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El arte de la guerra

Francisco J. Gordo
Francisco J. Gordo
Profesor de guitarra clásica, concertista, más de diez años de experiencia docente, escritor y Concejal de San Bartolomé de Pinares (Ávila). Cosecha del 96.
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análisis

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Durante la historia de la humanidad, nuestra reacción al presenciar una obra de arte ha sido bastante similar a la que experimentamos al vivir un evento histórico como los que estamos viviendo últimamente; ya que desde un punto metafísico, nos vemos a nosotros mismos bajo el prisma de nuestros gustos, nuestras preferencias y nuestra ética.

Somos el juez de la historia. El verdugo y el gobernante. El decisor de nuestra propia conciencia moral. Desde la Antigua Grecia se nos ponía a prueba como especie civilizada ante una hipotética narrativa escenográfica para comprobar, ya no el éxito o el fracaso de la obra representada, sino la calidad ética de cada uno al juzgar la historia que se les ofrecía. Por lo tanto, cualquier obra artística debe abarcar un trasfondo ético y estético que haga reflexionar al espectador. Pero, frente a la obra, nunca juzgamos arbitrariamente unos personajes, unas ideas o un concepto artístico en cada caso. Nos juzgamos a nosotros mismos. Una obra de arte no deja de ser un enorme espejo del que no se puede escapar hasta que se producen las sensaciones que llevamos reprimiendo como sociedad.

Hay que tener un cierto grado de demencia a la hora de crear una obra de arte para conmover a otra persona, o incluso para desagradar. Y he ahí que es en ese desagrado donde nos han introducido los que hacen y deshacen la historia, para desfogar nuestros anhelos más recónditos de nuestra ética social y personal.

El “arte de la guerra”, tan narrado y teorizado durante siglos. Tan odiado y temido por todos. Aborrecible por cualquier persona medianamente cuerda (pero en una sociedad enferma, ¿quién decide lo que es estar cuerdo?). Deseada es la guerra por el psicópata, para explayarse en sus atrocidades tan sólo pensadas, para el deleite de los que han encontrado una tregua moral que no les impida aplaudir o justificar lo verdaderamente atroz.

Es propio que todos levantemos la voz ante la invasión Rusa sobre el territorio ucraniano. Es razonable que todos levantemos la voz igualmente ante las masacres que ha estado llevando a cabo el ejército ucraniano sobre su propio pueblo durante años, con el consiguiente silencio connivente europeo y estadounidense. Sería irresponsable no señalar públicamente lo que está haciendo el ejército ucraniano; en especial, el batallón (reconocido abiertamente filonazi) AZOV con la población civil ucraniana.

Un escarnio público hacia su propia población, a la que detiene cobardemente bajo el pretexto de hurto, supuesto espionaje, por el hecho de ser gitano o por una serie de variopintas excusas, cada cual más nazi. Una vez detenido el civil, es apaleado y atado a un árbol o a un poste de la ciudad. Despojado de su vestimenta para mayor vejación (y abuso hacia las mujeres), son azotados con palos o varas por tantos vecinos como deseen, así como la Guardia Nacional y cualquier miembro del ejército ucraniano.

Las víctimas de este ignominioso escarmiento (que personalmente me remonta a lo que se les hacía a “los rojos” en España hasta no hace mucho) son señalados con un cartel o con pintura en la cara para ser abandonados semidesnudos en el propio poste al que fueron atados (ya sea con cuerda, cinta aislante o incluso envueltos en papel film), para que cualquier viandante pueda identificarles y desfogarse igualmente con ellos.

Abandonados a su suerte finalmente ante las inclemencias del frío y del propio hambre.

Por no hablar de que atar a alguien alrededor de todo el cuerpo supone que la sangre vaya más lenta y favorezca su coagulación. Por lo que a medida que la sangre se ralentiza, la víctima experimenta un inconcebible dolor siendo lentamente consciente de su propio escarnio hasta que le dé un infarto de miocardio, pierda el conocimiento, o un infarto cerebral; lo que ocurra antes. Por lo que estamos hablando de una tortura que atenta contra la dignidad del ser humano. No sólo es culpable el que lo hace, sino también el que lo justifica, y el que lo ve y se calla, y el que lo graba (aunque todos intuimos que lo peor sucede cuando se apaga la cámara).

Pero no nos equivoquemos, la dignidad es siempre la del pueblo que resiste a la barbarie. Y la vergüenza es para los que miran y ocultan la verdad.

