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El espíritu de Delibes contra Moreno Bonilla

El presidente andaluz se abraza al negacionismo más abyecto al no contar con los expertos científicos de Doñana

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análisis

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Miguel Delibes, uno de los más grandes escritores que ha dado la lengua castellana, escribió mucho y bien sobre las consecuencias perniciosas del progreso, el deterioro de la naturaleza y la depravación del hombre, un ser que lleva la destrucción en lo más profundo de sus genes. A Delibes le dolía Castilla, el desarraigo y la pérdida del campo, temas que refleja en obras cumbres de la literatura universal como El camino, Las ratas, Diario de un cazador o El disputado voto del señor Cayo. Fue, como dirían hoy los modernos, un ruralita.

Cuentan que su pasión por los animales le permitía distinguir el trinar de cientos de aves, de abubillas y urracas, de zorzales y avefrías. Cazó, cazó mucho, aunque al final de sus días llegó a lamentar haber abatido tantas presas. El caso es que Miguel, don Miguel, lo aprendió casi todo en el campo, entre sus gentes y roquedales, no en los libros. Era un nativo que se volvía paleolítico por unas horas antes que un naturalista llegado de fuera. Un ser fundido en una unidad absoluta con la vida, con el cosmos. Alguien que tuvo la pionera y amarga sensación de que toda esa belleza virgen se estaba yendo al garete por culpa de la mano abominable del hombre. Supo ver, ya en los años setenta, que cada vez había menos pájaros, que en los ríos faltaban truchas, que los cangrejos languidecían por extrañas epidemias. De alguna manera sabía que la Tierra estaba agonizando víctima de una extraña enfermedad. Fue, aunque le duela a esa España rancia y depredadora que hoy gobierna su amada Castilla, el primer gran ecologista.

Las nuevas generaciones urbanitas, criadas a la sombra del teléfono móvil en lugar de a la sombra del ciprés, que siempre es alargada, ya nos lo contó él, están dejando de leer a Miguel Delibes. Primero porque no captan su humanismo genuino y campestre hoy tan en vías de extinción como los prodigiosos pájaros que vuelan por sus novelas. Y después porque no lo entienden. ¿Cómo descifrar aquello de que “una ganga vino a tirarse a la salina y viró al guiparnos”? Es como escuchar la lengua de una tribu del Orinoco.    

El hijo de Miguel Delibes, Miguel Delibes de Castro, mantiene vivo el legado del padre y del genio. Curiosamente, de él aprendió el amor por la naturaleza, pero la vena literaria le llegó por influjo de Félix Rodríguez de la Fuente, con el que llegó a trabajar estrechamente, tal como le ha confesado a Jordi Évole. En cierta ocasión, cuando la familia veraneaba en el hermoso pueblo burgalés de Sedano, Delibes júnior se encontró con una grajilla caída del nido. El polluelo estaba bastante maltrecho, pero entre el padre y los hijos lo sacaron para adelante, lo bautizaron como Morris y se quedó a vivir con ellos. Hasta le sirvió de inspiración al escritor para algún que otro cuento y para construir su eterna Milana Bonita de Los santos inocentes, el novelón llevado al cine por Mario Camus. Nadie con un mínimo de sensibilidad puede olvidar el papelón de Francisco Rabal, el enigmático Azarías, pero menos aún aquel bello pájaro que se posaba tierno y amistoso en su hombro como símbolo de la libertad frente a la maldad humana.

Si un pueblo sin literatura es un pueblo mudo, como decía Miguel Delibes, un pueblo sin amor a la naturaleza es un pueblo amputado, castrado, condenado a enloquecer. A Miguel Delibes Jr., biólogo y presidente del organismo que vela por el futuro del parque de Doñana, el ínclito Juanma Moreno Bonilla y sus socios de Vox han querido darle con la puerta en las narices para que no moleste en la comisión parlamentaria que debe analizar la infame Ley de Regadíos. En Andalucía, todos se han vuelto locos, jornaleros y proletas votando a señoritos, una mixomatosis negacionista endémica que los lleva a la ceguera, a no ver o a no querer ver (eso ya da lo mismo). Probablemente lo único que sepa el presidente andaluz de biodiversidad y de aves es que cuando el grajo vuela bajo hace un frío del carajo, tal como dice la sabiduría popular. Y quizá ni eso. El invierno va camino de la desaparición también en Sevilla y dentro de nada los costaleros van a tener que llevar los pasos de Semana Santa con aire acondicionado incorporado por la caló.

Delibes de Castro es rotundo al asegurar que esa supuesta agua de Doñana con la que los regantes de Moreno Bonilla piensan cosechar las fresas y los frutos rojos de siempre simplemente ya no existe. Se ha evaporado, se ha perdido tras décadas de abandono y sobreexplotación del paraje por parte de unos y de otros, de susanistas y populares, de caciques y lacayos. Entre todos mataron el paraíso y él solo se murió. Ha sido un ecocidio a la española, o sea en plan Fuenteovejuna. “Es un brindis al sol, no tiene ningún sentido prometer un agua que no se puede dar”. Así de crudo se muestra Delibes de Castro. Y dice aún más. Asegura que no convocar a los expertos revela que al Gobierno andaluz le importa “un bledo” lo que opinen los científicos. El biólogo, a quien al final el bifachito va a dejarlo entrar, a regañadientes, en la sala de comisiones, advierte de que, si no se toman medidas drásticas, Doñana desaparecerá más pronto que tarde y ya solo quedará su triste recuerdo, como una de aquellas Siete Maravillas del Mundo Antiguo.

Ante semejante funesto augurio, la Junta tendría que estar instalando carteles de prohibido el paso a cien kilómetros a la redonda, un gran cordón sanitario que Moreno Bonilla se niega a ponerle al parque y a sus socios los ultras. “Estamos haciendo daño a todos, a Doñana, a los regantes, a la imagen de España y Andalucía en Europa y en el mundo”, se lamenta el científico. Mientras San Telmo organiza la conjura de los necios, patanes y cuñados debatiendo sobre la compleja y delicada biología de las especies, el concilio de los paletos, los flamencos siguen emigrando a La Albufera valenciana porque se mueren de sed. Cada vez hay más gasolineras y menos abrevaderos naturales en la Península Ibérica. Los peores vaticinios de la familia Delibes se están cumpliendo con una precisión asombrosa. La batalla contra los negacionistas está perdida. Ni los civilizados alemanes, que han emprendido una campaña contra las fresas de la sequía de Doñana, pueden parar este sindiós. Y todo por el disputado voto del señor Juanma.

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