sábado, 27abril, 2024
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Despertar

Jesús Ausín
Jesús Ausín
Pasé tarde por la universidad. De niño, soñaba con ser escritor o periodista. Ahora, tal y como está la profesión periodística prefiero ser un cuentista y un alma libre. En mi juventud jugué a ser comunista en un partido encorsetado que me hizo huir demasiado pronto. Militante comprometido durante veinticinco años en CC.OO, acabé aborreciendo el servilismo, la incoherencia y los caprichos de los fondos de formación. Siempre he sido un militante de lo social, sin formación. Tengo el defecto de no casarme con nadie y de decir las cosas tal y como las siento. Y como nunca he tenido la tentación de creerme infalible, nunca doy información. Sólo opinión. Si me equivoco rectifico. Soy un autodidacta de la vida y un eterno aprendiz de casi todo.
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La luz languidece entre la sedosa neblina que viste las farolas. Las calles vacías. La plaza desierta. El silencio ahoga en la noche de una ciudad vacía de calles muertas, de tiempo parado, de vida incompleta, de soledad infinita. Herminio es el único que rompe la estampa de abandono en una plazoleta en la que antes, a estas horas, aún había niños emancipados de padres irresponsables que se autoconvencen de que vigilan desde el bar de la esquina. Hoy, como ayer, y anteayer y el día anterior a anteayer y la semana anterior, todo permanece en una calma tensa de soledad obligada y miedos incrustados.

Herminio lleva sentado en el banco, el mismo desde el que hace algunos años vigilaba a su nieto Ezequiel, unos veinte minutos. Las piernas flexionadas, los codos sobre las rodillas que sujetan las manos que sostienen la pesarosa cabeza que ha hecho que el anciano haya tenido que salir de casa urgentemente, a pesar del confinamiento, para poder respirar porque la soledad y la maléfica maquinaria que se ha puesto en marcha en su cerebro, le estaba dejando sin oxígeno y le estaba asfixiando. Las lágrimas hidratan la ajada piel de su cara curtida por el viento y el sol de una nonagenaria vida de sufrimiento, alegrías, penas y últimamente soledad. Sobre todo mucha soledad.

Herminio vive solo. Su compañera de vida, Antolina, le dejó hace ya dos lustros. Desde entonces la vida solo le ha dado el regalo envenenado de estar solo. Su nieto Ezequiel, veinteañero ya, malcriado y caprichoso (como muchos otros de su generación por otra parte) ni se acuerda de su abuelo. Solo el 15 de febrero y obligado cuando le pasa el teléfono su padre, oye su voz: “Felicidades abuelo”. Y, si más, le devuelve el celular a su padre o a su madre. Su hijo Toribio no se acuerda mucho más. A pesar de vivir en la misma localidad, pasan meses sin verse y semanas sin hablar por teléfono. El trabajo le tiene totalmente absorbido. Ni un “¿Cómo estás, papa?”. Ni un “¿Necesitas algo?”. Ni siquiera un “Vente a comer el domingo” porque los fines de semana los dedican por completo a otro trabajo igual de costoso que el diario que consiste en adecentar una finca en un pueblo perdido de la mano de dios. Un remoto lugar dónde han construido una casa con una hipoteca a 15 años que les hace tener que seguir trabajando 15 horas al día. Y mira que tenían la casa de Herminio en su pueblo. Pero no, allí no se les ha perdido nada a ellos porque tu pueblo, papá, está muerto. Claro, no como el culo del mundo ese al que se han ido a construir, con sus setenta infernales kilómetros de carretera estrecha, curvas imposibles y riscos tenebrosos, además de los otros ciento diez de autovía, que tiene ochenta habitantes y una urbanización de doscientos chalés en la que los vecinos ni se conocen, ni siquiera se hablan.

Herminio llora. Porque sentado allí, en el banco, echa de menos a su querida Antolina y al pequeño Ezequiel, al que sus padres traían envuelto en una mantita a las siete de la mañana, dormidito como un lirón, para que el abuelo le llevara primero a la guardería y después al colegio. Para que la abuela le hiciera el desayuno y la comida mientras su hijo y su nuera ocupaban todo su tiempo en el trabajo. Se acuerda de las tardes en ese mismo parque, de las meriendas y las cenas con su nieto, del pijama que le obligaban a ponerse para que cuando llegara su padre o su madre le recogieran, pasadas las nueve de la noche, para llevarle directamente de casa de los abuelos a la cama de su chalet con piscina.

