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El caso del racista del Metro de Madrid confirma que los discursos del odio van calando en la sociedad

Los mensajes xenófobos de partidos políticos como Vox generan un clima social cada vez más irrespirable

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análisis

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“La mitad de la población está chiflada, solo desean matar a alguien”, decía Marlon Brando en La jauría humana, el peliculón de Arthur Penn sobre el linchamiento de un hombre inocente. En estos tiempos de virus y catástrofes humanas (que no humanitarias), el miedo está sacando lo peor de la gente, mayormente el negacionismo fanatizado y la xenofobia. Va resultando cada vez más difícil cruzar la calle para comprar el pan sin que lo insulten a uno, le tiren una piedra o lo llamen perro judío socialcomunista. Es evidente que hay una epidemia de violencia social que se agrava por momentos, en buena medida por efecto de los discursos de algunos políticos empeñados en sembrarlo todo de odio, y no es cuestión de dar nombres, que todos sabemos quiénes son. Hoy mismo, la Policía Nacional ha detenido al racista que humilló a una mujer en el Metro de Madrid. El agresor, cuya denigrante acción fue grabada en vídeo y viralizada en redes sociales, se despachó a gusto con otra pasajera del vagón, a la que se dirigió diciéndole cosas tan poco edificantes como “sudaca de mierda (…) me cago en tus muertos del más pequeño al más grande de tu raza”.

Según testigos del suceso, tras bajarse del tren el supremacista calificó a su víctima de “asquerosa de mierda” y la volvió a vejar con frases como “a lo mejor te crees que eres algo en mi país. A lo mejor te piensas que eres algo y eres una maldita escoria”. Como buena noticia que reconcilia con el género humano, cabe destacar que el resto de los pasajeros trataron de frenar al violento energúmeno, aunque no lograron librarse de su lluvia de insultos y bilis: “Si alguno tiene algo que decir que lo diga ahora, que le cojo y le reviento (…) A ver si alguno tiene los huevos bien puestos para decir algo”.

Hace unas horas, el matón se ha entregado en la Comisaría de Usera, donde ha sido acusado de un delito de odio, aunque será necesario localizar a la víctima del ataque, que no aparece en la grabación y que, por el momento, no ha presentado denuncia formal. El episodio del vándalo de Usera viene a demostrar que el racismo está mucho más arraigado en la sociedad de lo que en principio cabría pensar. Pero no debemos quedarnos con la simple anécdota del pobre diablo que se hace racista, o más bien al que otros hacen racista y que por tanto también es una víctima, sino que debemos reparar en los de arriba, en los que mueven los hilos, en los que le ponen la voz al guiñol o paria. Poco se sabe de este hombre devorado por el peor de los monstruos, aunque todo apunta a que estamos ante el clásico tipo blanco castrado de sentimientos, probablemente de extracto humilde, que ha perdido la fe no solo en el sistema que lo ha abandonado a su suerte sino en los valores humanistas. Decía Oscar Wilde que el odio a las razas no forma parte la naturaleza humana; más bien es el abandono de la naturaleza humana. Es decir, el racista sufre un virulento proceso de deshumanización, de bestialización, de pérdida del espíritu o alma. Desde ese punto de vista, lo que hace el racista es abandonar la civilización, hacerse bruto, volverse a la charca, donde siempre gana el que tiene los colmillos más largos.

Sin duda, el fascismo es el bebedizo perfecto que consigue que el hechizo, la transformación del hombre en bestia, surta efecto. Hay muchas clases de pócimas para lograr ese embrutecimiento: supremacismo, intolerancia, machismo, reaccionarismo, tradicionalismo, atavismo religioso… ¿Qué otra cosa es el nacionalismo patriótico de todo tipo sino la exteriorización política del racismo, del miedo al otro? Las clases obreras están tomando todos esos jarabes tóxicos a grandes cucharadas en los barrios marginales que como Usera cada vez están más lejos del corazón de las grandes ciudades. Ya se sabe que allá donde no llega la ley del Estado se impone la ley de la jungla, la barbarie y el sálvese quien pueda, que es adonde pretenden llegar Díaz Ayuso y Martínez Almeida liquidando el Estado de bienestar y privatizándolo todo.

El fascismo, sublimación ideológica del racismo, tiene tres padres: el odio, el fanatismo y la ignorancia, nunca nos olvidemos de la ignorancia. En la incultura o subcultura conspiranoica, en la confusión y el bulo tuitero que se ha apoderado de Occidente, está la pólvora esencial del totalitarismo, cuyo único objetivo es la guerra. O como decía Bob Marley, la guerra continuará existiendo mientras el color de la piel sea más importante que el de los ojos. Son los demagogos populistas como Trump, Bolsonaro o Abascal quienes a base de guerras sociales, a fuerza de promover la guerra civil, desencadenan el gran terremoto de la historia. Las masas no necesitan la democracia para nada si un líder piensa por ellos. Pensar cuesta, lleva su esfuerzo y quita tiempo para ir al fútbol, a los toros o a la barbacoa dominguera con los amigos. Por eso el tirano primero emerge como un guía y después se convierte en un dios, como está ocurriendo con Donald Trump, a quien los evangelistas adoran como al nuevo mesías. Al magnate neoyorquino ya no habrá manera de quitárselo de en medio, ni con un impeachment ni con ninguna otra ley mundana, porque el populacho, la plebe, los chicos orgullosos del Proud Boys armados hasta los dientes con sus AK-47, ya lo han elevado al Olimpo del fascismo. Jamás un constructor sin estudios y con tantos pufos llegó tan alto. Cualquier día lo cubren con pieles de bisonte y cuernos y lo colocan a modo de tótem en lugar de la estatua de Lincoln. Ese comunista.

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