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El debate que ganó Santiago Abascal

Alejandro Sánchez Moreno
Alejandro Sánchez Moreno
Docente en educación secundaria e historiador. Especialista en historia del movimiento obrero andaluz. Es autor de numerosos artículos de investigación y ha publicado las monografías históricas José Díaz, una vida en lucha (Almuzara, 2013); ¿De qué se nos acusa? (Utopía Libros, 2014); y La lucha por la unidad (Utopía Libros, 2015), además de la novela "En el panel derecho de El jardín de las delicias" (Leibros, 2017) El autor escribe habitualmente en prensa escrita y digital y ha colaborado en medios como Viva Sevilla, Cuarto Poder, El Correo de Andalucía, Infolibre, Tercera Información o eldiario.es. Actualmente es jefe de opinión de El Común.
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análisis

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Antes de comenzar, permítanme explicar lo obvio. Pero es que tener cierto impacto en redes sociales conlleva el ataque sistemático de ejércitos de trolls siempre dispuestos a tergiversar lo que uno dice, y claro, el título que le he puesto al artículo es demasiado jugoso como para dejarlo escapar. Por ello quiero dejar en negro sobre blanco que no estoy expresando deseo, y que por supuesto no albergo ninguna simpatía por VOX, ya que simplemente constato una realidad que, no por resultarnos antipática -o precisamente por eso mismo-, tendría que dejar de ser prudentemente analizada por todos los que vemos en el desarrollo de la extrema derecha un peligro real para nuestro futuro. Y es que por mucho que duela, Abascal ayer ganó el debate, y no sólo eso, sino que además desveló con su discurso un osado giro estratégico de la ultraderecha española, que de salirles bien, podría costarnos caro: su apuesta por expandir su influencia entre las clases trabajadoras.

Porque sí. Santiago Abascal ganó el debate. Y no lo hizo por supuesto por sus limitadas dotes oratorias, o por la escasa solidez de unos argumentos plagados de datos falsos, como tampoco lo hizo porque el hombre resulte ni mucho menos carismático. Lo hizo porque cumplió su objetivo, que no era otro que el de llegar a un público más amplio para captar votos entre los desencantados. Y eso si alguien lo pudo lograr ayer, sin duda fue él. Porque Abascal supo bien desde muy pronto diferenciarse de sus oponentes, como haciendo ver que estaba al margen de esas viejas políticas que defendían las izquierdas y derechas del sistema. Vendió que la única alternativa real era él, y aunque esto no sea verdad, posiblemente logró que lo pareciese para algunos sectores hartos de una política que les ha ido empobreciendo durante décadas. Así, un político mediocre y falto de formación como él, supo dar en la tecla que podría hacerle llegar a un sector de la población hasta ahora vedado para la ultraderecha española, el de unas clases trabajadoras ansiosas de creer en algo.

Y es que para los trabajadores que sufren todavía las consecuencias de la última gran crisis, el sistema se ha hecho odioso. Viven en el hartazgo permanente y sólo hace falta una chispa que les haga estallar. Están dispuestos a escuchar, siempre que lo que se le ofrezca no sea más de lo mismo, y ahí estuvo ayer el éxito de Abascal, que supo identificarse con una subversión que -aunque de manera populista y por supuesto falsa-, señalaba a los culpables de todos los males de España en enemigos concretos a batir: inmigrantes, separatistas, políticos… Así, Abascal convirtió sus limitaciones en virtud, y mientras el resto debatía con mejores o peores argumentos, el ultra repitió las mismas consignas una y otra vez para dejar claro su programa en un discurso de odio que en tiempos de crisis suele calar. Porque Abascal ofrece una simulada enmienda a la totalidad de un sistema corrupto que se ceba siempre con la mayoría social, ofrece e identifica enemigos irreales, y además hace suyos símbolos abstractos que pueden unir aunque sea desde la más absoluta irracionalidad (patriotismo vacío, banderas,…) y eso, aunque pudiera parecernos ridículo, tiene efectos en estos momentos oscuros en los que el sistema parece ahogarse en sus propias contradicciones.