Herminio llora. Porque desde que su compañera del alma les dejó, la soledad ha sido su única compañera. Lo pasó mal. Tanto que su nuera le dijo a su marido que su padre no podía ya ocuparse de Ezequiel. Y este le hizo caso (¡”cómo no!”). Y se llevaron a Ezequiel, que por entonces ya se valía por sí mismo, a un colegio de pago en el que lo metían a las ocho de la mañana y lo sacaban a las siete de la tarde. Y empezaron a espaciar las visitas. Y las llamadas. Y cuando Herminio les llamaba, siempre estaban muy ocupados para acompañar su soledad.

Herminio llora. Porque está asustado. Su única compañía, la televisión, le acongoja. Con esas tertulias en las que se incide en la crueldad de un gobierno que no da una a derechas. En las que solo se habla una y otra vez de un virus que afecta sobre todo a la gente mayor. Y con tantos muertos. E infectados. Y todos los días más, y más…

Llora porque si le pilla y se muere, lo hará en soledad. No podrá despedirse de su nieto Ezequiel. Ni de su hijo. Ni siquiera de la Elena, la nuera que siempre ha sido nuera y nunca hija. Morirá como lleva estos últimos diez años, solo. Sin nadie a quién abrazarse. Sin mano amiga a la que agarrarse. Sin cara conocida en la que fijarse.

Herminio llora en un silencio que es interrumpido momentáneamente por los pasos de un viandante que transita junto al banco en el que Herminio respira su soledad. Pasa de largo. Detrás viene una chica joven. También pasa de largo. Desde el otro lado de la plazoleta, Etelvina que viene reventada del hospital, observa la escena. Cuando se acerca, le pregunta al anciano si está bien. Él responde que sí entre un sorbo de mocos y un enjuague de lágrimas. Pero es evidente que no. Etelvina se sienta en otro banco frente a él. Y escucha su historia. Y lloran juntos. Y el corazón de Herminio se alegra y su maquinaria cerebral, se ralentiza. Ambos se levantan y comienzan a caminar. Separados porque Etelvina no quiere contagiarle nada. Cada uno a su casa. Etelvina con su pareja y sus gemelos. Herminio, hoy menos solo.

 


Despertar

En este mundo ruin que nos ha tocado vivir, quienes más a salvo están son los que no tienen televisión ni redes sociales. Parece imposible, pero hay gentuza que dice cosas en twitter como esta: “Viejos y egoístas. Llenando hospitales por #coronavirus, exigiendo atención de primera, ocupando camas que podrían salvar jóvenes sabiendo que ellos ya no aportarán nada a la sociedad”. Este tipejo tiene 73.000 seguidores y está colegiado en la asociación de escritores de Cataluña. El jefe de epidemiología clínica del Centro Médico de la Universidad de Leiden, Frits Rosendaal en Holanda, declaró que España e Italia deberían haber descartado a los abuelos con coronavirus por ser “demasiado viejos”. De igual manera el ministro de Holanda de finanzas, Wopke Hoekstra, criticó que España e Italia malgasten el dinero en sanidad para los viejos, mientras no tienen presupuesto para dedicar al resto de la población.

Hay quién ha sugerido que estas declaraciones son propias de la Alemania de finales de los treinta del pasado siglo. Su siniestrabilidad evidencia una falta de solidaridad y un pensamiento egoísta que sí, es propio del nazismo, pero lo que es aún peor, que se ha normalizado en este hijoputismo que sufrimos en el que toda la moralidad cristiana, toda la ética humana, todo aquello que nos distinguía de la fauna salvaje, se ha ido al garete y ha sido sustituido por el “sálvese quién pueda” y por el primero mi cartera, después los míos y a los demás que los zurzan.

La globalización ha durado el suspiro del ataque de un virus que no se ve, que no selecciona, a priori, entre pobres y ricos (aunque es evidente que los pobres se protegen peor que los ricos. Ahí está el sur de Italia dónde están empezando los problemas de insumisión). Un bichejo que ataca precisamente a los de más edad, entre los que se encuentra ese 1 % que son los que más poder tienen. En cuanto han visto la incapacidad de poder librarse, de poder dirigir a quiénes deberían ser los destinatarios de la enfermedad vírica, se han cerrado fronteras. Ya no hay globalización que valga. Vuelven los nacionalismos. Incluidas las guerras entre comunidades por hacerse con material que pueda mitigar los efectos devastadores de la pandemia entre el personal sanitario.