Todas las verdades son verdad, aunque se contradigan. Pero en la era de la información, pierde credibilidad el que silencia a otra de las partes para utilizar a su audiencia como un arma arrojadiza ante la opinión pública como si se tratara de un matrimonio mal avenido, malmetiendo constantemente delante de los hijos, las verdaderas víctimas.

En este caso; nosotros, primero como espectadores debemos exigir la no censura por ninguna de las partes implicadas en el conflicto. Sólo tapa información el que sabe que no le conviene para sus intereses o negocios armamentísticos.

La injusticia se cierne sobre el que impide al juez escuchar a las partes implicadas, lo que en derecho procesal se llama “derecho de audiencia”. Sin el cual, cualquier juicio o veredicto carece de garantía; y por tanto, es nulo.

En todo este conflicto, los jueces somos todos y cada uno de nosotros. Como espectadores proactivos de la historia, nos corresponde dirimir sobre el desencadenamiento de los acontecimientos.

Al estar dentro de una democracia representativa (o eso dicen), nos guste o no, esa virtud de tener la última palabra sobre los hechos, la están ejerciendo otros representantes mientras al resto nos han atado a la butaca mientras nos llenan la bolsa de las palomitas y nos atusan la almohada del reposacabezas para que no nos podamos quejar.

Esto quiere decir, que a menos que tengamos la nacionalidad rusa o ucraniana, no tiene ningún sentido exigir nada en absoluto a estos beligerantes y macabros insolentes que siguen tensando una cuerda que nos va a sacar un ojo.

A quien sí es coherente sacar los colores es a nuestro gobierno. Un pueblo crítico con su gobierno, hace que los gobernantes atinen en sus decisiones, si éstos supiesen escuchar. Si bien, cuando un representante no quiere o no sabe escuchar a un pueblo, no debemos aguantar hasta castigarle en las urnas, eso es lo que nos quieren hacer pensar como su rebaño que somos. Cuando un gobernante no escucha, bien por voluntad o por ineptitud, es el pueblo el que debe gritar, levantar la voz hasta ser escuchado de la manera que sea necesaria para ello. He ahí que en esta misma exposición, el gobierno reprimiese a su pueblo en lugar de escucharle, hablaríamos de un gobierno tirano. Y a su vez de un Estado opresor si su Jefe de Estado secundase la represión de su propio pueblo (que es exactamente lo que ocurrió en Catalunya en el 2017 cuando el pueblo demandaba cambios sociales).

Es al gobierno propio al que hay que exigir los cambios, los armisticios y el cese de financiación de cualquier guerra en la que estemos directa o indirectamente involucrados. Aún recuerdo al ilustre mandatario europeo; Borrell, siendo todavía ministro, elogiar las bombas láser que vendíamos en el 2018 a Arabia Saudi para que se usaran indiscriminadamente contra su población. Se le apartó de la política nacional para “castigarle” hacia un parque jurásico europeo, pero lo cierto es que ahora es el vocero de la guerra en europa, para vergüenza nuestra y de los libros de historia.

Pero nuestra responsabilidad como pueblo no queda ahí. También hay que exigir la salida de toda alianza creada para justificar el crímen organizado internacional en forma de constantes guerras, ya que sin las cuales, dejaría esta organización de ser rentable.

“Cuanto peor para todos, mejor para usted”, OTAN (parafraseando a un cómico expresidente).

Y fundamentalmente, todo pacifista y demócrata debe condenar toda guerra con firmeza, exigiendo que sus representantes así lo hagan también.

Ello pasa por denunciar a los que repartimos armas desde Europa para seguir matando a la población ucraniana. Pero también pasa por poner sobre la mesa las atrocidades que lleva a cabo EEUU con total impunidad y para quien no hay sanción alguna. Y por último y más importante, no hay mayor grado de cinismo que pretender que se acabe la guerra en Ucrania para seguir mirando a otro lado en otras guerras como ocurre con Palestina.

Por lo tanto, los únicos responsables de meternos, directa o indirectamente, en esta guerra (que promete seguir escalando, con sus subsiguientes problemas económicos para todos) es nuestro presidente del gobierno (por más que eche balones fuera como si Putin fuese el propio presidente de España); y a todas luces (o a falta de ellas) el Jefe de Estado, por ser constitucionalmente el único capacitado para declarar la guerra y hacer la paz (y por tanto, último responsable de nuestra participación armamentística).

Estas dos personas son casualmente las responsables de lo que haga el Estado español; y paradójicamente, ninguna ha ganado todavía ninguna elección.

Que no cuenten con mi voto.

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