muy simple: la fuerza hace la ley, y la ley es la justicia, ergo lo justo. Muchos no pensamos así.

Calicles, persona o personaje que se enfrenta a Sócrates en las Gorgias de Platón, defiende la ley del más fuerte, la de la naturaleza. Y hay que reconocer que, una visión rápida y superficial de la historia de la humanidad, le daría la razón. Incluso se podría argumentar que la democracia es lo mismo: solamente sucede que, el sujeto del poder, el que tiene la fuerza, es la mayoría del pueblo. Podríamos decir, entonces, que hasta el sistema democrático le da la razón a Calicles. Y los que opinan que esta democracia actual es falsa, que el poder reside en unas oligarquías o en un mercado abstracto, también le estarían dando la razón. Tan solo cuando el débil “convence” al fuerte, o el fuerte actúa “convenciendo” al débil con argumentos y sin ser necesaria la fuerza, Calicles se retira desmentido a sus aposentos. Pero esto no es lo que ocurre, y podemos opinar lo siguiente: la fuerza hace la ley, la ley la aplica la justicia, pero esto no la convierte en “justa”.

La posición del Estado y casi toda la sociedad española, se basa en imponer la ley por la fuerza, sin ningún atisbo de convencer a nadie (salvo los suyos) de que esa ley sea justa. Dejemos de lado si esta ley (en el fondo, la indisolubilidad de la Nación España, a defender por los medios que sean) les parece justa o no. Centrémonos en otro aspecto: <<¿Qué hacer cuando uno opina que la ley es injusta y que el que la rige dispone del poder y la fuerza para imponerla?>>.

Este, me parece, es un dilema que se plantea el independentismo e, incluso, el simple soberanista (aquél partidario del referéndum y dispuesto a aceptar el resultado independientemente de su propio voto) una vez corroborada su debilidad. También dejemos de lado si ustedes piensan que hacer un referéndum en Cataluña es justo o no. Centrémonos en qué puede hacer uno en el caso que piense que sí, es decir, apliquen un poco de empatía.

¿Empatía? Algunos políticos y medios españoles comercian con el dolor ajeno de presos y exiliados, incluso, mediante la burla cruel (esa insistencia en que la cárcel les es un hotel de lujo, o que Puigdemont ayer cenó lubina… ¡qué bien que vive!). Ese comercio del dolor ajeno, ese pisoteo deshumanizado, no es el que se le aplica al enemigo valiente y respetado, sino al moralmente inferior, al que se desprecia. Se elimina, así, cualquier indicio o posibilidad de empatía: ese “otro” ha devenido una cosa. El dolor del otro es risible y objeto de desprecio y escarnio porque ya pertenece a otro plano moral. En algunos momentos de la historia y geografía hemos visto sociedades que, como la española actual, aceptan esto sin rechistar, sin cuestionar nada. Evitemos los ejemplos y regresemos a qué puede hacer uno cuando te imponen la ley (que crees injusta) mediante la fuerza.

1). ¿Votar? Es decir, en un sistema democrático, se trataría de que se vote a los partidos independentistas o soberanistas… y ganar. Bien, en las últimas elecciones catalanas, los partidarios del referéndum (JxCat, ERC, Comuns, CUP) sumaron el 55% de votos, sin tener en cuenta la cantidad de votantes de “partidos constitucionalistas” que, encuesta tras encuesta, son partidarios de esta opción (en las encuestas se oscila entre el 70 y el 80% de partidarios del referéndum). Y, ¿sirve de algo? No: al Estado español le es del todo indiferente. Textualmente: lo ignoran, hacen ver que esto no existe, pues teniendo el poder de la fuerza que impone la ley y la connivencia de la mayoría del pueblo español, no les es necesario nada más. (Les recuerdo que no estamos hablando de “qué es justo”, sino de “qué podemos hacer” si creemos que es injusto y solamente nos responden con la fuerza).

2) Si votar es inútil, porque no se obtiene ningún tipo de fruto ante aquel que ostenta el poder de la fuerza, alguno puede caer en la tentación de aumentar su fuerza mediante la violencia. Omitiré tratar esto porque di mi opinión sobre ello en el punto diez del artículo “10 Asuntos Indepes”. Entonces, descartado el uso de la violencia, ¿qué se puede hacer?

3) Nos queda la tan manida, últimamente, “desobediencia”, concepto que desconcierta bastante a los individuos por ser altamente confuso y volátil. Y, más aún, cuando se ve cómo el Parlament aprueba una moción a favor de la desobediencia y, al día siguiente, “obedece” y quita una pancarta en la Generalitat a favor de los presos políticos (que lo sean, o no, a su parecer, ahora es irrelevante).

¿Me equivoco mucho si pienso que la mayoría de esos partidarios del referéndum se dicen “qué demonios tenemos que hacer” para que se nos tenga en cuenta? ¿Me equivoco mucho si la respuesta del Estado es “ustedes no pueden hacer nada”? ¿Que la pretensión es que se resignen, asuman, y “voten mejor” renunciando? ¿Renunciar a una idea política por miedo a la represión?

