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Discurso del rey: un vacío previsible

Julián Arroyo Pomeda
Julián Arroyo Pomeda
Catedrático de Filosofía Instituto
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análisis

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Si el discurso de Navidad del rey parece que cansa y aburre a los ciudadanos, como muestra la disminución en casi tres millones de quienes lo han oído, podría haber llegado el momento de suprimirlo. Mejor sería que no, pero entonces tendría que sorprendernos en los temas expuestos, o en el modo de tratamiento de los mismos.

¿De qué ha tratado? ¿De qué va a hablar el rey en un discurso institucional?, se preguntan algunos. Como rey, el discurso es un ejercicio de legitimidad, que podría ganarse en ocasión tan excepcional, en lugar de desprestigiarse todavía más, sabiendo que la institución es anacrónica y antigua y que no debiera convertirla, incluso, en innecesaria, como si estuviera de más.

Es una herencia envenenada, consignada por Franco en la persona del padre. En esto también tuvo que enredar el dictador, nombrando a Juan Carlos, al que no le correspondía por herencia, precisamente. Tuvieron que ceder, porque no quedaba otra: “Por España, todo por España”. Menuda legitimidad les transmitió.

Los Borbones han tenido siempre mala fama entre el pueblo. Fue Valle-Inclán quien lo expresó con la mayor claridad, refiriéndose a Alfonso XIII: “Los españoles han echado al último Borbón, no por rey sino por ladrón”. ¿Podría decirse algo similar del emérito? Desde luego, solo que mucho más. Aquí es que no aprende nadie. O sí, porque era inviolable y, por tanto, irresponsable. Puede que se haya ido por si le echaban, pero se fue. ¿Por qué quiere ahora volver? Que se busque un sitio donde vivir, sí. Seguir haciendo el ridículo, no.

El discurso plantea algunos de los retos que tenemos los españoles y pide que respondamos a los mismos. Empieza recordando a la isla de La Palma en los dos primeros párrafos. Habla de la COVID-19 y de sus consecuencias, la dependencia y las tecnologías en los párrafos tres a siete. Luego se pregunta qué podemos hacer para resolverlo. Contesta que modernizarnos y acudir a las instituciones, como la Constitución y la UE. La sociedad también tiene que contribuir a ello. No busquemos mucho más, es inútil. El contenido del discurso no puede ser más plano.

Esto es todo lo que ha dicho como rey de España. Ahora bien, es que, además, es el Jefe del Estado. No gobernará, pero un Jefe de Estado tiene que conocer lo que pasa en su país, valorarlo y dar alguna orientación por discreta que sea. En este Estado pasan demasiadas cosas. Enumeremos algunas, ya que no lo hace quien tiene la obligación de divulgarlo.

La primera es la situación del rey-emérito. Se entiende que no pueda hablar como rey de quien le ha cedido el trono del que es sucesor. Nadie ha dicho todavía por qué lo hizo, pero no se necesita ser muy clarividente para suponerlo. Su escandalosa vida privada, derrochando dinero con sus amantes y llevando la existencia de verdadero marajá, le hacía tener que tragar demasiados sapos, como él mismo dijo. Los fraudes continuos a la Hacienda pública rayan en delincuencia. Sus negocios han sido demasiado torpes y sucios. Se marchó para huir de la justicia, que nunca se le ha querido aplicar, teniendo que hacer malabarismos desde el Gobierno a fiscales y tribunales. Se requería un sangrado público con una sanción de ejemplaridad. El rey-emérito captó muy bien lo que pasa en su país, así como que nadie iría directamente contra él, que había sido un ‘buen’ rey y salvó a España del golpe de Estado, actuando como jefe supremo. Nadie lo está haciendo, mientras que todos se van salpicando.

El rey nos habría dado una sorpresa magna, si hubiera propuesto una solución orientadora de la crisis de la monarquía. Sin embargo, guarda silencio, que acaso pueda interpretarse como cómplice, lo que sufre, antes que nadie, la propia institución monárquica. Su padre quiere volver, incluso con honores, pero ya es tarde, porque no le queda ninguno. Podría irse a una institución conventual, permaneciendo en la oscuridad hasta su muerte, sin molestar más, que ya está bien. Le acogerían gustosamente, ya que es católico y podría purgar sus grandes excesos.

La segunda decisión del rey está relacionada con la situación judicial. El poder de los jueces tiene que ajustarse al “Estado social y democrático de Derecho”. Somos una monarquía parlamentaria. Estos poderes del Estado han de cumplir la ley en procedimientos, actuación y plazos. A todos los que los hayan sobrepasado se les debe plantear que dimitan y ordenárselo, si no lo cumplen. Un Jefe de Estado debe contribuir y apoyar tal procedimiento.

A la política y a los representantes de la soberanía popular se les debe exigir que cumplan las obligaciones para las que han sido votados. El Parlamento y el Senado no pueden ser una plaza de toros, donde sacrificar al adversario. El respeto, la cortesía y la corrección de sus intervenciones no deben darse por supuesto.

Las Autonomías representan al Estado y tienen que actuar en función de tal representación. Si se ha decidido que co-gobiernen en la actual situación de pandemia, tienen que hacerlo, mientras la situación sanitaria esté en peligro por su excepcionalidad. Nadie puede hacer trampas, favoreciendo sus egoísmos privados en contra de los demás para obtener mayores beneficios. Esto hay que coordinarlo, mediante los ajustes fiscales adecuados para actuar como colectivo.

A las representaciones sociales -empresarios, sindicatos y trabajadores- hay que pedirles que cumplan con sus funciones propias para el buen funcionamiento de la economía del país.

He aquí algunos ejemplos, cuya orientación podría dar un Jefe de Estado. El nuestro no se inmuta. Parece agotado y como queriendo soltar amarras para dejar la monarquía, pero ¿en manos de quién, ahora que necesitamos un liderazgo fuerte, precisamente? Mucho de esto podría paliarlo una Ley de la Corona, que está tardando en proponerse.

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