viernes, 26abril, 2024
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De la batalla naval de Tsushima a la guerra Rusa

Joan Martí
Joan Martí
Licenciado en filosofía por la Universidad de Barcelona.
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análisis

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Por primera vez desde la Edad Media, un país no europeo había derrotado a una potencia europea en una guerra importante; y la noticia se propagó rápidamente por todo el mundo, un mundo al que los imperialistas occidentales (junto con la invención del telégrafo) habían conferido una estrecha interdependencia.

En el transcurso de dos días de mayo de 1905, en las angostas aguas del estrecho de Tsushima, en lo que hoy en día es uno de los corredores de transporte marítimo más transitados del mundo, una pequeña flota japonesa comandada por el almirante Togo Heihachiro aniquiló la mayor parte de la Armada rusa comandada por el almirante Zinovi P. Rozhestvenski. En ella, la armada japonesa perdió sólo tres barcos, pero la flota rusa sufrió el hundimiento de veintidós navíos y la desaparición de miles de vidas humanas. El resto de los barcos rusos y los marinos sobrevivientes fueron capturados.

Las especulaciones llenas de entusiasmo acerca de las implicaciones del éxito de Japón llenaban las páginas de los periódicos turcos, egipcios, vietnamitas, persas y chinos. Algo parecido a ese sentimiento se adueñó visiblemente del poeta pacifista (y futuro premio Nobel de Literatura) Rabindranath Tagore (1861-1941) quien, al recibir la noticia de Tsushima, encabezó a sus alumnos en una improvisada marcha de la victoria por los terrenos de un pequeño complejo escolar de una zona rural de Bengala.

Y todos sacaron la misma enseñanza de la victoria de Japón: los hombres blancos, conquistadores del mundo, habían dejado de ser invencibles. A partir de aquel momento empezaron a florecer infinidad de fantasías –de libertad nacional, de dignidad racial o de simple venganza– en los corazones y en las mentes que habían soportado con resentimiento la autoridad de los europeos sobre sus países.

Era en 1904. Yo tenía cinco años, escribe Vladimir Nabokov en su autobiografía “Habla, Memoria”. Rusia estaba en guerra con Japón. Con auténtico entusiasmo, el semanario ilustrado inglés al que Miss Norcott estaba suscrita reproducía ilustraciones bélicas de artistas japoneses que mostraban cómo se hundirían las locomotoras rusas (de apariencia singularmente diminuta debido al estilo gráfico japonés). Nuestro ejército intentaba tender una vía férrea sobre el traicionero hielo del Lago Baikal.

Una tarde, sigue explicando Nabokov, a principios de ese mismo año, me bajaron de las habitaciones de los niños, que estaban en el primer piso de nuestra casa de San Petersburgo, al despacho de mi padre para que le dijera “cómo está usted” a un amigo de la familia, que resulto ser el general Kuropatkin. Soltando un gruñido muy ruso y congestionado, Kuropatkin se levantó pesadamente de su asiento. Aquel día recibió la orden de asumir el mando supremo del Ejército Ruso en Extremo Oriente.

El final de la desastrosa campaña rusa en Extremo Oriente estuvo acompañado de furiosos desórdenes internos. Sin dejarse arredrar por ellos, mi madre regresó con sus tres hijos a San Petersburgo tras haber pasado casi un año en diversos centros residenciales del extranjero. Esto era a comienzos de 1905. Año del desastre naval de Tsushima.

Europa necesitó más de doscientos años para desarrollarse y poner en práctica el concepto de un Estado-nación soberano para a continuación, sumirse en dos guerras mundiales que se cobraron un terrible precio a costa de las minorías étnicas y religiosas. Rusia es occidente y debe olvidar la guerra con sus vecinos, e integrarse a la Unión Europea.

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