Ante todo le seré sincera: le abriré antes del segundo timbrazo. Y después de dejarle entrar le tomaré el abrigo, y seré incluso amable si usted tiene algo de que hablar conmigo –cosa que dudo– porque usted me mirará a los ojos embobado y no a los labios, ni tan siquiera en un furtivo parpadeo.

Después le serviré un café y escucharé a mi padre loar la conveniencia de su amistad y la mía –que no es la nuestra, porque jamás la hubo–, aunque yo lo volveré a rechazar antes de arrojar el primer terrón en la taza para que usted se vaya enterando –educadamente– de que ha de volverse justo por donde vino.

Así que no venga.

Hay gente con cara de bueno que acaba teniendo cara de buey, y usted tiene cara de buey. Es usted un hombre amable, de misericordes intenciones; tanto, que jamás ha intentado besarme. Me recita versos como un loro. Buenos si son de otros y ridículos sin son suyos. Me coge de la mano y elogia mi vestido. Es correcto hasta el hartazgo, Manuel. Por eso no lo soporto.

Porque esto no es Versalles, y tú –ya no usaré más el usted, esa absurda manía tuya– tú, Manuel, me quieres llevar de paquete a la boda de tu hermano en Toledo, un 31 de julio, cuando yo lo que desearía es hacer una escapada con Rafa al País Vasco. Traté de alegar una excusa –de la forma más educada– y aclaré que no podría aceptar tu invitación porque no disponía del vestido adecuado; entonces mi padre y tú concurristeis en una sonora carcajada mientras mamá desplegaba sobre la mesa un catálogo de casi trescientas páginas. Es evidente que los tres disfrutasteis del pasatiempo –casi dos horas y media– de elegirlo a mi costa.

El problema es que ni mi madre, ni mi padre, ni tampoco tú conocéis a Rafa. Yo lo conocí el viernes. Hablamos tan sólo un instante que mi insomnio no ha cesado de revivir desde entonces. Un insomnio dulce. La noche que me probé el vestido imaginé que él aparecía, furtivo, para desabrochármelo por la espalda.

Mi padre cree que soy incorregible: “Marta –me dice–, eres una muchacha incorregible”. Pero nunca sabe explicar por qué. Supongo que es más sencillo enumerar las virtudes aparentes de los extraños que sus defectos más ocultos. Mamá, que me conoce algo mejor, tampoco hace caso a ninguna de mis confidencias. De modo que, uno y otra, tienen por costumbre hablar de tus buenos modales en mi presencia, de tu sólida fe religiosa y de ese modo petulante con que citas los evangelios para respaldar tu tediosa sonrisa.

No te compres una pipa, no uses monóculo, no te pongas sombrero…

Y no te disfraces de viejo –te lo ruego– porque todavía eres un buey joven.

 

*Puedes leer los anteriores #Fotocuentos aquí

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