Por supuesto que VOX no es antisistema, y su programa económico está claramente dirigido a unas élites de las que sus propios dirigentes forman parte. Son el viejo franquismo -miren si no la genealogía de sus líderes- resucitado en tiempos de crisis y blanqueado por los medios conservadores para facilitar gobiernos al PP. Hasta ahora, Abascal y los suyos eran una anomalía en la extrema derecha que está renaciendo en el mundo, y es que no tenían clara su posición económica en el tablero internacional, pero ayer esto también lo dejaron claro apostando por un capitalismo nacional frente a la globalización neoliberal. Y por ello denunciaron a la UE como instrumento de dominación, reivindicando la soberanía nacional y levantando una bandera que han arrebatado a una izquierda que, derrotada en el plano ideológico, ha dejado de luchar contra la globalización aceptando instituciones como la Unión Europea como males menores que son posibles de reformar. Pero no es así.

Y es que con una izquierda desarmada e incapaz de ofrecer alternativas económicas o políticas fuera de lo simbólico, en todo el mundo asistimos a la sustitución del viejo eje izquierda-derecha por uno nuevo basado en la dicotomía neoliberalismo-ultraderechismo, defendiendo estos últimos, no un cambio sistémico que ponga en peligro la estabilidad de las élites, sino un capitalismo nacional y proteccionista que en lo político además es más intolerante que sus oponentes neoliberales. La izquierda actual -que no quiere quedar fuera de este debate-, en vez de plantear una alternativa a ambos, parece estar posicionándose con los primeros frente a los segundos, y esto puede dejar huérfana a una clase trabajadora que ya no ve alternativa en una globalización que les ha arruinado. Eso ha sido advertido por fin por VOX, que ha dejado de ser ajeno a lo que está ocurriendo en países de nuestro entorno en los que antiguos bastiones del Partido Comunista han pasado a serlo de movimientos ultras como el Frente Nacional de Le Pen. Por eso VOX ahora mira a los trabajadores. Y ya no aspira tan sólo a arrancar votos al Partido Popular, sino a algo mucho más peligroso: calar entre una mayoría social desencantada. Abascal ayer les habló a ellos de soberanía nacional frente a Europa, relacionando hábilmente esta cuestión con una inmigración que él señala como origen de todos los males de la clase trabajadora.

Sin duda gracias a eso Abascal ganó ayer el debate. Como también por eso urge un análisis serio en una izquierda que tiene que recuperar su carácter antisistémico, y que denuncie tanto a la globalización neoliberal como al capitalismo nacional que defienden VOX y las ultraderechas europeas y norteamericana. Porque sin abandonar por supuesto las luchas por los derechos civiles, la izquierda tiene que tener una alternativa económica propia, rearmarse ideológicamente y creerse que es posible el cambio. Lamentablemente los dirigentes de estas izquierdas parecen incapaces de superar la caída del muro de Berlín y han asumido ya la derrota. Y contaminados de un posmodernismo que tan sólo aspira a conseguir victorias simbólicas y parciales alejadas de cualquier cambio económico real que beneficie a las clases trabajadoras, están dejando el camino libre a la ultraderecha para que recojan sus frutos entre los que tendrían que ser enemigos de clase. Cualquiera que se atreva a cuestionar esta estrategia que nos lleva al desastre es tratado de rojipardo por estos mismos dirigentes, como si señalar a la Unión Europea, a la OTAN o los tratados de libre comercio nos hiciese compañeros de la ultraderecha. Pero no es así. Porque esa lucha fue nuestra mucho antes que suya, y defender la soberanía nacional frente a la globalización neoliberal no es más que no aceptar la derrota que ya algunos han asumido. Toca despertar para que esto no ocurra, y sólo espero que cuando lo hagamos no sea demasiado tarde.

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