Y, de pronto, nos damos cuenta que, por culpa de Felipe González y su reconversión industrial, en España no fabricamos nada y lo traemos todo de China. Porque era más barato y menos inhumano explotar allí a las personas que hacerlo aquí. El mal de esta sociedad, ojos que no ven,… Lo importante es poder comprar una camiseta a un euro, unos pantalones a diez o un móvil a cien traído por Aliexpress o Amazon. Si para ello mueren de cáncer dos mil niños al día en la India por los colorantes, si para ello emitimos dos millones de toneladas de C02 a la atmósfera, da igual porque a mí me queda lejos.

Y de pronto, nos damos cuenta de que en España se ha estado desmantelando la sanidad pública por obra y gracia de los discípulos del insufrible fascista, megalómano y enfermo de egolatría que casó a su hija como si fuera la princesa de España. Nos dimos cuenta, así de repente, que los invitados a aquella boda tenían vínculos con la financiación ilegal del partido corrupto y que a su vez eran adjudicatarios de hospitales construidos con fondos públicos de los que ya hemos sufragado el coste pero aún nos quedan dos tercios de la deuda, que corresponden al incremento indecente del coste del servicio sanitario y a los beneficios de los amigos. Y salimos al balcón, a la ventana, a la puerta de la calle, a aplaudir como posesos a unos héroes que no lo son, no porque no lo merezcan, sino porque no deberíamos tratar como heroicidad el esfuerzo sobrehumano de los sanitarios, sino como un castigo al que entre todos hemos contribuido con nuestro voto. Una actitud, la nuestra propia de estúpidos que hacen que estas personas tengan que comportarse como kamikazes para salvar nuestras vidas, mientras los responsables políticos del desmantelamiento de la sanidad pública, nos dan lecciones de moral desde sus atalayas y desde la plaza segura que tendrán en la UVI, si se ponen las cosas feas para ellos, mientras a los demás se nos deja dos días en una silla en un pasillo de urgencias por saturación de los hospitales públicos.

Y de pronto, nos damos cuenta de que las residencias de ancianos no son un servicio, sino un negocio (en la Comunidad de Madrid hay 25 residencias públicas, frente a las 220 concertadas y más de 200 privadas). Y que como negocio el trato a los ancianos es como mínimo muy mejorable cuando no una vergüenza en las que abundan las denuncias por maltrato, desnutrición, falta de personal y de atención. Un negocio en el que invierten «fondos buitre» y que en 2018 facturaba 4.500 millones de euros. Un negocio en el que participan ilustres de las tramas de corrupción Gürtel, Púnica y Enredadera. Un negocio que ha provocado 1.517 muertes por coronavirus. Un negocio que tiene que ser intervenido por las administraciones como el caso de la Residencia Valle del Cuco en Adrada de Haza (Burgos) y llevado a la fiscalía por diversas actuaciones tipificadas como delito.

Y de pronto nos damos cuenta de que Alemania tiene 13 camas UCI por cada 100.000 habitantes mientras que en España solo hay 3. Y cuando Alemania se niega con Holanda a la emisión de eurobonos para que toda la UE se financie por igual y no dependa de los bancos, a los que el Banco Central Europeo presta nuestro dinero al 0 % para que ellos se los presten a su vez a los gobiernos o a las empresas al 2 % (en lugar de hacerlo directamente a los gobiernos), ejerciendo además de todopoderosos que deciden quiénes pueden o no acceder a los préstamos, entonces algunos se dan cuenta de que mientras ellos, los alemanes, conservaban la sanidad pública, obligaban a los gañanes de nuestros gobiernos a pegarle el hachazo a lo público para poder saciar la sed de beneficios de sus entidades bancarias cuya liquidez hacía aguas debido a la excesiva deuda adquirida.

Y de pronto algunos se dan cuenta de que la UE es un club para ricos en el que los pobres no tienen nada que decidir. Se dan cuenta de que Alemania ha conseguido a través de la imposición política (de forma sibilina), lo que no consiguió llevándonos a dos guerras mundiales, ser el puto líder de una unión ficticia que en realidad es un protectorado alemán. Se dan cuenta de que los pobres únicamente les servimos para contener a los migrantes y para que sus gentes vivan placenteramente su vejez tumbados al sol en una playa de condiciones climáticas de las que ellos carecen y en unas muy ventajosas condiciones económicas. Solo somos el muro que tapona la migración entre África, Asia y ellos y los chiringuitos donde sus ciudadanos duermen la resaca diaria.

De pronto, despertamos del sueño de que esta pandemia nos traerá el cambio que necesitamos y nos damos cuenta de que todo sigue igual. Los ricos no quieren mezclarse con los pobres y les importa un carajo lo que nos pase, porque ante todo, está su bienestar y poder seguir haciendo suculentos negocios con las necesidades de los más desfavorecidos.

Salud, feminismo, república y más escuelas (públicas y laicas)

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