La desobediencia, como vía para cambiar una ley, tiene un inconveniente, que es inocua si no cumple dos preceptos: ser masiva y/o afectar al interpelado.
Cuando cambiaron las leyes respecto al servicio militar (obligatoriedad, objeción de conciencia, insumisión) fue debido a que, al ser masiva la infracción de la ley, esta se tuvo que corregir. Si no se hubiera hecho, se le hubieran llenado las cárceles al Estado. Pero, pongamos que hay una desobediencia masiva en Cataluña: ¿de qué sirve si no afecta al Estado? De nada. Incluso, si aceptamos cierta confusión que permite interpretar la mera protesta como desobediencia, ¿de qué sirve, por ejemplo, cortar carreteras en Cataluña? De nada… si no afecta al Estado. Pero imaginen (es una suposición, señor juez) que se cortan durante dos semanas las carreteras que comunican Cataluña con el Estado, pero dejando abiertas las de la Junquera, que enlazan Cataluña con Francia y Europa en ambos sentidos. Tal vez, sería efectivo para algo, aunque no sé muy bien para qué. ¿Para que envíen cinco mil guardias civiles más? De hecho, no se necesitaría ni mucha gente ni recibir porrazos: doscientos aquí y, cuando llega la Guardia Civil, adiós, a disolverse, que 15 kms más allá ya está nuevamente cortada. Y así sucesivamente. Pero, ¿esto es desobediencia? ¿La desobediencia tan clamada? ¿O es un simple acto, efectivo o no, de protesta?

Imaginemos ahora que sabemos la sentencia a los presos (supongo que al publicarse el artículo ya será de dominio público, no sé). Imaginemos que se les condena por X, y digamos que, metafóricamente, esa X es <<subirse a un coche de la Guardia Civil y gritar “Visca la República Catalana”>>. ¿Qué sucedería si 20 personas hacen lo mismo? Se les detendrá. ¿Y si lo hacen 180 personas? También, pero… uf. ¿Y si lo hacen 12.326 personas? ¿Los juzgarán y meterán a todos en la cárcel? La desobediencia solo tiene sentido cuando una gran cantidad de gente cree tanto en el trato injusto que reivindica romper, que se juega su porvenir (sea este la vida o, en el caso de España, su libertad física y/o comodidad económica). ¿Están, los catalanes que reivindican un trato justo y democrático, dispuestos a ello? Ese es el quid de la cuestión, tanto para el Estado que se impone como para los catalanes. Entre presos y exiliados (o lo que ustedes quieran) son 16 personas.

Con 770 personas por cada uno de ellos, haciendo un acto de desobediencia equiparable a ojos de esa ley del Estado, ya tenemos esos más de doce mil. ¿Los hay tantos dispuestos? El Estado, es evidente, tiene su respuesta: cree que no, que no hay tantas personas dispuestas a ello. Y los partidos y asociaciones catalanas sucumben en un mar de dudas. Ese es el límite donde las fuerzas del Estado querían situar la reivindicación: aquél en que cada individuo, cada persona que la defiende, se plantee si él, él mismo, ella misma, está dispuesta a dar el paso. Llegar a estos límites no solo es una vergüenza y una irresponsabilidad política, es renunciar al sistema democrático como mejor vía para solucionar los problemas políticos. Un servidor siempre ha pensado que una parte importante de la sociedad española, por contraria que fuese al independentismo, llegaría un momento que diría “así, no”. Que alzaría su voz, saldría a la calle, con o sin banderas, para insistir: “a este precio, con mi complicidad, no”. Pero estaba equivocado. La mayoría de la población española mira hacia otro lado, la europea, también. Como hicimos todos, catalanes incluidos, ante Grecia. “Alea jacta est”, pasando de Grecia a Roma, cruzando el Rubicón… que

como la ola gris del mar del Norte que ya se ha tragado muchos barcos

pero que sigue estando hambrienta. (Adam Zagajewski)

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1 COMENTARIO

  1. Solo tengo como respuesta a tan gran escrito: cuando se ha llegado hasta aquí, con el terrorismo de estado solo nos queda morir y morir con ellos, los criminales que nos han traído a este infierno. Con la esperanza que cuando lleguen los castellanos, en forma de extraterrestres, como en tiempos de colón, los nativos, nosotros, nos aliemos con ellos para atacar los catalanes del momento y, cuando nos torturen, roben y destruyan nos acordemos de nuestras traiciones a nuestros compatriotas catalanes.Esto también sirve para Europa. Nuestros republicanos jugándose la vida por vosotros y vosotros permitiendo al criminal y matar y matar, sin miramiento. Este es un mundo de canallas, donde los canallas juega a los dados con la vida de los ciudadanos. Hemos permitido o conducido un mundo donde, quizás no merezca vivir gente sana, noble y humana. Esperemos que nuestro nuevos señores extraterrestres, nos maten a todos por igual. Unos por cobardes otros por terroristas otros por miserable y todos por imbéciles.

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