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El dalái lame

El líder espiritual budista pide perdón a la familia del niño al que invitó a que le chupara la lengua

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análisis

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El dalái lama ha tenido que pedir disculpas tras airearse un vídeo en el que invita a un niño a que le chupe la lengua. La escena resulta repulsiva y de lo más guarro y surrealista que se ha visto últimamente en las redes sociales. Primero el santón del budismo tibetano le pide al pequeño que le dé un morreo, así, con toda su jeta, y la criatura se lo da, aunque con ciertos reparos. Y acto seguido, el maestro reencarnado (eso es lo que quiere decir literalmente dalái lama), le saca la sinhueso, su apéndice húmedo y viscoso de carca con túnica, y le pide al menor que se la succione ante el gesto de asco del chiquillo. El pequeño chupa y el lama lame.

¿Qué pretendía el dalái con semejante asquerosidad? ¿Abrirle los chakras al pequeño a lenguatazos? Resulta llamativa la obsesión que tienen los dirigentes de las religiones, de todas las religiones, con abusar de la inocencia de los niños. Imagínese que esta marranada en público la hace un obispo o el mismo papa de Roma. No se hablaría de otra cosa. Pero existe la creencia de que unas religiones son más pacíficas e inofensivas que otras porque teóricamente buscan la paz, la armonía, la tranquilidad de ánimo y el equilibrio, lo cual no es cierto. Toda religión supone una estricta jerarquía (el dalái no deja de ser un guía espiritual con sus fieles subordinados) y un chantaje a la libertad humana bajo amenaza de graves sacrificios, penalidades y tormentos en esta y en la otra vida. Ni el budismo o el hinduismo son religiones inocuas que ofrecen felicidad completa y total a sus adeptos ni otras confesiones como la católica, la musulmana o la judía son tan crueles y esclavizantes como nos han querido pintar. De todo hay en las viñas del Señor (y de Buda).

El cristianismo, por ejemplo, se basa en la idea de pecado. Sin pecado no hay redención y sin redención no hay paraíso. Por el contrario, el budista lucha por superar el sufrimiento y el dolor mediante un ciclo de muerte y renacimiento que lleva al nirvana (la liberación completa). Obviamente, el premio no es gratuito. Exige mucho trabajo y esfuerzo, meditación, yoga, zen, ayunos, sacrificios y abstinencias, cultivo de la virtud frente al vicio, un puñetero sin vivir. Y si el objetivo no se logra a la primera, si te has portado mal y has cosechado un mal karma, puedes meterte en un ciclo de eterno retorno con sucesivas muertes y reencarnaciones en ratón, mono, cucaracha o conejo. Y ya me dirán ustedes qué tiene eso de liberador. Terminar comido por un pájaro, como cobaya de una industria farmacéutica, desinsectado por un fontanero cabreado o bañado en salsa de tomate en una barbacoa no es un futuro demasiado esperanzador para nadie. Es cierto que no hay un dios castigador que le condena a uno al fuego eterno, como ocurre en las religiones teístas, pero el suplicio está en el perpetuo proceso de búsqueda (pocas cosas tan crueles como esa infinita condenación). El karma, una ley cósmica que en el budismo premia al bueno con un nirvana placentero y castiga al malvado convirtiéndolo en un cerdo o en un mosquito (condicionando cada reencarnación a los actos que hayamos cometido en nuestra vida anterior), es una idea tan aterradora como la de un diablo del Purgatorio pinchándote con un tridente en el trasero durante toda la eternidad.

Nada nos garantiza que haciéndonos budistas seremos más perfectos e inmortales. Que se lo pregunten si no al tristemente fallecido Sánchez Dragó, que bebió de todos los manantiales orientales buscando el nirvana, la fuente de la verdad y la felicidad suprema, y como premio solo encontró el infernal neofranquismo de Vox y a un buda agresivo como Santiago Abascal. Para ese viaje no hacían falta tantas alforjas.

Bajo una sotana puede esconderse el peor de los demonios, lo estamos viendo con los múltiples casos de pederastia en el Vaticano, al igual que bajo la apariencia pacifista y cándida de un dalái tibetano puede ocultarse un señor al que le gusta que los niños se la chupen (la lengua). La condición humana suele ser la misma, ya estemos en una iglesia protestante o en un templo del Nepal. Pero curiosamente el budismo siempre ha gozado de muy buena prensa hasta ser elevado a la categoría de religión definitiva, verdadera y humana. La crisis del catolicismo, los jipis seducidos por el cuelgue de paz y amor oriental, los viajes turísticos en helicóptero a los monasterios del Himalaya, la ansiosa búsqueda del neurotizado hombre occidental por encontrar su propia identidad y la publicidad impagable que le ha regalado a esta creencia el actor Richard Gere han terminado por proyectar una imagen de religión amable, indulgente y buenrollista. Pero nada más lejos. Ahí están las virulentas guerras en el mundo budista, que haberlas haylas, las del pasado y las del presente, como esos monjes de Sri Lanka y Birmania que se han lanzado a la caza del musulmán en un sangriento Ku Klux Klan naranja. Persecuciones, fanatismo, violencia, como en toda religión.

Lo del dalái, ese abuso en público y televisado a un niño que ya jamás podrá olvidar el traumático momento en el que una húmeda serpiente entraba en su boca, viene a demostrarnos que hombres santos hay pocos. El portavoz de su santidad ha pedido perdón a la familia alegando que el gran pope es un bromista y un travieso al que a veces le da por estas cosas para tomarle el pelo al personal. Hace tiempo ya soltó una polémica guasa cuando dijo aquello de que no tendría problema en ser sucedido por una mujer, siempre que fuese “muy atractiva”. Un cachondo el tal dalái.

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